De un tiro en el corazón el Dr. Renée Favaloro terminaba con su gloriosa vida, el sábado 29 de julio de 2000. En una carta a De La Rúa, que ni había abierto, dejó escrito que “estoy pasando uno de los momentos más difíciles de mi vida. La Fundación [Favaloro] tiene graves problemas económico-financieros... se hace cada vez más difícil sostener nuestro trabajo diario, que como siempre se brinda a toda la comunidad sin distinción de ninguna naturaleza, con tecnología de avanzada y personal altamente calificado... Le envío una nota que destaca algunos hechos recientes... Vea cómo se me trata en el mundo, en contraste con lo que sucede en mi país. Me refiero a aquellos vinculados al quehacer médico. La mayoría de las veces un empleado de muy baja categoría de una obra social –gubernamental o no- o de PAMI ni contesta mis llamados... En este último tiempo me he transformado en un mendigo. Mi tarea es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita seguir con nuestra tarea”.
Los suicidios son siempre entendidos como los efectos de una depresión (Alem, De la Torre, Favaloro), cuando el suicida es honorable, y son sospechados de falsos (Yabrán y Juancito Duarte), cuando el suicida es considerado incapaz de tener honor.
La salida al problema que presenta el suicidio es o depresión o mentira. Así se resuelve la problemática creada en la imaginación pública, muy miserablemente.
Esa salida de explicar por “depresión” que hace la mayoría de la gente cuando se le presenta la incógnita de un suicidio, sucede gracias a los elementos conceptuales producto de la vulgarización del psicoanálisis de Freud, que ha influido en la cultura, en este caso y en todas las vulgarizaciones, de modo lamentable.
Es verdad que la depresión puede llevar al suicidio, pero no todos los suicidios son fruto de una depresión. Nadie va a poder demostrar jamás que eso es cierto. La diagnosis de enfermedades como práctica vulgarizada, y en especial en lo referente a lo psíquico, es algo digno de ser interpretado psicoanalíticamente con elementos validados, cuando incluye totems o mitos, como el dinero, o tabúes, como la muerte, que se interponen en el libre entendimiento racional, porque se enfrentan a los mecanismos reguladores del inconsciente.
Nadie acepta con facilidad que se le derribe un mito, y nadie acepta con facilidad atravesar un tabú. Para hacerlo, hace falta el sostén de un intelecto de rigor, acostumbrado a aceptar los desafíos de la propia mente, y los del objeto de análisis. Esa tarea le pertenece a los intelectuales, pero caprichosamente faltan del escenario popular cuando ocurre un suicidio.
La salida por “depresión” en el caso de Alem, es un subterfugio inconsciente y a la vez mezquino, para no meterse a derribar un tótem como Yrigoyen, a pesar de que Lisandro De la Torre, otro tótem, lo dijo con todas las letras.
La salida por incredulidad en el suicidio, en los casos de Juancito y de Yabrán, son subterfugios del inconsciente para no derribar el mito del poder del dinero, con el que se acuna a los niños del sistema mercantilista.
Y en todos los casos de suicidio, subyace el fantasmagórico tabú de la muerte. La religión y hasta la ley civil castigan el suicidio. Matarse va contra la ley de Dios, y contra la de los hombres. Si el suicida sobrevive y es sólo un intento, además de sufrir su derrota, el sobreviviente deberá enfrentarse a un sumario judicial en su contra. Esto muestra la gravedad que tiene el hecho para la sociedad, gravedad que no alcanzó a la sinceridad.
El caso más notable es el suicidio de Favaloro. Como muchos argentinos un poco más tarde que él, sucumbió a las circunstancias enloquecedoras de la dèbacle que culminaría en el 2001. Muchos argentinos dueños de empresas desaparecieron de sus lugares conocidos abandonándolo todo. El corralito nos había acorralado como ratas. Huíamos desesperados, los jóvenes al exterior, un jubilado pidió a un juez el derecho a la eutanasia, Bruckman abandonó su fábrica de trajes en la calle Jujuy y sus obreros tomaron la fábrica y la convirtieron en fábrica recuperada. Germán Kruk, segunda generación de propietarios de un laboratorio óptico con más de cincuenta años en el mercado, desapareció hasta el día de hoy, en la semana posterior a aquel funesto 20 de diciembre, en que parecía que se había terminado el mundo.
Nadie se enteró parece, de lo que le pasó a Bruckman. Los avatares internos de los empresarios no eran interés de la gente, ya que éstos campeones del triunfo individualista, avanzaron solos en la vida llevando adelante el estandarte de Adam Smith en La riqueza de las Naciones, y como atípicos capitanes, abandonaron el barco que se hundía con los marineros adentro acostumbrados a no compartir con ellos su riqueza, no fueron tampoco capaces de compartir con ellos su común desgracia.
Sin embargo, la diminuta diputada Beatriz Baltroc, que en esa época peleaba en la Legislatura por una ley para dar legalidad a las empresas recuperadas, en una conferencia en Sociales habló de lo que le pasó a Bruckman, como si la desgracia de ese hombre no pudiera quedarle silenciada, y lo contó frente a una audiencia de pocas personas, muy poco estimuladas a preocuparse por la mala suerte de Bruckman.
Contó que Bruckman había comprado en los EEUU durante la era menemista, unas computadoras que hacían moldes y cortaban tela, a un valor de 9 millones de dólares, que fue pagando regularmente en cuotas mensuales, hasta que el país empezó a venirse abajo, en los mismos tiempos que se suicidó Favaloro. Los primeros tiempos, esas computadoras le permitieron proyectarse a mayores mercados y crecer. La caída de las ventas le impidió seguir pagando.
Bruckman continuaba la producción aún sin poder pagar las cuotas, hasta que llegó diciembre de 2001, en el que desapareció de la fábrica y de su domicilio por impedimento de afrontar el pago de los salarios. En ese mismo mes llegaron de EEUU representantes de sus acreedores y con un pase de magia, en medio de tanto recurso de amparo por el corralito, y en medio de la toma de la fábrica por sus obreros, lograron que la justicia les falle la incautación y secuestro de las máquinas, y el permiso para llevarlas de vuelta a los EEUU.
La deuda por las máquinas no se extingue por haber sido secuestradas, y pesaba sobre Bruckman además, todas las costas de abogados, judiciales y de gasto de traslado. Parece que ya había sido pagado la mitad del valor de las máquinas. Sin ellas y sin la fábrica, y sin cuenta bancaria ni ahorros, el destino de Bruckman no resultaba demasiado auspicioso.
Todo este entramado macabro de deudas y juicios pesaba también sobre una quiebra para Favaloro, quien tenía un apellido con mayor significado social que Bruckman. Favaloro se vió además amenazado en la quiebra del aval moral de su nombre.
La pérdida del aval moral de un nombre de alto valor, es la muerte social. De eso no se recupera nadie, aunque exista una recuperación económica. La sociedad argentina del final de siglo y principio del nuevo, destruyó el edificio moral que Favaloro había construido con su nombre. Él se construyó a sí mismo, como mito de sí mismo. Y quiso denodadamente que la sociedad argentina lo hiciera propio dándose toda la publicidad que pudo.
El médico rural, que se levanta con las gallinas y que está en la cama a las 9 de la noche. El estudioso, no sólo de la Ciencia sino de la Historia, inspirado en el heroísmo de San Martín. El argentino que va al exterior y es embajador de su tierra llenándola de honra por sus méritos científicos. Y el San Martín que renuncia a sus posiciones para venir a dar la batalla en la Patria. Casado con su esposa primera y única, hasta el final de la vida de ella, a pesar de no haber tenido hijos. El Instituto Favaloro no pierde la aureola de prestigio que le insufló su mentor, y sigue aún siendo sinónimo de desarrollo científico y contribución al desarrollo de la sociedad.
¿Qué hubiera pasado si Favaloro no se hubiera suicidado? ¿Acaso su suicidio no fue lo único que pudo hacer para a conservar la honra de su Instituto? ¿Por qué no queremos ver las cosas como son? ¿Cuántas cosas que no imaginamos estaba destinado a soportar Favaloro, sin caer en la denostación pública y privada, en la burla y la humillación de su nombre y en la caída del mito positivista que fundó de sí mismo?
No queremos reconocer que el tiro en el corazón que se pegó Favaloro, fue el último gesto de un hombre que continuó con su obstinación de ser el mito que quería ser, aún a costa de su propia vida. Nadie quiso desentrañar esta madeja anudada. Porque es demasiado duro, demasiado costo el que hay que pagar para entender la metáfora de Favaloro pegándose un tiro en el corazón, tan certero como ningún otro podría hacerlo.
Pero el tiro con el que se mató, no sólo fue el triunfo de su plan de vida moral, sino la resignación y aceptación del fracaso en haber logrado instalarse en la sociedad como el mito que él esperaba ser para los demás. Favaloro se pegó un tiro porque entendió que los argentinos eran insensibles a su propuesta, porque entendió que por ese lado había perdido la batalla.
Cuando Favaloro se pegó ese tiro, nos pegó un tiro bien merecido a todos. Y ahí estamos todavía, ignorando el significado de sus actos póstumos, condenando a silenciar el mensaje de este hombre por necios.
Pero el significado de su mensaje espera el momento de ser descifrado, como un papel dentro de una botella que flota en el mar, hasta poder desplazar el diagnóstico mediocre de haber sido víctima de una depresión, con lo que lavan sus manos los vulgares corazones argentinos, que terminan necesitando un by-pass.
El día que descifremos el mensaje de Favaloro, dejaremos de discutir si el estado debe hacerse cargo o no de las jubilaciones y cosas como esas, habremos entendido que una sociedad debe ser solidaria en torno algún mito ideal que nos englobe a todos, o está condenada a desintegrarse para siempre, como el Dr Favaloro.
Eva Row