Imaginate que te despertás acostado en una cama, sin memoria, y te das cuenta de que estás inválido, que no podés incorporarte ni darte vuelta, imposibilitado de salir de la cama y caminar. Podés mover los brazos y las piernas, pero el tronco no te responde. Te hiciste encima y estás húmedo hasta la cintura. Estás solo y desesperado de hambre y de sed, y te ponés a llorar y a gritar.
Al escucharte llorar viene corriendo una mujer que te habla en un idioma que no comprendés. Ella te lava, te deja limpio y seco; te cambia la ropa. Te sentís feliz, y le sonreís.
Luego ella se sienta contigo en un sillón, te sostiene en sus brazos, te pone el pezón de su pecho en tu boca, de donde mana un líquido que te saca el hambre. Te da mucho placer succionar, la leche sale generosa, te da satisfacción tragarla y que te llegue a la panza sacándote el hambre y la sed; todo eso mientras ella te mira a los ojos con una dulzura infinita, acariciándote la cabeza.
Esa situación original, nuestra primera experiencia de vida, nos deparó en el primer día una angustia terminal y luego la satisfacción y el amparo más absoluto. Por seis meses se repitió esa combinación mágica de recibir todo lo que necesitábamos para satisfacer todas nuestras necesidades. Las físicas y las afectivas. Por seis meses sentimos la seguridad completa y recibimos todo el amor que éramos capaces de desear.
Luego empezaron nuestras correrías por la vida al poder deambular, primero gateando, luego caminando. Empezaron también los golpes que nos dimos al trastabillar.
¿Quién puede creer que por no tener recuerdo de esos seis meses, esa experiencia no ha quedado sellada a fuego en la memoria oculta, vibrando en algún rincón primordial de nuestra psíquis?
¿Cómo no pensar que ese sea el estado ideal al que queremos regresar, añorando la felicidad completa, cuando no podíamos desear nada más que aquello que nos era proveído?
¿Cómo no pensar que las sustancias o las distintas cosas a las que somos adictos, no sean un remedo de esa leche materna?
¿Cómo no pensar que el adicto regresa huyendo de la vida deambulatoria hacia ese estado paradisíaco?
¿Cómo no pensar que el adicto a una sustancia remeda el pasado y huye de una vida que hoy lo acosa con exigencias que no puede cumpllir y con deseos que no puede satisfacer?
¿Cómo no buscar en el remoto pasado el recuerdo de la felicidad absoluta cuando el presente es una mezcla de miedo y dolor, de dolor y miedo?
Algunos se deprimen eternamente y consiguen viajar por el inconsciente en busca del Edén, succionando, respirando, bebiendo, o inyectándose alguna sustancia que los aleja de una realidad que los agobia, remedando el rito de la perfecta vida del principio.
Cualquiera puede volverse adicto a una sustancia o a otra cosa. Pero algunos pueden salir y otros no. Algunos ni siquiera reconocen su adicción.
¿Qué será lo que hace que unos puedan y otros no?
Es difícil salir cuando uno cree que la propia vida está manejada por riendas poderosas que están en manos ajenas, en manos de un sistema económico o de una utopía histórica.
Algunos han tenido un derrotero por el que forjaron una personalidad que les permite tener las riendas de su vida en la mano, aunque sea las pocas que quedan sueltas, obviando las circunstancias irreductibles, para moverse obstinadamente en el espacio que queda libre, por más exiguo que sea, y si por esas cosas caen en la adicción, pueden reaccionar un día y salir. Entre ellos se encuentran los sobrevivientes de cualquier Holocausto. Mi hermana Golde, por ejemplo.
Pero algunos entregan tambíen las riendas que quedan libres, porque sienten que se han apoderado de las principales, de las que deciden las cosas más importantes, las que determinan desde afuera una falta de reconocimiento social.
En definitiva, creo yo, es un asunto de salud mental. De la salud mental inconmovilble de algunas personas, o de una salud mental alterada por la realidad y por la propia historia.
Todo ser humano que sufre o que hace sufrir a otros por su adicción, debería querer tomar las riendas de su vida, aunque sean las pocas que le queden libres, sin entregarse. He aquí una rebelión interesante, una batalla que vale la pena encarar, perfectamente encuadrada en la batalla general contra el apropiador de las riendas que determinan las pautas principales de la vida de todos, que ubicamos en el sistema del neoliberalismo y dogmas nefastos afines.
Apéndice:
El Capitalismo es una droga que crea adictos peligrosos y asesinos, con efectos malignos sólo sobre el cuerpo ajeno, nunca en el propio, por lo cual el capitalista no reconoce jamás que es adicto a la acumulación de capital.
Los capitalistas encuentran en los negocios del capitalismo su viaje al Edén perdido, y acumulan capital sin poder detenerse, sin saber para qué tanto. Se rodean de bienes de inversión y de consumo que lo satisfacen temporalmente, que son reemplazados por otros nuevos, en una carrera de velocidad que segrega adrenalina, como la teta materna segregaba leche.
Los capitalistas no van a reconocer jamás que son adictos al capital. Ellos reciben su satisfacción con cada negocio, pero como su adicción no pone en riesgo su propia vida sino la de los más pobres, nunca cobrarán consciencia del efecto maligno de su adicción, que va a parar en forma de desgracia no hacia él, sino a los menos afortunados. Los ricos tienen de su adicción al capital, sólo el placer. Lo que los hace creerse que están en el rumbo moralmente correcto. Han hallado la piedra filosofal. Por eso el neoliberalismo es una ideología que pretende tener fundamento en cuestiones morales, en "valores", como ellos le llaman a juntar dinero con viveza.
Al escucharte llorar viene corriendo una mujer que te habla en un idioma que no comprendés. Ella te lava, te deja limpio y seco; te cambia la ropa. Te sentís feliz, y le sonreís.
Luego ella se sienta contigo en un sillón, te sostiene en sus brazos, te pone el pezón de su pecho en tu boca, de donde mana un líquido que te saca el hambre. Te da mucho placer succionar, la leche sale generosa, te da satisfacción tragarla y que te llegue a la panza sacándote el hambre y la sed; todo eso mientras ella te mira a los ojos con una dulzura infinita, acariciándote la cabeza.
Esa situación original, nuestra primera experiencia de vida, nos deparó en el primer día una angustia terminal y luego la satisfacción y el amparo más absoluto. Por seis meses se repitió esa combinación mágica de recibir todo lo que necesitábamos para satisfacer todas nuestras necesidades. Las físicas y las afectivas. Por seis meses sentimos la seguridad completa y recibimos todo el amor que éramos capaces de desear.
Luego empezaron nuestras correrías por la vida al poder deambular, primero gateando, luego caminando. Empezaron también los golpes que nos dimos al trastabillar.
¿Quién puede creer que por no tener recuerdo de esos seis meses, esa experiencia no ha quedado sellada a fuego en la memoria oculta, vibrando en algún rincón primordial de nuestra psíquis?
¿Cómo no pensar que ese sea el estado ideal al que queremos regresar, añorando la felicidad completa, cuando no podíamos desear nada más que aquello que nos era proveído?
¿Cómo no pensar que las sustancias o las distintas cosas a las que somos adictos, no sean un remedo de esa leche materna?
¿Cómo no pensar que el adicto regresa huyendo de la vida deambulatoria hacia ese estado paradisíaco?
¿Cómo no pensar que el adicto a una sustancia remeda el pasado y huye de una vida que hoy lo acosa con exigencias que no puede cumpllir y con deseos que no puede satisfacer?
¿Cómo no buscar en el remoto pasado el recuerdo de la felicidad absoluta cuando el presente es una mezcla de miedo y dolor, de dolor y miedo?
Algunos se deprimen eternamente y consiguen viajar por el inconsciente en busca del Edén, succionando, respirando, bebiendo, o inyectándose alguna sustancia que los aleja de una realidad que los agobia, remedando el rito de la perfecta vida del principio.
Cualquiera puede volverse adicto a una sustancia o a otra cosa. Pero algunos pueden salir y otros no. Algunos ni siquiera reconocen su adicción.
¿Qué será lo que hace que unos puedan y otros no?
Es difícil salir cuando uno cree que la propia vida está manejada por riendas poderosas que están en manos ajenas, en manos de un sistema económico o de una utopía histórica.
Algunos han tenido un derrotero por el que forjaron una personalidad que les permite tener las riendas de su vida en la mano, aunque sea las pocas que quedan sueltas, obviando las circunstancias irreductibles, para moverse obstinadamente en el espacio que queda libre, por más exiguo que sea, y si por esas cosas caen en la adicción, pueden reaccionar un día y salir. Entre ellos se encuentran los sobrevivientes de cualquier Holocausto. Mi hermana Golde, por ejemplo.
Pero algunos entregan tambíen las riendas que quedan libres, porque sienten que se han apoderado de las principales, de las que deciden las cosas más importantes, las que determinan desde afuera una falta de reconocimiento social.
En definitiva, creo yo, es un asunto de salud mental. De la salud mental inconmovilble de algunas personas, o de una salud mental alterada por la realidad y por la propia historia.
Todo ser humano que sufre o que hace sufrir a otros por su adicción, debería querer tomar las riendas de su vida, aunque sean las pocas que le queden libres, sin entregarse. He aquí una rebelión interesante, una batalla que vale la pena encarar, perfectamente encuadrada en la batalla general contra el apropiador de las riendas que determinan las pautas principales de la vida de todos, que ubicamos en el sistema del neoliberalismo y dogmas nefastos afines.
Apéndice:
El Capitalismo es una droga que crea adictos peligrosos y asesinos, con efectos malignos sólo sobre el cuerpo ajeno, nunca en el propio, por lo cual el capitalista no reconoce jamás que es adicto a la acumulación de capital.
Los capitalistas encuentran en los negocios del capitalismo su viaje al Edén perdido, y acumulan capital sin poder detenerse, sin saber para qué tanto. Se rodean de bienes de inversión y de consumo que lo satisfacen temporalmente, que son reemplazados por otros nuevos, en una carrera de velocidad que segrega adrenalina, como la teta materna segregaba leche.
Los capitalistas no van a reconocer jamás que son adictos al capital. Ellos reciben su satisfacción con cada negocio, pero como su adicción no pone en riesgo su propia vida sino la de los más pobres, nunca cobrarán consciencia del efecto maligno de su adicción, que va a parar en forma de desgracia no hacia él, sino a los menos afortunados. Los ricos tienen de su adicción al capital, sólo el placer. Lo que los hace creerse que están en el rumbo moralmente correcto. Han hallado la piedra filosofal. Por eso el neoliberalismo es una ideología que pretende tener fundamento en cuestiones morales, en "valores", como ellos le llaman a juntar dinero con viveza.