En la familia de Perón, Evita y Juancito, se repitió el esquema de las comedias argentinas. Un dueño de casa severo e importante, una esposa fiel y abnegada, y un cuñado solterón que vive a costillas del dueño de casa y es apañado y sostenido por la hermana. Veamos.
Un poco de cine argentino
En sus primeras películas, el cine se inspira en los modelos de vida urbana de los varones de la oligarquía. Toda historia fílmica, sucede alrededor de la noche de Buenos Aires, en el cabaret, con mujeres fáciles vestidas de largo con vestidos de satin (seda). Los hombres que integran el ambiente visten frack, o de traje impecable.
La oligarquía era una clase separada de la vida popular, salvo en las relaciones personales de los caudillos con su gente “de avería”, hasta que el cine pasó de ser de élite a ser popular. Eso sucedió más que nada durante el Peronismo. En ese momento se produce un cambio en el escenario de acción de las películas, que pasa de la noche y el cabaret, a la casa de familia de la oligarquía, y es ahí donde el público se familiariza con su modo de vida. El integrante de la familia que iba al cabaret sigue yendo, pero esta vez se sabe lo que pasa en la casa. El padre de familia, presentado como modelo de hombre honrado, desaprueba esa vida “liviana”.
La escenografía física de las películas argentinas, era siempre una casa enorme llena mármoles, con la infaltable escalera señorial que subía a los dormitorios. Con personal de servicio que incluía mucama, cocinera y mayordomo para abrir las puertas de la entrada y anunciar una visita al señor o la señora, luego de lo cual el mayordomo hacía pasar al visitante quedándose con su sobretodo y su sombrero. El personal vestía de etiqueta y llamaba “Niño o Niña” (y trataba de usted), tanto a los hijos más adultos como a los más pequeños del matrimonio propietario de la casa. Los dueños de casa, y hasta los más pequeños, los llamaban por el nombre de pila y los tuteaban. Me parece oír el gritito agudo de Felisa Mari, la madre de “Así es la vida”, llamando a la mucama, con el mismo chillido irrespetuoso con el que doña Petrona C de Gandulfo llamaba a su “Juanita” para que le corte la cebolla en su programa de televisión “Buenas Tardes, Mucho Gusto”: ¡Juanita! ¡Cortáme la cebolla querés!
Si se filmaba un drama, difícilmente podría situarse en esa clase social que tiraba manteca al techo. Para eso estaba a mano el argumento de la pobreza. Fueron pocas, pero las hubo, las películas donde el signo era el dolor, la tragedia, la enfermedad, la miseria, y el infortunio. Guacho, Los isleros, Mercado de Abasto, eran excepciones que durante el Peronismo, se ofrecían frente a un público de pleno empleo, en un contexto de holgura, en el que la gente iba al cine para divertirse o soñar con el galán, ella, o él con la belleza de la protagonista.
Todas las películas repetían el mismo cliché, y al hacerlo fueron dando la impronta para el modelo mítico, sobre todo del varón argentino macho, en el que fue abrevando el porteño y el de las capitales de Provincia. El modelo de mujer difundido, en cambio, no distaba mucho del modelo general de mujer sumisa, madre y honrada, que nos acompañó durante todos los tiempos de la historia. Más tarde nos enteramos por la literatura escrita por ellas mismas, que las “damitas” de la oligarquía no eran tan santas ni puras. Pasó el tiempo y se supo a través de las escritoras como Silvina Bullrich o Silvina Ocampo, o de la historia de Amalita Fortabat, que ellas se podían dar una fiesta de sexo que le estaba prohibida por la moral a todas las chicas de las clases inferiores.
En las comedias, el dueño de casa siempre tenía oficina de “negocios” en Buenos Aires, y una estancia en el interior. Era fatal que en la casa viviera el famoso “tío solterón”, siempre hermano de la señora nunca del señor, porque él no le hubiera permitido a un hermano vivir “a sus costillas”, pero no podía ir contra la voluntad de su mujer, que exculpaba de sus fechorías todo el tiempo a su simpático y entrañable hermano. El "cuñado" vivía disgustando al señor, por su vida ligera. El señor de la casa encarnaba los principios del trabajo honrado, la inversión de capital, la moral, y los amigos influyentes en el estado. Los desatinos del cuñado siempre eran ocultados y contenidos por la hermana, que sacaba del apuro de dinero al “tarambana” y vividor. Ese tío daba el mal ejemplo al sobrino, el hijo mayor de la pareja, el “Niño”, que aprendía las malas artes de la noche, los amigos y el cabaret.
El modelo del hombre tarambana encarnado por el cuñado y el “Niño” era saber vestirse elegante, de traje de buena tela inglesa, pelo prolijamente cortado, peinado engominado, con la camisa blanca planchada y almidonada, y con el pantalón marcado con la raya de la plancha, los zapatos lustrados, si es posible de charol para la noche. Saber de mujeres, saber de la noche, ese era el saber. El macho argentino tenía que tener un encanto irresistible, y para eso había que aprender a hacer “el verso” a las mujeres y a los cobradores. Las historietas tomaron el modelo y apareció el personaje de “Isidoro Cañones”.
En cada barrio de las ciudades argentinas, cada pibe soñaba con comprarse el traje para ir “a la milonga”. Iba a bailar tango, a apretarse una mina, y enganchado por la mina terminaba casándose y laburando de sol a sol para mantener al nido. Los Isidores Cañones de las casas y conventillos de Buenos Aires, de Rosario, de las principales ciudades, duraban pocas temporadas. Los "muchachos de la esquina" no podían sostener el ritmo y claudicaban frente a los primeros ojos que le mostraban su amor, frente a los padres de la chica que lo amenazaban con el ¿para cuándo joven? Contra la espada y la pared, asumían su destino popular, y largaban para siempre la noche, el café y los muchachos.
A diferencia de ellos, los verdaderos cuñados y Niños de la oligarquía la seguían toda la vida. La diferencia estaba en el bolsillo. Juan Duarte escapó a ese destino casadero, pero el suyo lo llevó a la muerte.
Juan Duarte: el cuñado solterón
Juancito Duarte, era un Isidoro Cañones vendiendo jabón Federal o Guereño, en los pueblos del interior, como viajante. Una mina en cada pueblo. Simpático, versero, vendía bien pero de pobre no se salía fácil siendo asalariado y a porcentaje de las ventas, y encima tenía una legión de hermanas y la madre para mantener, a quienes adoraba y lo adoraban. Para ser un verdadero modelo de macho argentino, hacía falta plata.
A Juancito tampoco lo enganchó cualquier par de ojos bellos ingenuos, como ocurrió con la mayoría de los candidatos a macho argentino sin plata, que terminaban casados y luchando por la familia, después de haber “asentado cabeza”. A Juancito lo esperaban los ojos más bellos, el rostro más hermoso del cine nacional: Fanny Navarro. Ella era “la novia oficial”, Elina Colomer, en cambio, era “la amante oficial”. Pero además, muchos pares de ojos del cine nacional pasaron por la vida de Juancito Duarte.
Juancito, que era amado por su hermana Eva, primero fue el Secretario de Perón, pero después se dedicó a un rubro específico: el cine. En ese lugar fue el mandamás por muchos años. Gestionaba un Fondo de Fomento Cinematográfico que el gobierno de Perón había puesto en sus manos para el desarrollo del cine nacional. Al mismo tiempo fue empresario de cine, compró el 25 % de Argentina Sono Films. La oposición política veía en Juan Duarte la cara expuesta de la “corrupción”.
Abusando de su posición privilegiada, y con un estilo galante de regalador de flores y joyas, dejaba el mensaje de que la mujer que quisiera trabajar en cine, debía pasar por su cama, u olvidarse de la pretensión. El cine tenía en Juan Duarte su emperador arbitrario y todo lo que se hacía dependía de su influencia. Es lógico entender que su estilo había formado una corte de besamanos arribistas, y otra fila de humillados, resentidos y disconformes que aguantaban en silencio sin imaginar que la posición de Juancito quedaría algún día debilitada, ya que estaba garantizada y sostenida nada menos que por Eva Perón.
La muerte de Evita le quitó ese apoyo, un hecho inimaginable que trajo consecuencias para Juancito, tan graves, que le costaron la vida.
Saliendo de una velada de gala del Teatro Colón, el General Perón fue interpelado a gritos por una actriz: Malisa Zini, quien le recomendó que se advirtiera de los corruptos que traicionan al Justicialismo. Dicen que Malisa Zini atravesó arriesgadamente las custodias para lograr esa aproximación. Ella consiguió que la cosa tomara estado público. Perón la invitó a la residencia a conversar.
De resultas de esa acción pública de Malisa Zinni, todos los medios gráficos tomaron el testimonio, y Juan Duarte concentró en él, la artillería de la oposición. Los actos de Juan Duarte pasaron a ser el signo de corrupción que manchaba públicamente al gobierno de Perón. Perón habló por radio en referencia a ello y dijo que así fuera su padre, iría preso el que robaba al Pueblo, porque eso es Traición a la Patria.
El asunto se resolvió con el suicidio de Juan Duarte. Muerto el perro se acabó la rabia. A nadie en la Argentina se le pasó la utilidad de este suicidio. Nadie cree que Juan Duarte se suicidó por una cuestión de honor.
Se dice que Perón lo mandó matar. Pero eso no hacía falta. La imaginación de la gente no tiene mucho vuelo. Alcanzaba con que Perón lo hubiera amenazado con que se mate por las suyas o si no debería tener que fraguarlo. No se sabe. Una encerrona de esas debe haber sido la operatoria que funcionó. Y Juan Duarte se mató, nueve meses después de la muerte de Evita, el 9 de abril de 1953, dejando una carta en la que dice cuánto ama a Perón.