NO FUI A HACER LA DENUNCIA. NO DIGO QUE SOY GENTE DE TRABAJO Y QUE NO HAY SEGURIDAD. NO DIGO QUE ESTO NO DA MÁS. NO DIGO NADA DE ESAS COSAS. MAGNETO CONMIGO PERDIÓ. Y PERDIERON LOS TROLLS QUE SE ESTÁN BABEANDO PENSANDO QUE AHORA VOY A ECHARLE LA CULPA AL GOBIERNO PORQUE ME ROBARON. SUEÑEN TROLLS, ESTA MUJER NO SE DOBLEGA ANTE LA OPERACIÓN BASTARDA DE LA FALTA DE SEGURIDAD
Un tipo sobre una moto se detiene frente al negocio, en la vereda, y se queda sentado en la moto, algunos segundos después entra al negocio raudamente un hombre de unos treinta y cinco años. Está vestido con una remera azul, alto, tiene una silueta musculosa, de piel muy oscura y además encima bronceada por el sol, no tiene marcas en la piel de la cara, no tiene aspecto de villero, ni de vendedor callejero, parece alguien que hace gimnasia. Es argentino por el acento.
Empieza diciendo nervioso "véndame un anteojo para mí". Muy extraño pedido. Normalmente se dice un anteojo para qué, si para sol o recetado, generalmente me extienden una receta si el anteojo que buscan es graduado. Le digo "un anteojo para qué, ¿para sol?" "Sí, para sol" me contesta terminante. Parecía estar apuradísimo. Voy a la vidriera, saco uno y lo rechaza "ese no, ese" me señala rápido, otro de la vidriera, pero muy nervioso, me mira con ojos extraños, yo voy ya pensando en un robo. No tiene la actitud normal de alguien que viene a comprar. ¿Es trucho? me dice despectivo. ¿Por qué trucho? le digo. Es un buen anteojo, Esto es una óptica, no está comprando en la calle. Los ojos pasan de mirarme a mí a mirar a Florencia, que está limpiando la óptica. No me sostiene la mirada, los ojos le vuelan.
El hombre se prueba el anteojo muy rápidamente y yo le digo el precio, "vale ochenta pesos". "Lo compro, póngalo en un estuche" me dice, siempre nervioso. Yo me siento en el escritorio para buscar un estuche que está en un cajón de abajo. El hombre se sienta también frente al escritorio, en el asiento del cliente y cambia su actitud nerviosa aplomándose. Yo estoy metiendo el anteojo en el estuche y lo miro a los ojos, el me mira fijo y me dice en voz bastante baja, con tono intimidatorio, "si yo le digo que esto es un robo usted qué hace". "No le entendí" le contesto, sin conmoverme, como si no hubiera escuchado, con parsimonia. Me repite lo mismo "si yo le digo que esto es un robo usted qué hace". Se confirmó lo que suponía y me empiezo a asustar pero no lo demuestro. Le contesto al toque, en tono manso y tranquila, como quien está hablando de algo que no la intimida ni la desespera: "y ...me asusto", le contesto y sigo guardando el anteojo en el estuche, que no me entra. Vuelve a preguntarme "Le pregunto qué hace, si llama a la Policía" me increpa. "No, de ninguna manera" le digo, siempre tranquila, "no voy a hacer nada, nada de nada, quédese tranquilo" insisto. Entonces se dirige a Florencia y le dice en forma de orden militar, con la voz muy altanera "vos, quieta, ¡no te muevas!" y me mira a mí y me dice: cuidado, que tengo un compañero en la vereda. Ahí miro al de la moto y le veo la cara claramente. Muy blanca la piel y pelos largos como con bucles, mira distraído hacia todos lados, menos para adentro de la óptica.
Quiero aclarar que toda mi contención exterior no tenía correlato en mi interior. Me sentía como si tuviera a un doberman delante mío gruñendo y yo tratando de no dar motivo ni el más mínimo para alterarlo, pero en pánico absoluto.
Florencia vio que el hombre sentado tenía la mano metida en el bolsillo sosteniendo un bulto y ella está segura de que estaba sosteniendo un arma, yo eso no lo ví porque me tapa el escritorio. "Déme el anteojo" me dice, le alcanzo mansamente el anteojo, obedeciendo, sin inmutarme. "Ahora quiero la plata" me dice. Y vuelve a dirigirse a Florencia que la pobre ni se movía, y le grita "Vos, quieta". Vuelve a mí y me dice "para atrás, vayan para atrás", y se pone de pie mientras hace un ademán con las dos manos, como empujándonos en el aire a que nos vayamos para atrás. "Déme el celular" me dice. Agarro el celular con las dos manos y me paro, y le digo con una voz de hacerlo entrar en razones "el celular no vale la pena, el celular no". Quedo pensando en la orden de ir para atrás y que le dé el dinero, cosas que evitaré cumplir, las dos cosas me aterran. En lugar de obedecerlo me voy hacia él diciéndole "mire, le voy a dar esto que le va a servir y mucho porque es oro de verdad" mientras me saco los dos anillos de oro que llevo uno en cada mano. El me extiende sus dos manos y recibe los anillos mientras me mira el cuello donde tengo una cadena con un colgante de oro y me dice: "deme eso". Yo le acepto de buen grado, diciéndole que sí, que eso también es oro. Tengo miedo de no poder abrirme el cierre de la cadena y estoy temblando como una hoja, pero consigo sacarme sin demora la cadena y le muestro el colgante sosteniéndo la cadena para que vea, y vuelvo a decirle que es oro y que le va a servir. El me vuelve a extender las manos abiertas para recibir la cadena. Yo lo miro a los ojos sin mostrarle miedo, como quien quiere complacerlo y lo respeta. Se dirige hacia la salida y se da vuelta para mirarme sosteniendo la puerta. En ese momento parte la moto. Con la mano en la manija de la puerta antes de salir y cerrarla me dice "ustedes no entienden las cosas que nos pasan". Yo le contesto con altivez lo siguiente: "yo entiendo, entiendo perfectamente, soy peronista". Me mira con ojos relajados. En ese momento, le tiré un beso con las dos manos. Hernán, del local de al lado, me dijo después que el tipo que salió de mi negocio se subió a la moto que estuvo un tiempo parada en la vereda, y se fueron juntos.
Sí, le tiré un beso con las dos manos. ¿Por qué?
Porque tuve contacto tangencial pero exitosamente consensuado con ese otro mundo paralelo que convive con el nuestro, con esa cara atroz de la vida donde habitan seres que no han firmado el contrato social. Porque esa cara de la vida existe para hacerse presente en nuestro desconcierto, porque toma contacto con nosotros para dañarnos más que para robarnos, como una venganza contra quienes somos, cosa que ellos no pueden ser por alguna razón que se lo impide. De eso yo tengo consciencia, una consciencia que no me abandona ni en el peor momento, a la que me aferro porque es la única arma que me ayuda a controlar la situación.
De alguna manera el hombre superó el robo cuando me quiso explicar que algo le pasa para robar. De alguna manera desistió de querer llevarse la plata y mandarme para atrás. De alguna manera quiso aceptar mi propuesta de llevarse mis anillos de oro. Tal vez lo asombró mi entrega voluntaria y comprensiva. Estoy segura de que entre el ladrón y yo hubo un consenso. Hubo un acuerdo, un punto mínimo tangencial de acuerdo donde el ladrón se doblegó un poco viendo doblegarse a quien pensaba dañar por resentimiento social.
Le tiré un beso como expresión de mi dignidad y de la suya. Como expresión de gratitud por no haberme lastimado o vejado o humillado. Fuimos dos seres que compartieron una experiencia límite, riesgosa, donde ambos nos estábamos jugando la vida. El ladrón la suya cada vez que roba, y la víctima de robo cuando cae en manos del resentimiento del ladrón.
Esta no es la primera vez que me pasa. La primera vez también zafé, y con un revolver en dirección a mi frente. Era un chico acompañado por una banda que tapó la entrada del negocio. Era de noche ya. El chico avanzó hacia mí, entre una madre y una hija que estaban sentadas en el escritorio. Lo miré, le sonreí, y le guiñé un ojo preguntándole ¿es de juguete, no? El chico bajó el arma y me preguntó ¿Cómo te diste cuenta? Le contesté sonriendo que yo también tenía un hijo y entendía que los chicos podían hacer chistes como este. El pibe miró a la banda y les dijo: Vamos. Y se fue. Andrea Zeitune se llama la señora que es testigo junto a la hija, de lo que pasó. Si fuera necesario ella da su testimonio. Y Florencia, la muchacha que limpia mi casa y el negocio, es testigo de lo que pasó el viernes. Mi esposo no me dejaría mentir. También zafé de dos tipos que subieron al balcón de mi departamento porque llamé a la Policía a tiempo sin que ellos se dieran cuenta.
El haberme sentido en una cornisa al borde de un precipicio me levantó una taquicardia atroz. Cuando vino mi marido todavía temblaba y temblé por largo tiempo. Ayer sábado estuve como narcotizada, dormí muchas horas, toda la tarde hasta la noche. Quedé extenuada del esfuerzo por controlarme.
¿De qué se trata mi actitud? La de no entrar en pánico en consonancia con el trabajo de mortificación y manipulación social que hicieron los medios contra el gobierno para asegurar los planes de dominación de Magneto. Y no es que sea indiferente a los cuentos atroces que han hechos las víctimas ante la cámara morbosa de TN. Todo lo contrario. Me influyen los cuentos de tiros dados hasta a quienes entregaron todo sin resistirse.
Se trata de que no acepto ser la oveja de una manada preparada para sostener a la Rural en el gobierno. Se trata de que he leído muchas novelas clásicas donde grandes intelectuales de la literatura se preguntan por la escencia humana y encuentran las claves en la marginalidad del delito. Desde Dostoievsky ahondando en el crimen y el castigo de una consciencia, pasando por el Hamlet de Shakespeare ante la atrocidad del asesinato de su padre en complicidad de la madre preguntándose ante una calavera si la vida vale la pena. No, los libros no me pasaron por las manos sin dejar sus huellas como abiertas heridas sangrantes. La vida vale la pena, por eso las heridas me sangran.
Un tipo sobre una moto se detiene frente al negocio, en la vereda, y se queda sentado en la moto, algunos segundos después entra al negocio raudamente un hombre de unos treinta y cinco años. Está vestido con una remera azul, alto, tiene una silueta musculosa, de piel muy oscura y además encima bronceada por el sol, no tiene marcas en la piel de la cara, no tiene aspecto de villero, ni de vendedor callejero, parece alguien que hace gimnasia. Es argentino por el acento.
Empieza diciendo nervioso "véndame un anteojo para mí". Muy extraño pedido. Normalmente se dice un anteojo para qué, si para sol o recetado, generalmente me extienden una receta si el anteojo que buscan es graduado. Le digo "un anteojo para qué, ¿para sol?" "Sí, para sol" me contesta terminante. Parecía estar apuradísimo. Voy a la vidriera, saco uno y lo rechaza "ese no, ese" me señala rápido, otro de la vidriera, pero muy nervioso, me mira con ojos extraños, yo voy ya pensando en un robo. No tiene la actitud normal de alguien que viene a comprar. ¿Es trucho? me dice despectivo. ¿Por qué trucho? le digo. Es un buen anteojo, Esto es una óptica, no está comprando en la calle. Los ojos pasan de mirarme a mí a mirar a Florencia, que está limpiando la óptica. No me sostiene la mirada, los ojos le vuelan.
El hombre se prueba el anteojo muy rápidamente y yo le digo el precio, "vale ochenta pesos". "Lo compro, póngalo en un estuche" me dice, siempre nervioso. Yo me siento en el escritorio para buscar un estuche que está en un cajón de abajo. El hombre se sienta también frente al escritorio, en el asiento del cliente y cambia su actitud nerviosa aplomándose. Yo estoy metiendo el anteojo en el estuche y lo miro a los ojos, el me mira fijo y me dice en voz bastante baja, con tono intimidatorio, "si yo le digo que esto es un robo usted qué hace". "No le entendí" le contesto, sin conmoverme, como si no hubiera escuchado, con parsimonia. Me repite lo mismo "si yo le digo que esto es un robo usted qué hace". Se confirmó lo que suponía y me empiezo a asustar pero no lo demuestro. Le contesto al toque, en tono manso y tranquila, como quien está hablando de algo que no la intimida ni la desespera: "y ...me asusto", le contesto y sigo guardando el anteojo en el estuche, que no me entra. Vuelve a preguntarme "Le pregunto qué hace, si llama a la Policía" me increpa. "No, de ninguna manera" le digo, siempre tranquila, "no voy a hacer nada, nada de nada, quédese tranquilo" insisto. Entonces se dirige a Florencia y le dice en forma de orden militar, con la voz muy altanera "vos, quieta, ¡no te muevas!" y me mira a mí y me dice: cuidado, que tengo un compañero en la vereda. Ahí miro al de la moto y le veo la cara claramente. Muy blanca la piel y pelos largos como con bucles, mira distraído hacia todos lados, menos para adentro de la óptica.
Quiero aclarar que toda mi contención exterior no tenía correlato en mi interior. Me sentía como si tuviera a un doberman delante mío gruñendo y yo tratando de no dar motivo ni el más mínimo para alterarlo, pero en pánico absoluto.
Florencia vio que el hombre sentado tenía la mano metida en el bolsillo sosteniendo un bulto y ella está segura de que estaba sosteniendo un arma, yo eso no lo ví porque me tapa el escritorio. "Déme el anteojo" me dice, le alcanzo mansamente el anteojo, obedeciendo, sin inmutarme. "Ahora quiero la plata" me dice. Y vuelve a dirigirse a Florencia que la pobre ni se movía, y le grita "Vos, quieta". Vuelve a mí y me dice "para atrás, vayan para atrás", y se pone de pie mientras hace un ademán con las dos manos, como empujándonos en el aire a que nos vayamos para atrás. "Déme el celular" me dice. Agarro el celular con las dos manos y me paro, y le digo con una voz de hacerlo entrar en razones "el celular no vale la pena, el celular no". Quedo pensando en la orden de ir para atrás y que le dé el dinero, cosas que evitaré cumplir, las dos cosas me aterran. En lugar de obedecerlo me voy hacia él diciéndole "mire, le voy a dar esto que le va a servir y mucho porque es oro de verdad" mientras me saco los dos anillos de oro que llevo uno en cada mano. El me extiende sus dos manos y recibe los anillos mientras me mira el cuello donde tengo una cadena con un colgante de oro y me dice: "deme eso". Yo le acepto de buen grado, diciéndole que sí, que eso también es oro. Tengo miedo de no poder abrirme el cierre de la cadena y estoy temblando como una hoja, pero consigo sacarme sin demora la cadena y le muestro el colgante sosteniéndo la cadena para que vea, y vuelvo a decirle que es oro y que le va a servir. El me vuelve a extender las manos abiertas para recibir la cadena. Yo lo miro a los ojos sin mostrarle miedo, como quien quiere complacerlo y lo respeta. Se dirige hacia la salida y se da vuelta para mirarme sosteniendo la puerta. En ese momento parte la moto. Con la mano en la manija de la puerta antes de salir y cerrarla me dice "ustedes no entienden las cosas que nos pasan". Yo le contesto con altivez lo siguiente: "yo entiendo, entiendo perfectamente, soy peronista". Me mira con ojos relajados. En ese momento, le tiré un beso con las dos manos. Hernán, del local de al lado, me dijo después que el tipo que salió de mi negocio se subió a la moto que estuvo un tiempo parada en la vereda, y se fueron juntos.
Sí, le tiré un beso con las dos manos. ¿Por qué?
Porque tuve contacto tangencial pero exitosamente consensuado con ese otro mundo paralelo que convive con el nuestro, con esa cara atroz de la vida donde habitan seres que no han firmado el contrato social. Porque esa cara de la vida existe para hacerse presente en nuestro desconcierto, porque toma contacto con nosotros para dañarnos más que para robarnos, como una venganza contra quienes somos, cosa que ellos no pueden ser por alguna razón que se lo impide. De eso yo tengo consciencia, una consciencia que no me abandona ni en el peor momento, a la que me aferro porque es la única arma que me ayuda a controlar la situación.
De alguna manera el hombre superó el robo cuando me quiso explicar que algo le pasa para robar. De alguna manera desistió de querer llevarse la plata y mandarme para atrás. De alguna manera quiso aceptar mi propuesta de llevarse mis anillos de oro. Tal vez lo asombró mi entrega voluntaria y comprensiva. Estoy segura de que entre el ladrón y yo hubo un consenso. Hubo un acuerdo, un punto mínimo tangencial de acuerdo donde el ladrón se doblegó un poco viendo doblegarse a quien pensaba dañar por resentimiento social.
Le tiré un beso como expresión de mi dignidad y de la suya. Como expresión de gratitud por no haberme lastimado o vejado o humillado. Fuimos dos seres que compartieron una experiencia límite, riesgosa, donde ambos nos estábamos jugando la vida. El ladrón la suya cada vez que roba, y la víctima de robo cuando cae en manos del resentimiento del ladrón.
Esta no es la primera vez que me pasa. La primera vez también zafé, y con un revolver en dirección a mi frente. Era un chico acompañado por una banda que tapó la entrada del negocio. Era de noche ya. El chico avanzó hacia mí, entre una madre y una hija que estaban sentadas en el escritorio. Lo miré, le sonreí, y le guiñé un ojo preguntándole ¿es de juguete, no? El chico bajó el arma y me preguntó ¿Cómo te diste cuenta? Le contesté sonriendo que yo también tenía un hijo y entendía que los chicos podían hacer chistes como este. El pibe miró a la banda y les dijo: Vamos. Y se fue. Andrea Zeitune se llama la señora que es testigo junto a la hija, de lo que pasó. Si fuera necesario ella da su testimonio. Y Florencia, la muchacha que limpia mi casa y el negocio, es testigo de lo que pasó el viernes. Mi esposo no me dejaría mentir. También zafé de dos tipos que subieron al balcón de mi departamento porque llamé a la Policía a tiempo sin que ellos se dieran cuenta.
El haberme sentido en una cornisa al borde de un precipicio me levantó una taquicardia atroz. Cuando vino mi marido todavía temblaba y temblé por largo tiempo. Ayer sábado estuve como narcotizada, dormí muchas horas, toda la tarde hasta la noche. Quedé extenuada del esfuerzo por controlarme.
¿De qué se trata mi actitud? La de no entrar en pánico en consonancia con el trabajo de mortificación y manipulación social que hicieron los medios contra el gobierno para asegurar los planes de dominación de Magneto. Y no es que sea indiferente a los cuentos atroces que han hechos las víctimas ante la cámara morbosa de TN. Todo lo contrario. Me influyen los cuentos de tiros dados hasta a quienes entregaron todo sin resistirse.
Se trata de que no acepto ser la oveja de una manada preparada para sostener a la Rural en el gobierno. Se trata de que he leído muchas novelas clásicas donde grandes intelectuales de la literatura se preguntan por la escencia humana y encuentran las claves en la marginalidad del delito. Desde Dostoievsky ahondando en el crimen y el castigo de una consciencia, pasando por el Hamlet de Shakespeare ante la atrocidad del asesinato de su padre en complicidad de la madre preguntándose ante una calavera si la vida vale la pena. No, los libros no me pasaron por las manos sin dejar sus huellas como abiertas heridas sangrantes. La vida vale la pena, por eso las heridas me sangran.