Los llorones
Muchos de los que lloran a viva voz a los famosos que se mueren, no lloran a los muertos sino a la muerte. El mayor ícono de la vida actual es la fama. Solo cuando muere un famoso, la muerte encara a los llorones con su poder inapelable, irrespetuoso y definitivo. El resto del tiempo viven ignorándola malamente.
Los llorones no hacen diferencia entre la fama meritoria o la insustancial. Basta que el muerto tenga fama, dá igual el mérito o la banalidad que se las haya deparado. Ayer lloraron a Lady "D" y hoy a García Márquez, aunque no hayan leído ni leerán jamás, siquiera el extraordinario primer párrafo de Cien años de soledad. A ellos los llorarán, pero no lloran a un pobre hombre desocupado que se suicidó en Madrid después de haber sido desahuciado. Este, de alguna manera, tiene para ellos, la muerte justificada.
Cuando alguien muere, necesitan saber imperiosamente de qué murió. Quieren saber si "se cuidaba", si fumaba, si comía comida sana, si consultaba a los médicos. Y si alguien se muere por accidente, quieren saber los riesgos que el muerto asumió despreocupado. Todo para justificar la muerte, para hacer responsable al muerto de no estar vivo. O para explicarla con la mala suerte, cuando el muerto no tuvo ninguna responsabilidad.
A los llorones no los desvelan las evitables muertes por desidia estatal o por falta de solidaridad social. Al suicida siempre le buscan el diagnóstico psiquiátrico.
Por fin, gracias a estos llorones, ha desaparecido del lenguaje la frase "muerte natural". Ya nadie se atreve a pronunciarla. La muerte no es más natural. Ha pasado a ser una contingencia. Se la trata como una mera amenaza. Por eso, cuando algún famoso enferma y se somete a tratamiento, o está pasando por el período de recuperación peligroso, largan la frase estúpida ¡Fuerza! dirigida al pobre sufriente que está en manos de su evolución natural. La otra frase estúpida es "está luchando por su vida".
Hace un tiempo, un valiosísimo compañero de la blogósfera que usaba el nick "Andrés, el viejo", se pegó un tiro y no se moría. El resultado de una cirugía le hacía los órganos afectados inviables y la supervivencia, imposible. De haber estado conciente en esa instancia, es inimaginable el sufrimiento anímico al que debe haber estado sometido. Igual le llovieron mensajes de ¡Fuerza!¡Está luchando por su vida! Sinceramente, de todo corazón, yo le deseé internamente que muriera lo más pronto posible. Era lo único medianamente lógico que yo podía desearle, en contraste con tanto despropósito cultural expresado a coro.
En medio de esta banalidad que especialmente se transmite por los medios, herramientas difusión de la estupidez generalizada, ocurre la muerte de los longevos famosos meritorios, que disfrutaron sus momentos de gloria, pasaron por el largo período del ostracismo a causa de sus incompetencias físicas, y con la muerte descubren los verdaderos efectos del mérito que les dio la fama, entrando en la trascendencia, el mayor de los premios a los que pueda aspirar la vida de un ser humano. Pero no hay oportunidad de celebrarlo, porque estos estúpidos están aferrados a sobrevivir a toda costa, como si la muerte no existiera.
Se murieron Laclau, García Márquez, Alfredo Alcón. Vivieron mucho, qué bueno si no padecieron la vejez. Lo que seguro disfrutaron durante su vejez fue saber que dejaban su obra joven y que no los iban a olvidar, quienes los valoraron porque conocieron su obra. Los llorones, hoy los lloran a viva voz, pero mañana no se van a acordar ni de sus nombres.
Si recibís este post por mail y querés comentar, no respondas a este correo. Escribí un comentario en el blog o envía un mail evarow@gmail.com
Muchos de los que lloran a viva voz a los famosos que se mueren, no lloran a los muertos sino a la muerte. El mayor ícono de la vida actual es la fama. Solo cuando muere un famoso, la muerte encara a los llorones con su poder inapelable, irrespetuoso y definitivo. El resto del tiempo viven ignorándola malamente.
Los llorones no hacen diferencia entre la fama meritoria o la insustancial. Basta que el muerto tenga fama, dá igual el mérito o la banalidad que se las haya deparado. Ayer lloraron a Lady "D" y hoy a García Márquez, aunque no hayan leído ni leerán jamás, siquiera el extraordinario primer párrafo de Cien años de soledad. A ellos los llorarán, pero no lloran a un pobre hombre desocupado que se suicidó en Madrid después de haber sido desahuciado. Este, de alguna manera, tiene para ellos, la muerte justificada.
Cuando alguien muere, necesitan saber imperiosamente de qué murió. Quieren saber si "se cuidaba", si fumaba, si comía comida sana, si consultaba a los médicos. Y si alguien se muere por accidente, quieren saber los riesgos que el muerto asumió despreocupado. Todo para justificar la muerte, para hacer responsable al muerto de no estar vivo. O para explicarla con la mala suerte, cuando el muerto no tuvo ninguna responsabilidad.
A los llorones no los desvelan las evitables muertes por desidia estatal o por falta de solidaridad social. Al suicida siempre le buscan el diagnóstico psiquiátrico.
Por fin, gracias a estos llorones, ha desaparecido del lenguaje la frase "muerte natural". Ya nadie se atreve a pronunciarla. La muerte no es más natural. Ha pasado a ser una contingencia. Se la trata como una mera amenaza. Por eso, cuando algún famoso enferma y se somete a tratamiento, o está pasando por el período de recuperación peligroso, largan la frase estúpida ¡Fuerza! dirigida al pobre sufriente que está en manos de su evolución natural. La otra frase estúpida es "está luchando por su vida".
Hace un tiempo, un valiosísimo compañero de la blogósfera que usaba el nick "Andrés, el viejo", se pegó un tiro y no se moría. El resultado de una cirugía le hacía los órganos afectados inviables y la supervivencia, imposible. De haber estado conciente en esa instancia, es inimaginable el sufrimiento anímico al que debe haber estado sometido. Igual le llovieron mensajes de ¡Fuerza!¡Está luchando por su vida! Sinceramente, de todo corazón, yo le deseé internamente que muriera lo más pronto posible. Era lo único medianamente lógico que yo podía desearle, en contraste con tanto despropósito cultural expresado a coro.
En medio de esta banalidad que especialmente se transmite por los medios, herramientas difusión de la estupidez generalizada, ocurre la muerte de los longevos famosos meritorios, que disfrutaron sus momentos de gloria, pasaron por el largo período del ostracismo a causa de sus incompetencias físicas, y con la muerte descubren los verdaderos efectos del mérito que les dio la fama, entrando en la trascendencia, el mayor de los premios a los que pueda aspirar la vida de un ser humano. Pero no hay oportunidad de celebrarlo, porque estos estúpidos están aferrados a sobrevivir a toda costa, como si la muerte no existiera.
Se murieron Laclau, García Márquez, Alfredo Alcón. Vivieron mucho, qué bueno si no padecieron la vejez. Lo que seguro disfrutaron durante su vejez fue saber que dejaban su obra joven y que no los iban a olvidar, quienes los valoraron porque conocieron su obra. Los llorones, hoy los lloran a viva voz, pero mañana no se van a acordar ni de sus nombres.
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