Hace 40 años había una inspectora de óptica del Sector de Salud Pública de la Nación, para la Capital Federal, de apellido Molinari, a la que llamaban “la Molinari”.
Ella hacía cumplir el “petitorio” a rajatabla. El “petitorio” era una lista de cosas que había que cumplir en un establecimiento de óptica. Jamás conocí a un Inspector que no fuera corrupto e indolente, salvo ella. Era el terror de todas las ópticas. Inspeccionaba a todas una vez por año, faltamente.
Siempre encontraba alguna irregularidad, se las arreglaba para encontrarla. De un asunto nimio hacía un escándalo, ponía un plazo corto, y volvía para comprobar si se había corregido.
El tema era el petitorio del stock de cristales.Los cristales que había que tener en la óptica sumaban un capital importante. Cuando se hizo ese petitorio, se tomó en cuenta a todo el territorio del país y a la lejanía de muchas ópticas de los lugares de venta mayorista, por lo que se exigió mucho más cantidad de la necesaria y razonable para una óptica de Capital Federal que estaba a unos minutos de viaje de cualquier mayorista.
Tener cristales en stock de graduaciones raras e inusuales, por lo menos en Buenos Aires, era un despropósito. Los ópticos tratábamos de dar uso a ese capital inmóvil e inútil no reponiendo los faltantes menos requeridos, y así se nos iba achicando el stock de cristales, haciéndose evidente el achicamiento, por lo que todos reponíamos las graduaciones raras con otras que salían diariamente, con tal de que la Molinari no viera el achicamiento. La Molinari hacía pagar el precio de ese error a cada óptico. Si llegaba a mirar el petitorio, revisaba una por una las graduaciones existentes y si había faltantes ordenaba su reposición en pocos días, lo que hacía a veces imposible a un óptico de barrio poder cumplir, por el monto requerido.
A mí me hizo pagar el error. Salí a buscar auxilio en la parentela para disponer de 40 mil pesos que no tenía para llenar el petitorio en una semana. Pero luego encontré un subterfugio para seguir sin reponer las graduaciones raras sin que ella lo supiera.
Resulta que ella inspeccionaba siguiendo un orden fijo. Primero se fijaba si estaba la chapa de bronce en la pared externa y si la chapa tenía el Nº de matrícula profesional. Segundo, si el óptico tenía puesto el delantal blanco. Tercero, se fijaba que el título profesional colgara de la pared interna. Cuarto, revisaba el frontofocómetro y comprobaba que un cristal fuera medido correctamente por el aparato. Le seguía la biseladora. Observaba que estuviera mojada y advertía que ella de esa manera comprobaba que los trabajos se hacían en la óptica, y que si estuviera demasiado reseca clausuraba la óptica porque eso significaba que los trabajos se mandaban a hacer afuera, cosa que estaba prohibida. Después de toda esa rutina pasaba a controlar el stock de cristales.
La primera vez que estuvo, todo estaba bien, pero faltaron cristales y me obligó a gastar la plata que no tenía, yo con una bronca bárbara contra esa mujer inexpugnable y de pésimo carácter que no quería oir razones ni dar mayor tiempo, como si hubiera asumido en sí misma el valor moral de la República. Muchas veces pensé en qué bueno hubiera sido que todos hubieran sido como ella.
La cuestión es que en la visita del año siguiente yo había sacado la chapa de bronce, porque las estaban robando, y la había puesto en la vidriera. No más entró lo hizo gritando que falta la chapa en la puerta. Le dije que estaba en la vidriera. Siguió gritando que yo no podía torcer la ley, que la chapa tenía que estar en la puerta y que me daba dos días para ponerla donde corresponde. Me hizo firmar la intimación y se fue. A los dos días vino, comprobó que estaba, me felicitó y se fue.
Quedé asombrada del descubrimiento. La Molinari no seguía adelante con la inspección del petitorio si encontraba una falla. Se quedaba con eso y todo terminaba ahí. Me jugué a que eso era así. Así que decidí comprobarlo. Más o menos para la fecha en la que me tocaba la inspección, empecé a atender sin delantal blanco, con toda la intención de que esta vez fuera el delantal blanco donde se detuviera y no llegara a los cristales que iban disminuyendo alarmantemente. Y así fue.
Desde la calle me vio sin delantal y ya empezó a sacar la intimación. No siguió adelante. Volvió a los dos días, me vio con delantal, me felicitó y se fue hasta el año siguiente. Al año siguiente volví a sacar la chapa de la puerta y la puse en la vidriera. Y al año siguiente la esperé sin delantal. Y así pasaron unos cuantos años mientras ella envejecía hasta que murió.
Me consumí todo el stock de cristales, inútil acopio de material ahora inservible que fue reemplazado por el orgánico, y que de haberse conservado debería ir directamente a la basura.
La Molinari no fue reemplazada. Ni por alguien menos exigente. Nadie después de ella volvió a verificar nada. De hecho Cavallo rompió con la regulación existente, y los anteojos de lectura hoy se venden en los supermercados elegidos por el usuario irresponsable.
La experiencia que adquirí al eludir con sagacidad el acoso de la Molinari me enseñó, para toda la vida, que la irracionalidad no se combate con razones, y que cualquier subterfugio queda moralmente habilitado cuando implica no someterse a la arbitrariedad.
Si recibís este post por mail y querés comentar, no respondas a este correo. Escribí a evarow@gmail.com
Ella hacía cumplir el “petitorio” a rajatabla. El “petitorio” era una lista de cosas que había que cumplir en un establecimiento de óptica. Jamás conocí a un Inspector que no fuera corrupto e indolente, salvo ella. Era el terror de todas las ópticas. Inspeccionaba a todas una vez por año, faltamente.
Siempre encontraba alguna irregularidad, se las arreglaba para encontrarla. De un asunto nimio hacía un escándalo, ponía un plazo corto, y volvía para comprobar si se había corregido.
El tema era el petitorio del stock de cristales.Los cristales que había que tener en la óptica sumaban un capital importante. Cuando se hizo ese petitorio, se tomó en cuenta a todo el territorio del país y a la lejanía de muchas ópticas de los lugares de venta mayorista, por lo que se exigió mucho más cantidad de la necesaria y razonable para una óptica de Capital Federal que estaba a unos minutos de viaje de cualquier mayorista.
Tener cristales en stock de graduaciones raras e inusuales, por lo menos en Buenos Aires, era un despropósito. Los ópticos tratábamos de dar uso a ese capital inmóvil e inútil no reponiendo los faltantes menos requeridos, y así se nos iba achicando el stock de cristales, haciéndose evidente el achicamiento, por lo que todos reponíamos las graduaciones raras con otras que salían diariamente, con tal de que la Molinari no viera el achicamiento. La Molinari hacía pagar el precio de ese error a cada óptico. Si llegaba a mirar el petitorio, revisaba una por una las graduaciones existentes y si había faltantes ordenaba su reposición en pocos días, lo que hacía a veces imposible a un óptico de barrio poder cumplir, por el monto requerido.
A mí me hizo pagar el error. Salí a buscar auxilio en la parentela para disponer de 40 mil pesos que no tenía para llenar el petitorio en una semana. Pero luego encontré un subterfugio para seguir sin reponer las graduaciones raras sin que ella lo supiera.
Resulta que ella inspeccionaba siguiendo un orden fijo. Primero se fijaba si estaba la chapa de bronce en la pared externa y si la chapa tenía el Nº de matrícula profesional. Segundo, si el óptico tenía puesto el delantal blanco. Tercero, se fijaba que el título profesional colgara de la pared interna. Cuarto, revisaba el frontofocómetro y comprobaba que un cristal fuera medido correctamente por el aparato. Le seguía la biseladora. Observaba que estuviera mojada y advertía que ella de esa manera comprobaba que los trabajos se hacían en la óptica, y que si estuviera demasiado reseca clausuraba la óptica porque eso significaba que los trabajos se mandaban a hacer afuera, cosa que estaba prohibida. Después de toda esa rutina pasaba a controlar el stock de cristales.
La primera vez que estuvo, todo estaba bien, pero faltaron cristales y me obligó a gastar la plata que no tenía, yo con una bronca bárbara contra esa mujer inexpugnable y de pésimo carácter que no quería oir razones ni dar mayor tiempo, como si hubiera asumido en sí misma el valor moral de la República. Muchas veces pensé en qué bueno hubiera sido que todos hubieran sido como ella.
La cuestión es que en la visita del año siguiente yo había sacado la chapa de bronce, porque las estaban robando, y la había puesto en la vidriera. No más entró lo hizo gritando que falta la chapa en la puerta. Le dije que estaba en la vidriera. Siguió gritando que yo no podía torcer la ley, que la chapa tenía que estar en la puerta y que me daba dos días para ponerla donde corresponde. Me hizo firmar la intimación y se fue. A los dos días vino, comprobó que estaba, me felicitó y se fue.
Quedé asombrada del descubrimiento. La Molinari no seguía adelante con la inspección del petitorio si encontraba una falla. Se quedaba con eso y todo terminaba ahí. Me jugué a que eso era así. Así que decidí comprobarlo. Más o menos para la fecha en la que me tocaba la inspección, empecé a atender sin delantal blanco, con toda la intención de que esta vez fuera el delantal blanco donde se detuviera y no llegara a los cristales que iban disminuyendo alarmantemente. Y así fue.
Desde la calle me vio sin delantal y ya empezó a sacar la intimación. No siguió adelante. Volvió a los dos días, me vio con delantal, me felicitó y se fue hasta el año siguiente. Al año siguiente volví a sacar la chapa de la puerta y la puse en la vidriera. Y al año siguiente la esperé sin delantal. Y así pasaron unos cuantos años mientras ella envejecía hasta que murió.
Me consumí todo el stock de cristales, inútil acopio de material ahora inservible que fue reemplazado por el orgánico, y que de haberse conservado debería ir directamente a la basura.
La Molinari no fue reemplazada. Ni por alguien menos exigente. Nadie después de ella volvió a verificar nada. De hecho Cavallo rompió con la regulación existente, y los anteojos de lectura hoy se venden en los supermercados elegidos por el usuario irresponsable.
La experiencia que adquirí al eludir con sagacidad el acoso de la Molinari me enseñó, para toda la vida, que la irracionalidad no se combate con razones, y que cualquier subterfugio queda moralmente habilitado cuando implica no someterse a la arbitrariedad.
Si recibís este post por mail y querés comentar, no respondas a este correo. Escribí a evarow@gmail.com