A seis leguas de Sevilla, andadas por el hermoso y bien denominado camino real, que aunque ya arruinado, es una de las grandes obras de Carlos III, se encuentra la antigua ciudad de Carmona. Hallase labrada la ciudad primitiva sobre una alta roca, como un bienteveo2 que algún rey de la Andalucía Baja hubiese erigido para abarcar con la vista sus dominios. Viniendo por el camino de Sevilla, se eleva el terreno paulatinamente y casi sin sentir, hasta atravesar un gran arrabal o ciudad nueva, y llegar a la grandiosa puerta moruna, que forma un largo y estrecho callejón, entrecortado por una especie de patio o plazoleta. Esta entrada es ya pendiente, prolongándose la cuesta más o menos suavemente por las calles, hasta el penacho de aquella inmensa roca, desde donde desciende el terreno abruptamente, y principia la magnífica vega que cubren campos de trigo, que en primavera forman un mar sin límites, verde como la esperanza, y en el estío un mar dorado como la abundancia. A la derecha concluye este inmenso paisaje en la sierra de Ronda, y a la izquierda en Sierra-Morena, a cuyos pies caminan hacia el mar las aguas de sus arroyos, que reunidas toman el nombre de Guadalquivir.
Lo magnífico y sorprendente de esta vista tendría en otros países una fama y renombre universales, y habría sido descrita mil veces, tanto en novelas como en poesías. Pero en España es poco común el gusto y la pasión por las bellezas campestres, las que suelen admirar sin que en este sentimiento tomen parte ni el corazón ni el entusiasmo. Una vista, por bella que sea, se suele apreciar, digámoslo así, clásica y no románticamente.
La bajada en la de que hablamos es casi perpendicular, y no la puede arrostrar la carretera, que rastrea penosamente el primer tercio, y ciñe después a la peña como un cinturón, salvando su mayor altura; después de lo cual, vuelve a emprender su ascensión hasta llegar al alegre y activo arrabal, en que se hallan casas nuevas y bonitas, los paradores, los mesones, el correo; en fin, cuanto pertenece a la vida de movimiento; dejando tranquila, gracias a su altura, a la aristocrática y antigua ciudad, con sus casa solariegas, sus iglesias y conventos, sus grandiosas ruinas moriscas, y los trozos que aún conserva de los muros que la ceñían cuando tenía fuerza y mando. Todo en la ciudad es antiguo, bello y digno. Sólo en su parte más alta a la derecha, esto es, hacia el Levante, ha labrado la era moderna un feísimo telégrafo, que lleva la matrona como sello de actualidad en su frente, en la que parece una verruga. No es culpa nuestra si los telégrafos son feos, si son caricaturas de torres, si hacen muecas como decía un amigo nuestro; si, simbolizando la velocidad, son unas moles pesadas y sin gracia; si, significando la publicidad y las comunicaciones, son frondios y mudos oráculos que despiertan la curiosidad sin satisfacerla, envueltos como lo están para los profanos en silencio y misterio. Ni que al pasar por ellos la acción y la vida, queden ellos inertes y muertos, como si protestasen contra ambas; ni, por último, que careciendo de belleza en su forma y de poesía en su objeto, sean grotescas esfinges que solemnizan la cotización de la Bolsa.
No concebirnos el moderno afán por vestirlo todo con la misma librea, y por querer borrar en los países y en los pueblos la nacionalidad que les es peculiar. De todas las tiranías, la de la uniformidad es la que más se resiste a la independencia popular. Arrancar a países, pueblos y personas su ser, su carácter, su individualidad, es la más cruel, la más necia y la más antipoética arbitrariedad. Uniformar a los pueblos como a los como a los presidiarios, diciéndoles: «No seréis lo que habéis sido, no seréis lo que os llevan a ser vuestro suelo, vuestro cielo, vuestro carácter e inspiración espontánea; formaos sobre este modelo único y uniforme en el universo; todos sois carneros de una misma manada, menos nosotros que somos los pastores y zagales, llevando a guisa de cayado la pluma», esto está muy bueno para los que se erigen en pastores; pero para los que...
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