Me recibí en el 69. El año que viene cumplo 40 años de profesión. Aclaro que lo mío para muchos es un mero comercio, pero yo lo consideré de entrada como profesión, y así lo ejerzo.
En cuatro décadas conocí miles de personas. Serán muchas más que una por día, tal vez el promedio sea 4 o 5. Pero me refiero a conocer, a conocer un poco más profundamente. Digamos que 2 por semana.
Sí, porque en mi óptica nos ponemos a conversar con la persona, me interesa su vida, porque yo le resuelvo un problema a una persona, no a un par de ojos. Los que no son clientes de mi óptica dirán ¿cómo un óptico puede resolverle un problema a una persona? Dirán: la receta la hace el médico, yo me elijo el armazón que me gusta. ¿Qué hace el òptico? Cumple con la orden de la receta. Entonces ¿cómo puede decir Eva que le resuelve un problema a una persona.
Si alguno de mis clientes estuviera leyendo esta entrada, seguramente daría fe de lo que voy a explicar. Todo empezó cuando el país se hizo pomada y entró el gran capital a la Medicina a subvertir el orden de las cosas como eran antes de ahora. Hace mucho tiempo.
Cuando yo me recibí, los oculistas atendían en su mayoría en sus consultorios. Las personas no tenían Medicina Prepaga. O iban a los hospitales públicos, o pagaban una consulta particular. Las personas eran pacientes de tal determinado Oculista. Los Oculistas atendían a los pacientes casi una hora por persona. Las consultas nunca fueron baratas, pero tampoco nada imposible. La gente consideraba justo el valor de lo que se llamaba “el honorario”, por los servicios que el profesional le brindaba. Todavía quedan pacientes unidos a esa relación con sus oculistas particulares. Muchos siguen la relación, a pesar de tener Medicina Prepaga. Pero se trata de Oculistas de más de 60 años, y de pacientes de esa edad o más.
Las generaciones más jóvenes no lograron establecer un vínculo con un Oculista, salvo pocas excepciones de personas con problemas muy serios. Los especialistas van rotando de Obra Social, dejan de pertenecer a la cartilla, o incluso habiendo continuado en la cartilla, el poco tiempo del que disponen para la consulta, la poca paga que se les hace, no los deja dedicarse al paciente como era antes, ni fundar una relación donde el médico se acuerda del nombre del paciente cuando lo vuelve a ver. Quince minutos por persona, a toda velocidad, y que pase el que sigue.
Un día, hace mucho tiempo, cuando irrumpieron los Sanatorios con Medicina Prepaga, las recetas de muchos oculistas empezaron a ser deficientes. Los anteojos no salían bien. La gente no estaba conforme, tenía otra expectativa del resultado y se decepcionaba. La fórmula de muchos colegas era responder “se tiene que acostumbrar”. A mí eso no me conformó. Pero me sentía impotente. ¿Qué hacer?
Lo peor era cuando la receta estaba francamente equivocada, cuando la persona decía: ¡ah no, yo no veo nada con ésto! Entonces venía mi drama. No querían pagar el anteojo, porque obviamente estaba mal. Pero yo no tenía la culpa, había cumplido fielmente con la receta. Llevarse el anteojo sin pagar para ir al Oculista a que diga quién tuvo la culpa, yo no lo podía permitir, por demasiadas razones. El Oculista, si se daba cuenta de que había cometido un error, no lo reconocía nunca. Decía que los anteojos están mal hechos, que estaban mal “centrados”. Y con eso, CON ESO, habían encontrado el modo de zafar. El centrado no es la graduación. Estaban diciendo que la graduación estaba bien, pero que otra cosa, algo que el paciente no entendía, que parecìa gravísimo que se llamaba “el centrado”, estaba mal. El paciente volvía a la óptica diciendo lo que decía el médico. Pero el óptico decía que “el centrado” estaba bien. Entonces el paciente se retiraba y no volvía nunca más al médico aquel NI AL ÓPTICO. Abandonaba a los dos.
Me pasó con buenos clientes, con gente que había confiado en mí, y que ahora me abandonaba, en la injusticia más absoluta, y ante mis ojos se iba abriendo el panorama de una situación ingobernable, que no podía continuar.
Yo debía involucrarme en la receta oftálmica. Yo debía poder encontrar DÓNDE ESTABA EL ERROR DE UN OCULISTA, cuando eso sucedía. Pero no me habìan enseñado refracción, estaba prohibido para los ópticos involucrarse en la refracción, era exclusividad del Oculista.
Si lograba identificar el error de un oculista, iba a tener un as en mi mano. Cuando el cliente dijera que no veía bien con los anteojos, con el error identificado por mí, el Oculista iba a estar entre la espada y la pared, debía reconocer el error y arreglarse con el problema que se le armaba con el paciente.
La cuestión era que yo quedara a salvo de semejante injusticia, que yo no perdiera un cliente inmerecidamente, y también salvar al cliente de una maquinación deleznable. La plata perdida no era mi problema, yo era capaz de pagar nuevos cristales con tal de salvarme de una mentira.
Entonces me compré una Caja de Pruebas, que es una caja con una serie de cristales de graduaciones de todo tipo, que el Oculista usa para hacer la refracción. Y comencé a comprar libros sobre refracción, y a estudiar. Y no quedaba nunca satisfecha con lo que leía. Profesores de Universidades de EEUU, nombres famosos, y no estaba satisfecha. Estoy segura de que los grandes profesores guardan para sí los secretos de la refracción. Que es algo muy refinado, como una técnica cualquiera que hasta para hacer un huevo frito lleva el color de su dueño.
Lo que explican no alcanza, es insuficiente. Hablan también de la “destreza que se adquiere con el tiempo”, en fin. Uno compra libros para ahorrar tiempo, no para que le digan que bueno, con el tiempo va a aprender.
Asì que me puse a pensar la problemàtica por mi cuenta, y a resolver por mí misma, los problemas que se presentaban en develar los defectos refractivos del ojo. No se olviden que yo estudié Ciencia y Método Cientìfico en la Facultad de Ciencias Exactas, y mi adiestramiento mental en orden al método científico no se perdió nunca.
Yo quería un método. Para mí las cosas serias requieren de método, no acepto las improvisaciones ni las intuiciones. Necesitaba elaborar un método preciso y riguroso. Y lo logré. Llevó su tiempo, pero lo logré. Llevó el tiempo necesario, el tiempo que exige cualquier investigación. Su propio tiempo. Dos años pasaron de intensas experiencias y conclusiones.
Cuando me convencí de que debìa hacerlo sola, comencé a seguir un plan de investigación. Las problemáticas tienen un orden de dificultad. De acuerdo al orden de dificultad establecí un orden de resolución. Fui encandenando una serie de pasos que avanzaban desde la menor dificultad hacia la mayor. Siempre acotando la problemàtica, hasta alcanzar el punto óptimo, inmejorable, de cada paso, antes de pasar al siguiente.
Yo sabía que además de por mí, era por el bien de la gente. Así que, cada persona que traía una receta, recibía el convite de mi parte, a comprobar si la receta era correcta o si tenìa algún error. Cuando tenía sentado al paciente frente a los optotipos de la pared, antes de comprobar la receta del mèdico, implementaba mi técnica en desarrollo, a ver si yo llegaba por las mías al mismo resultado que el Oculista.
Los primeros tiempos no tenía el dominio total de la cosa. No llegaba a la revelación óptima del defecto refractivo, sabìa que me faltaba avanzar. Pero estaba en el camino correcto. Iba comprobando que los primeros pasos estaban bien implementados, pero para lo que yo quería faltaba método que elaborar. Yo quería un mètodo que me llevara a conseguir la visión perfecta o la mejor visión posible de una persona, a una refracción perfecta, de un modo indudable, por un método científico.
Ya podía detectar el defecto del oculista y podía corregirlo, pero no podía mejorarlo, no podía seguir adelante, no podìa saber si la persona podìa llegar a ver mejor todavía. Y yo sabìa que eso era lo que habìa que conseguir. Que no conseguir la mejor visión posible de una persona, era un absoluta inmoralidad.
Para ese entonces encontrar los defectos de una receta ya fue un gran triunfo. Decirle al paciente que la receta tenía un error, antes de hacer el anteojo, me salvó de enormes disgustos. Y me trajo muchos nuevos clientes. El paciente, asombrado de la situación, en esas ocasiones, solía y (suele) decir ¿entonces para qué fui al Oculista?
¿Por qué es una inmoralidad no conseguir la visión perfecta o en su defecto, la mejor visión posible de una persona? La respuesta a esta pregunta abre un panorama fenomenal de la influencia de la visión en la vida del ser humano, pone sobre la mesa un enorme espectro de consecuencias anímicas, psíquicas y también físicas.
Dejar a mitad de camino la calidad visual de una persona es imperdonable, por cosas que explicaré en detalle más adelante, por ahora digo que es de la mayor impunidad, ya que no existe oficialmente un rango que califique el punto óptimo de una refracción. No existe una prueba que demuestre que el refraccionista consiguió lo mejor de la refracción y que nada mejor es posible. No existe porque a nadie le importa calificarse a sí mismo. Nadie está interesado en ponerse un yugo al cuello. Por eso no existe. Se prefiere el libre albedrío, que salga como se pueda, sin saber si pudo ser mejor. El refraccionista abandona según sea la ocasión. Nada lo obliga a seguir más adelante. Se para cuando quiere, cuando está cansado, cuando no sabe más. Cuando su conciencia le dice que ya es suficiente.
Dejar a mitad de camino la calidad visual de una persona es imperdonable, porque lo que se hace de ese modo es limitarla, limitar la calidad de su trabajo, limitar la calidad de una percepción que puede ser fundamental para un científico, para un artista, que puede ser la causa de haber perdido el empleo, de ser ineficiente, de no prestar atención, de no conseguir concentración en una tarea, de dormirse leyendo, de creer que se ha perdido el interés por la lectura, por el cine, de estar deprimido, de ser pesimista, de tener una contractura muscular, de tener acidez estomacal, ùlcera, pánico, paranoia, autismo, obsesión, neurosis, dispersión, autodesvalorización, etc.
El hecho más insólito con el que me encontré estudiando la situación, es con la fuerza opositora del propio paciente. El y su subjetividad empañan el panorama. Todos creen que saben si ven bien o mal. Todos creen que su propia calificación es la justa. Éste es un hecho tan lamentable, y tan clarificador hasta visto desde el punto filosòfico, que así como hizo Freud cuando descubrió el fenómeno de la transferencia, así yo lo integré a mi lucha contra el paciente cuando es su peor enemigo creyendo que sabe lo que dice. Cuando un paciente dice que no ve bien con el anteojo, a veces falla el oculista, pero a veces sobran las expectativas, y otras veces, el paciente cree que ve bien cuando ve mal. Hay algunos que no ven nada y dicen que ven bien. Otros que ven bien, y dicen que no ven nada. Y en general, todo el mundo que cree que ve bien, no se da cuenta que no tiene con qué comparar. Profundizaré en ésta temática.
Los casos que yo he visto en mi vida limitados innecesariamente por falta de precisión en la refracción, o por subjetividad errada de la persona, han sido algunas veces de terror. Imagínense ustedes un neurocirujano, que tenía la corrección sin los astigmatismos, algo que le bajaba la visión de 10 décimas a 7, y que condenaba toda su visión a una imagen enfocada pero algo difusa en cierto ángulo. Cuando yo le descubrí la faltante y alcanzó las 10 décimas, lo primero que hizo fue decir lo siguiente: ¿Y yo operé así toda la vida?
Otro caso que me conmovió fue el de un violinista clásico, el concertino de un orquesta importante, que había perdido su concentración emocional para la ejecución dedicado a la concentración para el enfoque. Pero él no se habìa dado cuenta que tenía este problema. El creia sinceramente que habìa empezado a fallar como ejecutante.
Desde que le conseguí el enfoque perfecto, empezó a relajarse y poder integrarse a la orquesta. Me contó que el Director le llamaba la atención sobre su interpretación, que lo humillaba frente a los demás, preguntándole ¿en què mundo está flotando?, si está sordo, que no podía ser el concertino estando sordo. Tenía problemas de visión y parecìa sordo. He aquí la punta del hilo de la madeja. Nadie se daba cuenta de que no veía, ni siquiera él mismo.
La visión es algo tan extraordinario, algo que tiene que ver con toda la persona, algo que la puede modificar profundamente, que puede determinar su carácter, sobre todo en la infancia, cuanto menor se es, así como cuanto mayor es el problema, mayor es la influencia de la vista en toda la vida de una persona.
El caso más extraordinario de todos, el màs conmovedor, es el de una nena de 7 años, diagnosticada de autismo, condenada a ser autista aunque no lo era, sólo porque nadie se habìa dado cuenta de que era miope, ni siquiera el oculista. Y yo lo descubrí. Tengo ese orgullo, tengo esa medalla que nadie me entregó, pero que la tengo guardada como el mayor de los trofeos. Le cambiè el destino a una nena, le hice un torniquete a la impunidad del oculista. Y de paso les cuento: el papá de la nena le rompió la cara. Prometo hacer un post con “El caso de la nena que no era autista”, no lo van a poder creer.
Bueno, todo esto vino para explicarles por qué yo converso tanto en mi óptica.
De las primeras conversaciones, a veces sale alguna conversación aledaña, sobre polìtica, sobre arte, sobre lo que sea que haya surgido aparte del tema de los anteojos. Esas conversaciones aledañas, junto con la original, me hacen conocer muchas historias. La gente cuenta cosas. La gente necesita hablar. Que la escuchen. Y a mí también me gusta hablar, y si encuentro una persona con la que hay comunicación, hablamos, y a veces fundamos una relación que perdura en el tiempo, que genera una lealtad del cliente hacia mí, y una corriente de simpatía mutua. Y cariño, mucho cariño, mucha felicidad de volver a vernos, cada vez que necesitan cambiar los anteojos.
Esos clientes, con los que converso además de lo que me interesa como óptica, de otras cosas, son clinetes especiales. Llegan y me paro para darles un beso y un abrazo sentidos, y siento que me quieren y yo los quiero.
En cuatro décadas conocí miles de personas. Serán muchas más que una por día, tal vez el promedio sea 4 o 5. Pero me refiero a conocer, a conocer un poco más profundamente. Digamos que 2 por semana.
Sí, porque en mi óptica nos ponemos a conversar con la persona, me interesa su vida, porque yo le resuelvo un problema a una persona, no a un par de ojos. Los que no son clientes de mi óptica dirán ¿cómo un óptico puede resolverle un problema a una persona? Dirán: la receta la hace el médico, yo me elijo el armazón que me gusta. ¿Qué hace el òptico? Cumple con la orden de la receta. Entonces ¿cómo puede decir Eva que le resuelve un problema a una persona.
Si alguno de mis clientes estuviera leyendo esta entrada, seguramente daría fe de lo que voy a explicar. Todo empezó cuando el país se hizo pomada y entró el gran capital a la Medicina a subvertir el orden de las cosas como eran antes de ahora. Hace mucho tiempo.
Cuando yo me recibí, los oculistas atendían en su mayoría en sus consultorios. Las personas no tenían Medicina Prepaga. O iban a los hospitales públicos, o pagaban una consulta particular. Las personas eran pacientes de tal determinado Oculista. Los Oculistas atendían a los pacientes casi una hora por persona. Las consultas nunca fueron baratas, pero tampoco nada imposible. La gente consideraba justo el valor de lo que se llamaba “el honorario”, por los servicios que el profesional le brindaba. Todavía quedan pacientes unidos a esa relación con sus oculistas particulares. Muchos siguen la relación, a pesar de tener Medicina Prepaga. Pero se trata de Oculistas de más de 60 años, y de pacientes de esa edad o más.
Las generaciones más jóvenes no lograron establecer un vínculo con un Oculista, salvo pocas excepciones de personas con problemas muy serios. Los especialistas van rotando de Obra Social, dejan de pertenecer a la cartilla, o incluso habiendo continuado en la cartilla, el poco tiempo del que disponen para la consulta, la poca paga que se les hace, no los deja dedicarse al paciente como era antes, ni fundar una relación donde el médico se acuerda del nombre del paciente cuando lo vuelve a ver. Quince minutos por persona, a toda velocidad, y que pase el que sigue.
Un día, hace mucho tiempo, cuando irrumpieron los Sanatorios con Medicina Prepaga, las recetas de muchos oculistas empezaron a ser deficientes. Los anteojos no salían bien. La gente no estaba conforme, tenía otra expectativa del resultado y se decepcionaba. La fórmula de muchos colegas era responder “se tiene que acostumbrar”. A mí eso no me conformó. Pero me sentía impotente. ¿Qué hacer?
Lo peor era cuando la receta estaba francamente equivocada, cuando la persona decía: ¡ah no, yo no veo nada con ésto! Entonces venía mi drama. No querían pagar el anteojo, porque obviamente estaba mal. Pero yo no tenía la culpa, había cumplido fielmente con la receta. Llevarse el anteojo sin pagar para ir al Oculista a que diga quién tuvo la culpa, yo no lo podía permitir, por demasiadas razones. El Oculista, si se daba cuenta de que había cometido un error, no lo reconocía nunca. Decía que los anteojos están mal hechos, que estaban mal “centrados”. Y con eso, CON ESO, habían encontrado el modo de zafar. El centrado no es la graduación. Estaban diciendo que la graduación estaba bien, pero que otra cosa, algo que el paciente no entendía, que parecìa gravísimo que se llamaba “el centrado”, estaba mal. El paciente volvía a la óptica diciendo lo que decía el médico. Pero el óptico decía que “el centrado” estaba bien. Entonces el paciente se retiraba y no volvía nunca más al médico aquel NI AL ÓPTICO. Abandonaba a los dos.
Me pasó con buenos clientes, con gente que había confiado en mí, y que ahora me abandonaba, en la injusticia más absoluta, y ante mis ojos se iba abriendo el panorama de una situación ingobernable, que no podía continuar.
Yo debía involucrarme en la receta oftálmica. Yo debía poder encontrar DÓNDE ESTABA EL ERROR DE UN OCULISTA, cuando eso sucedía. Pero no me habìan enseñado refracción, estaba prohibido para los ópticos involucrarse en la refracción, era exclusividad del Oculista.
Si lograba identificar el error de un oculista, iba a tener un as en mi mano. Cuando el cliente dijera que no veía bien con los anteojos, con el error identificado por mí, el Oculista iba a estar entre la espada y la pared, debía reconocer el error y arreglarse con el problema que se le armaba con el paciente.
La cuestión era que yo quedara a salvo de semejante injusticia, que yo no perdiera un cliente inmerecidamente, y también salvar al cliente de una maquinación deleznable. La plata perdida no era mi problema, yo era capaz de pagar nuevos cristales con tal de salvarme de una mentira.
Entonces me compré una Caja de Pruebas, que es una caja con una serie de cristales de graduaciones de todo tipo, que el Oculista usa para hacer la refracción. Y comencé a comprar libros sobre refracción, y a estudiar. Y no quedaba nunca satisfecha con lo que leía. Profesores de Universidades de EEUU, nombres famosos, y no estaba satisfecha. Estoy segura de que los grandes profesores guardan para sí los secretos de la refracción. Que es algo muy refinado, como una técnica cualquiera que hasta para hacer un huevo frito lleva el color de su dueño.
Lo que explican no alcanza, es insuficiente. Hablan también de la “destreza que se adquiere con el tiempo”, en fin. Uno compra libros para ahorrar tiempo, no para que le digan que bueno, con el tiempo va a aprender.
Asì que me puse a pensar la problemàtica por mi cuenta, y a resolver por mí misma, los problemas que se presentaban en develar los defectos refractivos del ojo. No se olviden que yo estudié Ciencia y Método Cientìfico en la Facultad de Ciencias Exactas, y mi adiestramiento mental en orden al método científico no se perdió nunca.
Yo quería un método. Para mí las cosas serias requieren de método, no acepto las improvisaciones ni las intuiciones. Necesitaba elaborar un método preciso y riguroso. Y lo logré. Llevó su tiempo, pero lo logré. Llevó el tiempo necesario, el tiempo que exige cualquier investigación. Su propio tiempo. Dos años pasaron de intensas experiencias y conclusiones.
Cuando me convencí de que debìa hacerlo sola, comencé a seguir un plan de investigación. Las problemáticas tienen un orden de dificultad. De acuerdo al orden de dificultad establecí un orden de resolución. Fui encandenando una serie de pasos que avanzaban desde la menor dificultad hacia la mayor. Siempre acotando la problemàtica, hasta alcanzar el punto óptimo, inmejorable, de cada paso, antes de pasar al siguiente.
Yo sabía que además de por mí, era por el bien de la gente. Así que, cada persona que traía una receta, recibía el convite de mi parte, a comprobar si la receta era correcta o si tenìa algún error. Cuando tenía sentado al paciente frente a los optotipos de la pared, antes de comprobar la receta del mèdico, implementaba mi técnica en desarrollo, a ver si yo llegaba por las mías al mismo resultado que el Oculista.
Los primeros tiempos no tenía el dominio total de la cosa. No llegaba a la revelación óptima del defecto refractivo, sabìa que me faltaba avanzar. Pero estaba en el camino correcto. Iba comprobando que los primeros pasos estaban bien implementados, pero para lo que yo quería faltaba método que elaborar. Yo quería un mètodo que me llevara a conseguir la visión perfecta o la mejor visión posible de una persona, a una refracción perfecta, de un modo indudable, por un método científico.
Ya podía detectar el defecto del oculista y podía corregirlo, pero no podía mejorarlo, no podía seguir adelante, no podìa saber si la persona podìa llegar a ver mejor todavía. Y yo sabìa que eso era lo que habìa que conseguir. Que no conseguir la mejor visión posible de una persona, era un absoluta inmoralidad.
Para ese entonces encontrar los defectos de una receta ya fue un gran triunfo. Decirle al paciente que la receta tenía un error, antes de hacer el anteojo, me salvó de enormes disgustos. Y me trajo muchos nuevos clientes. El paciente, asombrado de la situación, en esas ocasiones, solía y (suele) decir ¿entonces para qué fui al Oculista?
¿Por qué es una inmoralidad no conseguir la visión perfecta o en su defecto, la mejor visión posible de una persona? La respuesta a esta pregunta abre un panorama fenomenal de la influencia de la visión en la vida del ser humano, pone sobre la mesa un enorme espectro de consecuencias anímicas, psíquicas y también físicas.
Dejar a mitad de camino la calidad visual de una persona es imperdonable, por cosas que explicaré en detalle más adelante, por ahora digo que es de la mayor impunidad, ya que no existe oficialmente un rango que califique el punto óptimo de una refracción. No existe una prueba que demuestre que el refraccionista consiguió lo mejor de la refracción y que nada mejor es posible. No existe porque a nadie le importa calificarse a sí mismo. Nadie está interesado en ponerse un yugo al cuello. Por eso no existe. Se prefiere el libre albedrío, que salga como se pueda, sin saber si pudo ser mejor. El refraccionista abandona según sea la ocasión. Nada lo obliga a seguir más adelante. Se para cuando quiere, cuando está cansado, cuando no sabe más. Cuando su conciencia le dice que ya es suficiente.
Dejar a mitad de camino la calidad visual de una persona es imperdonable, porque lo que se hace de ese modo es limitarla, limitar la calidad de su trabajo, limitar la calidad de una percepción que puede ser fundamental para un científico, para un artista, que puede ser la causa de haber perdido el empleo, de ser ineficiente, de no prestar atención, de no conseguir concentración en una tarea, de dormirse leyendo, de creer que se ha perdido el interés por la lectura, por el cine, de estar deprimido, de ser pesimista, de tener una contractura muscular, de tener acidez estomacal, ùlcera, pánico, paranoia, autismo, obsesión, neurosis, dispersión, autodesvalorización, etc.
El hecho más insólito con el que me encontré estudiando la situación, es con la fuerza opositora del propio paciente. El y su subjetividad empañan el panorama. Todos creen que saben si ven bien o mal. Todos creen que su propia calificación es la justa. Éste es un hecho tan lamentable, y tan clarificador hasta visto desde el punto filosòfico, que así como hizo Freud cuando descubrió el fenómeno de la transferencia, así yo lo integré a mi lucha contra el paciente cuando es su peor enemigo creyendo que sabe lo que dice. Cuando un paciente dice que no ve bien con el anteojo, a veces falla el oculista, pero a veces sobran las expectativas, y otras veces, el paciente cree que ve bien cuando ve mal. Hay algunos que no ven nada y dicen que ven bien. Otros que ven bien, y dicen que no ven nada. Y en general, todo el mundo que cree que ve bien, no se da cuenta que no tiene con qué comparar. Profundizaré en ésta temática.
Los casos que yo he visto en mi vida limitados innecesariamente por falta de precisión en la refracción, o por subjetividad errada de la persona, han sido algunas veces de terror. Imagínense ustedes un neurocirujano, que tenía la corrección sin los astigmatismos, algo que le bajaba la visión de 10 décimas a 7, y que condenaba toda su visión a una imagen enfocada pero algo difusa en cierto ángulo. Cuando yo le descubrí la faltante y alcanzó las 10 décimas, lo primero que hizo fue decir lo siguiente: ¿Y yo operé así toda la vida?
Otro caso que me conmovió fue el de un violinista clásico, el concertino de un orquesta importante, que había perdido su concentración emocional para la ejecución dedicado a la concentración para el enfoque. Pero él no se habìa dado cuenta que tenía este problema. El creia sinceramente que habìa empezado a fallar como ejecutante.
Desde que le conseguí el enfoque perfecto, empezó a relajarse y poder integrarse a la orquesta. Me contó que el Director le llamaba la atención sobre su interpretación, que lo humillaba frente a los demás, preguntándole ¿en què mundo está flotando?, si está sordo, que no podía ser el concertino estando sordo. Tenía problemas de visión y parecìa sordo. He aquí la punta del hilo de la madeja. Nadie se daba cuenta de que no veía, ni siquiera él mismo.
La visión es algo tan extraordinario, algo que tiene que ver con toda la persona, algo que la puede modificar profundamente, que puede determinar su carácter, sobre todo en la infancia, cuanto menor se es, así como cuanto mayor es el problema, mayor es la influencia de la vista en toda la vida de una persona.
El caso más extraordinario de todos, el màs conmovedor, es el de una nena de 7 años, diagnosticada de autismo, condenada a ser autista aunque no lo era, sólo porque nadie se habìa dado cuenta de que era miope, ni siquiera el oculista. Y yo lo descubrí. Tengo ese orgullo, tengo esa medalla que nadie me entregó, pero que la tengo guardada como el mayor de los trofeos. Le cambiè el destino a una nena, le hice un torniquete a la impunidad del oculista. Y de paso les cuento: el papá de la nena le rompió la cara. Prometo hacer un post con “El caso de la nena que no era autista”, no lo van a poder creer.
Bueno, todo esto vino para explicarles por qué yo converso tanto en mi óptica.
De las primeras conversaciones, a veces sale alguna conversación aledaña, sobre polìtica, sobre arte, sobre lo que sea que haya surgido aparte del tema de los anteojos. Esas conversaciones aledañas, junto con la original, me hacen conocer muchas historias. La gente cuenta cosas. La gente necesita hablar. Que la escuchen. Y a mí también me gusta hablar, y si encuentro una persona con la que hay comunicación, hablamos, y a veces fundamos una relación que perdura en el tiempo, que genera una lealtad del cliente hacia mí, y una corriente de simpatía mutua. Y cariño, mucho cariño, mucha felicidad de volver a vernos, cada vez que necesitan cambiar los anteojos.
Esos clientes, con los que converso además de lo que me interesa como óptica, de otras cosas, son clinetes especiales. Llegan y me paro para darles un beso y un abrazo sentidos, y siento que me quieren y yo los quiero.
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Cuando el Embajador de la Unión Soviética Oleg Kavasov dejó su puesto, se vino a despedir de mí, con su Mercedes Benz negro, con su chofer armado, con un champán y un caviar soviético, y yo le regalé un libro que fundó la sociedad norteamericana en su caracter manipulatorio de las personas en la venta de mercado: "Como ganar amigos e influir sobre las personas" de Dale Carnegie. Nos dimos un abrazo. Me mandó decir que no sabía si reir o llorar, leyendo ese libro en el avión. Entendí lo que quería decir, era un hombre muy inteligente.
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Cuando tiraron la Amia, la Unión Soviètica ya no estaba. La Secretaria de la Embajada, que estaba en Moscú, a través de una amiga escritora de La Plata, me envió una carta solidarizándose conmigo. Yo no podía creer que una persona se habìa molestado en mandar una carta de condolencias y solidaridad para mí por la Amia, desde Rusia a La Plata, y hacer venir de La Plata a una escritoria amiga , a la Capital por mí. La escritora me tradujo del ruso, porque dijo que le pidió su amiga Elena que lo haga, porque en castellano no iba a poder expresar las palabras indicadas para esa trágica situación.
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El arquitecto Dominguez, diseñador de algo así como el Ministerio de Obras Públicas, me mandó una postal de Punta del Este, una acuarela pintada a mano por él mismo del paisaje que veía desde su casa. Yo tenía 30 años y él 89. El viejo encantador, me acuerdo que tenía una miopía descomunal, pero tan optimista, sarmientista, positivista, que decía que él veía bien también sin anteojos. En la postal me escribió: A la de los lindos ojos, que hace que vean bien los ojos de los demás. Arquitecto Domínguez.
Lo curioso es que ahora este blog también se ha convertido en un medio de relación con mis clientes especiales. Hoy vinieron Benjamín y Liliana a retirar los anteojos de Liliana. Son una pareja que atiendo hace años, son dos personas con las que conversamos de otros temas . Benjamín leyó los Cuentos de la Óptica y tiene su preferido.
Lo curioso es que ahora este blog también se ha convertido en un medio de relación con mis clientes especiales. Hoy vinieron Benjamín y Liliana a retirar los anteojos de Liliana. Son una pareja que atiendo hace años, son dos personas con las que conversamos de otros temas . Benjamín leyó los Cuentos de la Óptica y tiene su preferido.
Benjamín y Liliana me tienen confianza. La confianza que me profesan mis clientes es el mejor de los halagos. Le metí una cuña a la degradación general de mi rubro, y creo que eso me permitió sostenerme en el tiempo. Les ofrezco a ellos un producto insólito, el amor intenso por la óptica. La óptica fue también el amor de Baruj Spinoza.
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