MI MÁQUINA DE COSER SINGER ( I )
Estrené los ojos a la vida en el barrio de Chacarita casi lindero con Colegiales, en un raro cruce de calles que es como un estuario en el que la Avenida Córdoba muere desembocando en Lacroze a través de una bifurcación con una plazoleta en forma de isla. Ese ensanchamiento y bifurcación nos regaló un cielo extenso, algo muy poco frecuente en esta ciudad porteña. A media cuadra, por Lacroze para el lado del Cementerio, había un enorme baldío del club de fútbol Chacarita Juniors, donde los chicos del barrio jugaban a la pelota. A ese lugar espacioso descampado y abierto al cielo, llegaba una vez por año, un circo. El circo era inglés. La llegada era toda una parafernalia porque desfilaban los carromatos con los animales más llamativos, con sus fierezas y sus bellezas. Mientras ocurría el desfile por Lacroze, que era sorpresivo, los artistas se mostraban haciendo acrobacias o demostraciones diversas subidos a los carros. El circo se instalaba y el predio dejaba de ser el potrero donde los chicos jugaban al fútbol hasta que se terminaba la temporada y se levantaba la carpa hasta el año siguiente. Me llevaron al circo y yo me impresioné. Desde entonces le tengo aprehensión a cualquier demostración de arrojo sin sentido. Los payasos no me hicieron reir ni llorar sino asustar, el domador me pareció un cruel azotador de pobres animales cautivos y los acróbatas desafiadores de la ley de gravedad sin un por qué, y más que nada una nena equilibrista que andaba en las alturas exponiendo su cuerpito. Yo habré tenido cinco años cuando le dije a mi papá que no quería ir nunca más a un circo. Y así fue. No me llevaron más, a pesar de que cada temporada por años se repetía el acontecimiento que ponía al barrio de fiesta. Ese año entró el domador de fieras al negocio de mi papá y le vendió una máquina de coser Singer que trajo de Inglaterra, que como todos los años, traía una nueva y cada vez que se iba la vendía a algún vecino para hacer dinero. Mi padre la compró y tengo la imagen como una fotografía del hombre musculoso en camiseta balbuceando un inglés incomprensible, dejando en el mosaico del suelo del negocio la máquina Singer en una valija de madera preciosa con una manija para portarla. El peso de esa pequeña máquina es inenarrable. Eso hizo que cuando se descompuso, la tuviera arrumbada por decenios como trasto viejo por no haber más nadie que la arregle en la cercanía. Y yo aprendí a coser a los dicisiete años con esa máquina maravillosa, y pude dar el salto hacia una libertad desconocida que era vestirme a mi gusto sin tener que depender de mis padres, salvo en la compra de las telas, a las que se avenían asombrados de mi capacitación de un curso de verano donde aprendí lo que las chicas simples: corte y confección.
Sigue >>>> en el próximo post.
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