Lo que bien se llama el mundo judeo-cristiano es el cristianismo, que recuerda de dónde viene, de dónde sale. El cristianismo sale del judaísmo. Sale para romper algunas cosas pero no todas y constitutirse en algo diferente, antagónico al tronco, y a la vez continuador. Ambas cosas, las que rompe y las que continúa, muy importantes.
A diferencia del judaísmo, el cristianismo introduce el concepto de individuo. En el judaísmo el individuo no es la célula, sino la "comunidad". Dios no habla con cada hebreo, busca un intermediario elegido. Dios no escucha a cada hebreo, escucha al pueblo, a la comunidad. El Dios hebreo no quiere saber nada con individuos comunes, sólo elige comunicarse con individuos especiales. En cambio el cristianismo inaugura la relación directa de cada hombre con Dios: una relación personal, íntima, introspectiva, sentimental, mística. Según algún pensador, ésto inaugura la modernidad. El comunitarismo hebreo hubiera significado quedar atrasados en cuestiones como la ciencia. El capitalismo hubiera sido imposible sin la indivualidad cristiana.
Así también el cristianismo crea una "culpa interior" nunca antes conocida. Esa culpa interior en el judaísmo no existe. El Dios hebreo no anda inspeccionando interiores humanos, y no expide certificados personales de absolución. El judío no sabe si es perdonado el Día del Perdón, eso es cosa de Dios y se verá por la suerte que le toque en la vida ese año. Tampoco el judaísmo ahonda en el "arrepentimiento" como un sentimiento verdadero, no sólo declamado, a lo que alienta el cristianismo. El judaísmo está interesado en la reparación de los daños más que en el arrepentimiento. Si no hay arreglo a los daños producidos, de nada vale el arrepentimiento interior. Si hay reparación, eso vale como constatación de arrepentimiento.
Esa culpa interior, deberían revisarla los cristianos que la practican, con todas sus consecuencias, porque es un flanco débil. Porque además de ser un modo moderno de vivir la vida como persona individual, única y significativa, es también un modo sofisticado de penetración dentro del individuo para su control que, aprovechan personas para su beneficio, también individual, que haciendo uso de esa herramienta de control, someten a los más débiles desde muchos ámbitos como el económico y el político.
A través de esa culpa que enseguida aflora a la superficie, los cristianos están rápidamente dispuestos a autoflagelarse. Advierto que el mundo occidental todo es cristiano, que los judíos también nos hemos empapado de esta modalidad culposa autoflagelante, porque la cultura se transmite.
Entonces, se entiende mal por ejemplo el concepto de igualdad. Cuando se habla de igualdad, se pretende saltar por encima de las diferencias para hermanarnos en la semejanza. El buen cristiano está dispuesto a "entregar" lo que lo hace diferente y someterse a fundirse con los otros en un caldero que aniquila sus esencias más auténticas aunque no hagan daño a nadie.
No es así. La igualdad es la aceptación del otro que es diferente. Para eso no es necesario dejar de verlo diferente. Todo lo contrario. Eso precisamente es la trampa de la culpa: rápidamente dejo de sentirme diferente, borro mi individualidad, la desprecio, me flagelo, y ya me parezco al otro, y se me aligera la culpa que me consume.
No me doy cuenta de que si dejo de verlo diferente, vuelvo otra vez a rechazarlo. Al otro tengo que poder verlo diferente a mí, lo que quiere decir que yo no tengo que dejar de verme diferente al otro.
Se trata de aceptar los derechos del otro, se trata de respetar los derechos del otro. No se trata de que te niegues a vos mismo lo que sos para entregarle al otro la flagelación de tu alma en regalo de amor.
No hace falta amar al prójimo. Hay que respetarle los derechos.
Yo no quiero que nadie me ame por ser judía. Quiero, exijo el respeto a mis derechos. Su amor vuelve a borrar mi diferencia. Yo quiero seguir siendo lo que soy, no quiero que me vean como igual. Quiero que me vean como diferente. Y quiero que a pesar de eso, respeten mis derechos.
En este tiempo en que se votó la ley de matrimonio igualitario, hemos visto llorar a la población democrática autoflagelándose, carcomidos por la culpa de ser heterosexuales, como si fuera eso sinónimo de perversión, de inquisición a los homosexuales.
No mi amigo heterosexual, no hemos sido los heterosexuales los que hemos dañado por centurias a los homosexuales. Fueron otros los que los dañaron. Fueron ellos los que te metieron en la cabeza que es una enfermedad a la que debías temerle, que debías temer que le suceda a un hijo tuyo. Han sido los poderosos de siempre, recluídos en su egoísmo militante, controlador y esclavista. Los que se sienten socios de tu Dios, los que usan a tu Dios para someterte.
NO mi amigo heterosexual, vos no sos culpable. Dejá de rasgarte las vestiduras. Dejá de autoflagelarte. Vos podés seguir siendo heterosexual sin verguenza y con felicidad de serlo y también tenés derecho a desear que tu hijo siga tu mismo camino.
Tenés derecho a querer ser abuelo de un nieto cuyos padres biológicos sean tu hijo y tu nuera. No te lo niegues. Tenés todo el derecho a desearlo. Tenés derecho a compartir con tus consuegros la felicidad del nieto forjado por dos familias que van construyendo una trascendencia compartida, atada a una historia consecutiva. Es una gran felicidad que no tenés por qué negártela.
Pero no tenés derecho a pensar que lo distinto a lo tuyo es una enfermedad. Y recordá que la condición sexual no se elige, por lo tanto no hay recriminación moral posible que hacerle a quien no puede cumplir con tus deseos. El otro es otro, y puede ser distinto a vos. El tiene que seguir sus propios deseos, no los tuyos, aunque sea tu hijo.
Yo soy como soy. Soy heterosexual.
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