El mismo amor, la misma pizza
La pizza no se hizo famosa por la combinación del tomate y el queso, sobre una masa de tipo pan blanco. Esa es la visión de la gilada. Que cree sólo en lo que vé en un golpe de vista, sin intentar mirar más profundo.
Cualquiera cree que se hace pizza con tres elementos. Y se ufana de hacer con sus manos, lo que la boca no reconocerá en esta pizza, a las que para siempre nos atraparon desde alguna ocasión intantil remota y virginal.
El voluntarioso pizzero la llama "pizza casera" y la come con la satisfacción de un pintor de paredes de cantina, que copia malamente el estilo de Quinquela Martín y cree que lo ha logrado.
La pizza fue cautivando, atrapando, seduciendo por el mundo entero las bocas analfabetas de este placer sofisticado, eclipsando su naturaleza compleja con la virtud aparente de lo fácilmente asequible, igual que el mago hace parecer simple lo imposible.
Sin embargo, los más sensibles a la belleza universal, descubren en la pizza no tanto los secretos de factura, sino los detalles que van apareciendo a la percepción obstinada, a pesar de que los ojos se nublan y el paladar se narcotiza en el goce. El verdadero amante del arte, escudriña la obra sin dejar de entregarse.
La base de la pizza, no es un pan blanco levado cualquiera. Es una masa muy aireada pero de trama imperceptible y densa, muy liviana pero húmeda, sobre una costra quebradiza y crujiente, y bajo el baño sigiloso de los humores transpirados y solidarios del jugo del tomate mezclado con el suero del queso, que se juntan por el calor del horno hasta darle esa mojadura que no deja a la masa estar seca, ni le permite convertirse en un masacote mojado con textura de ñoqui de papa.
La fina superficie de la masa soporta su función de aislante, aún bajo los humores de la cobertura, mateniendo firme la densidad airada y semimojada bajo su nivel, y garantizando que el suelo de la masa no pierda nunca su crujido seco y quebradizo, por aceitado.
Por fin, en la cobertura de la pizza, la mozzarella en cantidades desbordantes forma grumos espumosos teñidos de pecas doradas del gratinado. La mozzarella conserva dentro de su cuerpo el fuego del horno que la mantiene en movimiento y bulle como lava ardiente mientras la ondulación de los bullidos forma valles por donde circulan finos ríos de aceite de oliva coloreado de pintitas rojizas y verdes, del ají molido y el orégano.
En la circunferencia del borde de la pizza se arma un juego de texturas imprescindibles para la gloria de este manjar. La masa se engrosa para evitar que la mozzarella se derrame hacia afuera y el borde se vuelve crocante. La mozzarella se adelgaza sobre el borde como una ola que llega a la superficie de la playa y luego retrocede. La ola del mar termina en una puntilla blanca, la mozzarella en un fino festón negro.
Si además de hambriento, la comés una noche de frío y lluvia, en una pizzería del centro de Buenos Aires, de parado, al lado del amor de tu vida, después de haber ido al Lorraine a ver Ladrones de bicicletas, estás sacando una foto que dentro de cuarenta años te va a hacer caer unos lagrimones más densos que la mozzarella.
(*)Prosa loca es lo único que se me ocurrió cuando me agarran las ganas de hacer un escrito como este, que es una especie de divertimento. Este blog lo empecé con un post sobre Bergoglio, de título "Von Bergoglio" donde por primera vez hice esta travesura. Y como tuvo mucho éxito volví a hacerlo, pero poco. Me animé a escribir un cuento para Luis Delía que se llama "D'Elía, French y Berutti, un solo corazón" y que a él le gusto mucho, y a otros también. Este es el tercero. A mí me gusta. No sé si a alguien más le gustará. Me gustaría que sí. Contame qué te parece, si te parece.
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