No se puede entender mi relación con Rosita, sin decir que mi madre no era típica sino extraña e incomprensible. Más que nada a mis 6 años de edad. ¿Qué podía entender yo de cómo era mi madre?
Efectivamente, la carencia de amor de madre me llevó a llenar ese vacío con la escuela, con las maestras, y por encima de todo, con Rosita. La cosa empezó el mismo primer día de clase, de primer grado inferior.
Soy la primera hija de un matrimonio inmigrante. Nadie me supo explicar qué cosa era la escuela. Mi papá me dijo que me iban a enseñar a escribir. Yo leer ya sabía. No tuve hermanos mayores sino menores, no tuve ni un hermano mayor que me hubiera explicado cómo funciona la escuela. El primer día de clase, fui hacia lo desconocido.
Estaba confundida, absolutamente confundida y en pánico. No había ido ni al Jardín de Infantes. Nunca había escuchado la palabra "recreo" ni la palabra "aula". No sabía por qué tocó una campana y todos los chicos se paraban de sus asientos y se iban del aula.
Me habían dado una valija y la orden de cuidarla. Cuando tocó la campana y los chicos se levantaron de los asientos para ir al patio, escuché la palabra "recreo" por primera vez en mi vida. Sin entender adónde se están yendo los chicos. Me levanté yo también, copiando a los demás, y tomé mi valija. La misma valija de cuero que llevé hasta finalizar el secundario.
Rosita, la maestra de sexto grado, me observó paralizada en el patio con la valija. Años más tarde me contó que yo parecía muerta de miedo, tan chiquita y tan flaquita con una valija tan enorme. Claro, llevaba ya unos años de un padecimiento alimentario, y siempre fui más pequeña que los chicos de mi edad.
Tenía el aspecto nórdico, con las pestañas, las cejas y el pelo rubio casi blanco. Y Rosita me contó que la asombró que tenía tan abiertos los ojos celestes que se me salían de las órbitas. Se me acercó. Yo lo recuerdo, como una película. Nunca había visto una mujer tan alta. Ví una silueta enfundada en un delantal blanco que no terminaba nunca y elevé los ojos para mirarle la cara, entonces ella se agachó para hablarme. Me preguntó ¿dónde vas con esa valija? Me asusté, pensando que había hecho algo que no correspondía. Entonces me dijo "todavía no te vas a tu casa, estamos en el recreo, cuando toque la campana vas a tener que volver a clase, y después vienen más recreos. Ahora andá a dejar la valija en tu asiento y volvé que yo te espero acá".
Ese momento se me quedó incrustado en el alma y no se fue nunca. La alegría de haber recibido la visita de un ángel, o de un hada maravillosa, sonriente y bondadosa, me hizo correr para dejar la valija y volver rápido con la promesa de que ella me estaría esperando. Jamás nadie se había dirigido a mí en ese tono cariñoso. Ese fue el día de mi debut en el amor.
Volví y ella me dio la mano. De la mano me fue paseando por la escuela, mostrándome dónde estaba el baño, el aula de su grado, diciéndo que cuando quisiera la fuera a buscar. Y sonó la campana. Y me volví a clase. Y volvió a sonar la campana del siguiente recreo. Y yo fui directo a buscar a la señorita Rosita. No había otra cosa que me interesara en el mundo, más que volver a verla. Me acerqué al aula y miré para adentro. Estaban las puertas de vidrio cerradas. La señorita Rosita seguía dando clase y las chicas estaban sentadas escribiendo.
Rosita me vio y me abrió la puerta. Me dijo que pasara, que me sentara al lado suyo en el escritorio y me dio un libro con texto y figuras para mirar. Yo sabía leer ya, aunque no sabía escribir. Me impresionó la primera letra de ese libro. Era una mayúscula gótica colosal enrevesada con tallos y hojas. Jamás había tenido un libro en mis manos. En mi casa no había ninguno. Y en los diarios que compraba mi papá no había visto una letra como esa.
Al siguiente recreo volví a buscar a Rosita, que me tuvo de la mano todo el tiempo. Y yo feliz de estreno con mi adquisición amorosa. Y las cosas siguieron así. Todo el año. Me fui soltando un poco para jugar con las chicas. Pero mi mayor atracción era estar con la señorita Rosita, que me recibía con los brazos abiertos de cariño.
Rosita solía dar clase dos horas seguidas sin salir al recreo. Allí estaba yo detrás del vidrio, y luego sentada en su escritorio, ya sabiendo escribir, copiando lecturas de un libro en un papel, mientras Rosita daba la clase.
Uno de estos recreos, Rosita necesitó ir a la Dirección y dejó a las alumnas con tarea. Entonces me dijo así: cuando suene la campana te vas a tu aula, pero cuidame a las chicas mientras estés acá, y dejame escrito en un papel cómo se portaron. Cuando tocó la campana, escribí en un papel lo siguiente: Señorita Rosita, las chicas se portaron muy bien.
Y esto se repitió. Y se repitió. Y cada vez que yo iba a sentarme con Rosita en su escritorio, ella me dejaba encargada de cuidar a las chicas y de dejarle una nota escribiendo cómo se portaron. Y yo siempre escribía: Señorita Rosita: las chicas se portaron muy bien.
Cada año que pasaba mi amor por Rosita era el mismo, y también el de ella. Ya no iba tanto, pero de vez en cuando la visitaba, y en los recreos de vez en cuando nos dábamos un abrazo y un beso. Cada año que terminaba, era una despedida hasta el año que viene. Y Rosita me saludaba diciendo: falta un año menos para que yo sea tu maestra.
Y así hice mi primaria esperando el sexto grado. Cuando terminé quinto, Rosita se despidió con un "el año que viene soy tu maestra". Y así me fui contenta ese verano. Pero tuve una sorpresa enorme e inesperada. Le había contado a mi mamá de Rosita. Ella sabía de mi esperanza de tenerla de maestra en sexto grado. Ella lo sabía. Sabía que era mi ilusión. Entonces decidió que esa relación con Rosita era inconveniente, que yo iba a recibir favoritismo y que por lo tanto me cambiaría de turno para que no la tuviera a Rosita de maestra.
De turno mañana me pasaron a turno tarde. Y pensé que no la vería más. El primer día de sexto grado entré al colegio de tarde con tristeza. Pero ella me estaba esperando. Se había quedado sólo para verme. Me preguntó por qué me había cambiado de turno. No supe explicarlo y me quedé callada. El corazón se me partía en dos, pero no pude emitir palabra, tanto era mi desconcierto y dolor. Me dijo que se había quedado porque me había preparado un regalito. Me entregó un sobre, me dio un beso y se fue para siempre.
Dentro del sobre, había montones de papelitos escritos por mi puño y letra con la misma leyenda: Señorita Rosita: las chicas se portaron muy bien.
Si conocés una señorita Rosita, por esas casualidades -ya debe ser mayor de 75 años pero menor de 80- que fue maestra del año 54 al 60 en la escuela Nº18 Distrito Escolar 14, decile que nunca la olvidé y que cada año la recuerdo íntimamente, para el Día del Maestro. Decile que me perdone, que no supe defenderme, que me llamaban "Evita".
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