Cuando era alumna de la Escuela 14 de mi barrio de Chacarita, todas las fechas patrias eran un motivo de emoción muy grande para mí.
Foto: Chacho Álvarez en el año 1955,
igual que yo, estaba en 1º superior
Yo era muy sensiblera y me emocionaba en serio con toda aquella celebración ritual. Nótese que estamos hablando del año 1954, en el que casi nadie tenía televisión y los chicos éramos de una inocencia que los chicos de hoy no podrían imaginar.
En mi casa se vivía la inserción del inmigrante, mis padres eran polacos. Se vivía además la tragedia del Holocausto, la tragedia de ser judíos, de ser distintos en un mundo que según mis padres siempre nos sería hostil, siempre debía generarnos desconfianza.
Pero en la Escuela yo encontraba el ámbito para la radicación emocional de mi pequeña persona en este suelo, donde se me daba educación de la mejor, donde salvo un pequeño período en el que se dió la materia religión católica y a mí el cura me sacaba al patio, nunca se me hizo sentir diferente.
En la Escuela se conjuraban las heridas exportadas de Europa que trajeron mis padres en sus valijas y que me trasladaban a mí. Mis padres no tenían idea, pero el mío era un mundo distinto al de ellos, un mundo mejor, la Escuela me lo proveía.
En la Escuela, que yo adoraba, me regalaban los mitos de fundación de la Patria, y se me convidaba generosamente a sentirlos como propios. Y me sentía agradecida, tenía conciencia de ello.
Yo, por lo tanto, a diferencia de mis padres, era argentina, y había aprendido a sentirlo a través de la celebración de los mitos como el 25 de mayo y el 9 de julio, de la reverencia hacia los hombres que habían vivido en el tiempo de la fundación, y a la veneración de los símbolos como la bandera, la escarapela y el himno.
Cuando fui a la primaria, las fiestas no se corrían como ahora para hacer un feriado largo y favorecer al turismo, no. En ese tiempo una cosa así hubiese sido pensada como sacrilegio despreciable. El día de la fecha de conmemoración o de fiesta patria, ese día era siempre Feriado Nacional, aunque fuera miércoles. Y los chicos igual teníamos que ir a la Escuela, a eso de las 9 de la mañana, cuando empezaba lo que llamábamos el "Acto".
Nadie faltaba al Acto. Faltar era cosa grave, se penaba con doble falta. Y no faltábamos además, porque nuestros padres no lo hubieran permitido. Para ellos, nuestra fiesta era también algo valorado y venerable. Ellos sentían que la tarea educativa debía ser apoyada fervorosamente desde el hogar, que maestros y padres estaban en una tarea conjunta. ¿Faltar al colegio en un día de Acto? de ninguna manera, diría cualquier madre, que se lucía con el guardapolvo blanquisimo, especialmente lavado, almidonado y planchado tablita por tablita "a filo" para la Fiesta. Los guardapolvos tenían tablitas. Primero fueron chiquitas y muchas, después se hicieron más anchas para hacer la tarea de las madres más fácil. Luego desparecieron del todo. Las chicas teníamos que hacernos un moño de cinta de seda blanca en la cabeza. La cinta también era planchada por mamá.
Y al Acto también estaban invitados los padres por supuesto, que iban a la Escuela y hacían de público. Los Actos se hacían en el patio, al aire libre, muertos de frío la mayoría de las veces porque las fechas patrias caen en tiempo frío. Se colocaban gradas contra las paredes para que los chicos estuviéramos subidos a ellas. El piano se sacaba de la sala de música al patio.
Los Actos eran muy solemnes. Todos estábamos ungidos de fervor patriótico. Se cantaba el Himno Nacional Argentino a viva voz, mientras la maestra de música luchaba contra el piano desafinado y su poca hablidad pianística suplantada con el esfuerzo denodado de castigar las teclas indómitas.
Siempre había una representación teatral, una pequeña obra de teatro escrita por una maestra, donde se escenificaban cuestiones de época. El escenario era un tinglado de madera, un verdadero teatro. Allí, los alumnos con dotes actorales representábamos la obra que habíamos ensayado por semanas. A mí siempre me llamaban, tanto a representar como a declamar, que eso también se hacía. Uno se estudiaba alguna poesía y la "declamaba". El público aplaudía.
Se izaba la bandera, se cantaba el Himno y alguna maestra hacía un discurso hablando de la conmemoración, de una fecha histórica o exaltaba la vida de lo que llamábamos un prócer.
Cuando terminaba la fiesta, la Cooperadora repartía alfajores a cada chico. Antes del mediodía terminaba el Acto y todos a disfrutar del feriado a sus casas. Al día siguiente, de nuevo a la Escuela.
Por supuesto, cuando digo Escuela digo Escuela Pública. Las pocas Escuelas Privadas que existían eran para los "burros" como les decíamos antes sin piedad a algunos chicos que no estudiaban. La Escuela Privada era para los expulsados por mala conducta, para los que repetían de grado, cosa que era una verguenza tan enorme que cada afectado guardaría como secreto para toda la vida.
Hasta aquí la remembranza.
Luego, en la vida de adultos, vino el análisis retrospectivo de lo aprendido en la Escuela y vino la reformulación de los mitos sobre próceres y sobre el significado de las fiestas patrias.
Hoy veo a San Martín con otros ojos, a Sarmiento, a Rosas, a Belgrano. Ya no me parecen semidioses, veo a cada uno como un hombre de carne y hueso. A algunos aprendí a valorarlos más todavía de lo que me enseñaron, a otros a bajarlos del pedestal. Valoro lo que me importa de cada uno. Pero no los he destruído con una granada de mano, resentida porque me han mentido.
Todos ellos pertenecen al universo de mi infancia, que junto a los Reyes Magos, el Cisco Kid que empezó en la televisión, el Llanero Solitario, Rin Tin Tin y el niño soldado Rosty, y Jeff Miller el dueño de Lassie y su amigo el gordito Porky, y Tom Sawyer de Mark Twain, poblaron el mundo infantil de ilusiones, como debe ser.
Las Fiestas Patrias son más para los chicos que para los grandes. Ellos están aprendiendo a vivir. No hay otra forma de formarlos. ¿Díganme cómo?
Foto: Chacho Álvarez en el año 1955,
igual que yo, estaba en 1º superior
Yo era muy sensiblera y me emocionaba en serio con toda aquella celebración ritual. Nótese que estamos hablando del año 1954, en el que casi nadie tenía televisión y los chicos éramos de una inocencia que los chicos de hoy no podrían imaginar.
En mi casa se vivía la inserción del inmigrante, mis padres eran polacos. Se vivía además la tragedia del Holocausto, la tragedia de ser judíos, de ser distintos en un mundo que según mis padres siempre nos sería hostil, siempre debía generarnos desconfianza.
Pero en la Escuela yo encontraba el ámbito para la radicación emocional de mi pequeña persona en este suelo, donde se me daba educación de la mejor, donde salvo un pequeño período en el que se dió la materia religión católica y a mí el cura me sacaba al patio, nunca se me hizo sentir diferente.
En la Escuela se conjuraban las heridas exportadas de Europa que trajeron mis padres en sus valijas y que me trasladaban a mí. Mis padres no tenían idea, pero el mío era un mundo distinto al de ellos, un mundo mejor, la Escuela me lo proveía.
En la Escuela, que yo adoraba, me regalaban los mitos de fundación de la Patria, y se me convidaba generosamente a sentirlos como propios. Y me sentía agradecida, tenía conciencia de ello.
Yo, por lo tanto, a diferencia de mis padres, era argentina, y había aprendido a sentirlo a través de la celebración de los mitos como el 25 de mayo y el 9 de julio, de la reverencia hacia los hombres que habían vivido en el tiempo de la fundación, y a la veneración de los símbolos como la bandera, la escarapela y el himno.
Cuando fui a la primaria, las fiestas no se corrían como ahora para hacer un feriado largo y favorecer al turismo, no. En ese tiempo una cosa así hubiese sido pensada como sacrilegio despreciable. El día de la fecha de conmemoración o de fiesta patria, ese día era siempre Feriado Nacional, aunque fuera miércoles. Y los chicos igual teníamos que ir a la Escuela, a eso de las 9 de la mañana, cuando empezaba lo que llamábamos el "Acto".
Nadie faltaba al Acto. Faltar era cosa grave, se penaba con doble falta. Y no faltábamos además, porque nuestros padres no lo hubieran permitido. Para ellos, nuestra fiesta era también algo valorado y venerable. Ellos sentían que la tarea educativa debía ser apoyada fervorosamente desde el hogar, que maestros y padres estaban en una tarea conjunta. ¿Faltar al colegio en un día de Acto? de ninguna manera, diría cualquier madre, que se lucía con el guardapolvo blanquisimo, especialmente lavado, almidonado y planchado tablita por tablita "a filo" para la Fiesta. Los guardapolvos tenían tablitas. Primero fueron chiquitas y muchas, después se hicieron más anchas para hacer la tarea de las madres más fácil. Luego desparecieron del todo. Las chicas teníamos que hacernos un moño de cinta de seda blanca en la cabeza. La cinta también era planchada por mamá.
Y al Acto también estaban invitados los padres por supuesto, que iban a la Escuela y hacían de público. Los Actos se hacían en el patio, al aire libre, muertos de frío la mayoría de las veces porque las fechas patrias caen en tiempo frío. Se colocaban gradas contra las paredes para que los chicos estuviéramos subidos a ellas. El piano se sacaba de la sala de música al patio.
Los Actos eran muy solemnes. Todos estábamos ungidos de fervor patriótico. Se cantaba el Himno Nacional Argentino a viva voz, mientras la maestra de música luchaba contra el piano desafinado y su poca hablidad pianística suplantada con el esfuerzo denodado de castigar las teclas indómitas.
Siempre había una representación teatral, una pequeña obra de teatro escrita por una maestra, donde se escenificaban cuestiones de época. El escenario era un tinglado de madera, un verdadero teatro. Allí, los alumnos con dotes actorales representábamos la obra que habíamos ensayado por semanas. A mí siempre me llamaban, tanto a representar como a declamar, que eso también se hacía. Uno se estudiaba alguna poesía y la "declamaba". El público aplaudía.
Se izaba la bandera, se cantaba el Himno y alguna maestra hacía un discurso hablando de la conmemoración, de una fecha histórica o exaltaba la vida de lo que llamábamos un prócer.
Cuando terminaba la fiesta, la Cooperadora repartía alfajores a cada chico. Antes del mediodía terminaba el Acto y todos a disfrutar del feriado a sus casas. Al día siguiente, de nuevo a la Escuela.
Por supuesto, cuando digo Escuela digo Escuela Pública. Las pocas Escuelas Privadas que existían eran para los "burros" como les decíamos antes sin piedad a algunos chicos que no estudiaban. La Escuela Privada era para los expulsados por mala conducta, para los que repetían de grado, cosa que era una verguenza tan enorme que cada afectado guardaría como secreto para toda la vida.
Hasta aquí la remembranza.
Luego, en la vida de adultos, vino el análisis retrospectivo de lo aprendido en la Escuela y vino la reformulación de los mitos sobre próceres y sobre el significado de las fiestas patrias.
Hoy veo a San Martín con otros ojos, a Sarmiento, a Rosas, a Belgrano. Ya no me parecen semidioses, veo a cada uno como un hombre de carne y hueso. A algunos aprendí a valorarlos más todavía de lo que me enseñaron, a otros a bajarlos del pedestal. Valoro lo que me importa de cada uno. Pero no los he destruído con una granada de mano, resentida porque me han mentido.
Todos ellos pertenecen al universo de mi infancia, que junto a los Reyes Magos, el Cisco Kid que empezó en la televisión, el Llanero Solitario, Rin Tin Tin y el niño soldado Rosty, y Jeff Miller el dueño de Lassie y su amigo el gordito Porky, y Tom Sawyer de Mark Twain, poblaron el mundo infantil de ilusiones, como debe ser.
Las Fiestas Patrias son más para los chicos que para los grandes. Ellos están aprendiendo a vivir. No hay otra forma de formarlos. ¿Díganme cómo?