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En su mezquindad, los pechos fríos son incapaces de sentir el dolor ajeno. ¡Hay tanto daño absurdo que podría repararse aquí y ahora! y no se repara por falta de capacidad de dolerse con el otro, de con-dolerse.
El sentimiento de dolor ha caído en desgracia en la cultura. Y eso es muy grave. Lo estamos padeciendo y no nos damos cuenta.
La historia es un péndulo que va de un extremo al otro y ya vimos demasiado que la limosna sólo sirvió para demostrar condolencia teatral, para limpiar la consciencia de los ricos, acallar las críticas a su avaricia, y silenciar las voces que los condenan.
La sociedad desprestigió al dolor hipócrita y pasó a buscar soluciones generales a la pobreza. El resto de los dolores el Gobierno los escucha por categorías y los resuelve otorgando derechos a minorías discriminadas. Pero hay más dolores que los que puede resolver el Gobierno.
No vemos más a un individuo particular que sufre, sino a una masa que aparece en las estadísticas. Somos todos científicos, sociólogos, economistas. No estamos llamados individualmente a reaccionar más que por medio del compromiso político.
La pobreza se termina, con políticas de Gobierno. Algunos creen en la Educación. Otros en terminar con la corrupción. Otros en la distribución de la riqueza. Otros en una Revolución que destruya al sistema, fuente de todos los males. Todos hablan de terminar con la pobreza, de disminuir los índices, pero el dolor humano no aparece como ínidice. La postergación de la solución a la pobreza echándole la culpa al sistema es una forma de lavarse las manos y no comprometerse con la urgencia del dolor.
No es sólo el sistema capitalista el culpable de la pobreza, sino la indiferencia frente al dolor ajeno.
Un individuo sufre por muchas cosas que tienen origen en la indiferencia social devenida de lo cutural, en el trato entre los individuos particulares, con nombre y apellido, donde el Estado no interviene, sino la cultura. Si bien el Estado puede impulsar el cambio cultural, son las personas las que tienen que cambiar dentro de sí mismas en su actitud con el otro. Y cada uno puede empezar ahora mismo.
Los viejos no se quedan viviendo solos su vejez en todas las culturas. Un vecino chino una vez me sorprendió con algunas preguntas. Venido de la China "comunista" del campo chino a Buenos Aires, me preguntaba en época de Cavallo ¿Para qué quiere el argentino la jubilación? ¿A los viejos no los mantienen los hijos? ¿Para qué tienen hijos si no para que los mantengan cuando sean viejos? Yo le iba contestando y él abría los ojos sorprendido. Le dije que los viejos tenían que pagar expensas en los departamentos, servicios, comida. La pregunta fue ¿Cómo, los viejos no viven en casa de los hijos? A esa pregunta vino la mía ¿Todos los chinos viejos viven en casa de sus hijos? ¿La suegra viviendo con la nuera no disputan el mando? Me contestó: manda el más viejo de la casa, la nuera obedece a la suegra.
Cuento esto porque sólo por comparación y diferencias vemos la relatividad de la cultura.
Antes de Freud y la sicología popularizados, no existía otra contención del dolor emocional más que en la de los vecinos, familiares y amigos. Antes de la existencia de los sicólogos la gente se hacía cargo del otro. Antes todos "se metían". Ahora, cada sufriente que quiere hablar de sus penas sólo encuentra a un aprendiz de psicólogo que busca encontrarle las culpas propias de lo que le pasa, o como un frontón devuelve la pelota derivándolo al consultorio de algún facultativo.
En mi pervivencia por cuarenta años en un barrio con la puerta abierta por tener un negocio, fui viendo actitudes cambiantes, cada vez más ajenas a compartir el dolor de otros. Lo primero que observé fue el trato general ante un problema grave que se hace público por chismes, como un divorcio o la muerte de un ser querido. Antes, todo vecino se sentía en la obligación de venir a expresar su "pésame" por un fallecimiento y los deudos recibían una seguidilla de manos estrechadas con la frase "vengo a darle el pésame" de personas que a veces tenían que explicar su relación con el muerto porque el familiar lo desconocía.
Esas fórmulas solemnes hoy quedaron en desuso, y su ausencia dejó huérfana a la gente de modos de expresión y por ende de obligación. Los vecinos muy próximos o las amistades superficiales tomaron el dicho "si necesitás una oreja, llamáme" o "venite cuando quieras o "contá conmigo", que son otras meras fórmulas modernas que esperan que se le diga gracias y nada más, porque si no, te pondrían la oreja ya, te ofrecerían algo concreto ya, te invitarían con fecha para que vayas a su casa, en lugar de ese "cuando quieras" que es "nunca". Una vez una viuda me cuenta que la gente le escapa por la calle, que cuando la ven de lejos se cruzan enfrente, gente que se paraba para charlar antes de quedar viuda.
Una vez charlando con mi amigo Marco Denevi que se fue hace mucho, me dijo que él siempre le compraba a un chico que vendía por la calle, por más que hubiera un adulto explotándolo. Primero porque el chico podía ser castigado si no vendía, segundo porque sentiría que hay adultos capaces de un buen gesto y tercero porque la venta era una salida para ganarse la vida que en este caso era educativa y había que mostrarle que es un buen camino.
Si un "matrimonio" se pelea a los gritos, hay que meterse. No ser comedido pero delicadamente advertir al matrimonio que se los está escuchando pelear. Si alguien está en problemas económicos, vale hacer una colecta, vale hacerse cargo de algo que necesite. Desde 2001 y hasta que Cristina le otorgó la jubilación, en mi edificio le dimos por pagadas las expensas a Mercedes, una anciana que vive con su única hija esquizofrénica. Hubo que pelear contra los que querían rematarle el departamento. Por suerte les ganamos, y cuando Mercedes y la hija cobraron una asignación, ellas mismas dijeron que iban a empezar a pagar.
Cada vez más tendemos a reclamarle al Estado lo que el falta al otro, como los pichones esperan que su madre les embuche en el pico la comida deglutida.
He aquí un caso que no fue debatido en los medios, porque fue intención de los medios poner en pánico a la población por motivos políticos. El pánico termina por cortar todos los lazos solidarios y cada uno mira su propio ombligo. “Ni yo mismo entiendo por qué no lo ayudé a Matías”
El sentimiento de dolor ha caído en desgracia en la cultura. Y eso es muy grave. Lo estamos padeciendo y no nos damos cuenta.
La historia es un péndulo que va de un extremo al otro y ya vimos demasiado que la limosna sólo sirvió para demostrar condolencia teatral, para limpiar la consciencia de los ricos, acallar las críticas a su avaricia, y silenciar las voces que los condenan.
La sociedad desprestigió al dolor hipócrita y pasó a buscar soluciones generales a la pobreza. El resto de los dolores el Gobierno los escucha por categorías y los resuelve otorgando derechos a minorías discriminadas. Pero hay más dolores que los que puede resolver el Gobierno.
No vemos más a un individuo particular que sufre, sino a una masa que aparece en las estadísticas. Somos todos científicos, sociólogos, economistas. No estamos llamados individualmente a reaccionar más que por medio del compromiso político.
La pobreza se termina, con políticas de Gobierno. Algunos creen en la Educación. Otros en terminar con la corrupción. Otros en la distribución de la riqueza. Otros en una Revolución que destruya al sistema, fuente de todos los males. Todos hablan de terminar con la pobreza, de disminuir los índices, pero el dolor humano no aparece como ínidice. La postergación de la solución a la pobreza echándole la culpa al sistema es una forma de lavarse las manos y no comprometerse con la urgencia del dolor.
No es sólo el sistema capitalista el culpable de la pobreza, sino la indiferencia frente al dolor ajeno.
Un individuo sufre por muchas cosas que tienen origen en la indiferencia social devenida de lo cutural, en el trato entre los individuos particulares, con nombre y apellido, donde el Estado no interviene, sino la cultura. Si bien el Estado puede impulsar el cambio cultural, son las personas las que tienen que cambiar dentro de sí mismas en su actitud con el otro. Y cada uno puede empezar ahora mismo.
Los viejos no se quedan viviendo solos su vejez en todas las culturas. Un vecino chino una vez me sorprendió con algunas preguntas. Venido de la China "comunista" del campo chino a Buenos Aires, me preguntaba en época de Cavallo ¿Para qué quiere el argentino la jubilación? ¿A los viejos no los mantienen los hijos? ¿Para qué tienen hijos si no para que los mantengan cuando sean viejos? Yo le iba contestando y él abría los ojos sorprendido. Le dije que los viejos tenían que pagar expensas en los departamentos, servicios, comida. La pregunta fue ¿Cómo, los viejos no viven en casa de los hijos? A esa pregunta vino la mía ¿Todos los chinos viejos viven en casa de sus hijos? ¿La suegra viviendo con la nuera no disputan el mando? Me contestó: manda el más viejo de la casa, la nuera obedece a la suegra.
Cuento esto porque sólo por comparación y diferencias vemos la relatividad de la cultura.
Antes de Freud y la sicología popularizados, no existía otra contención del dolor emocional más que en la de los vecinos, familiares y amigos. Antes de la existencia de los sicólogos la gente se hacía cargo del otro. Antes todos "se metían". Ahora, cada sufriente que quiere hablar de sus penas sólo encuentra a un aprendiz de psicólogo que busca encontrarle las culpas propias de lo que le pasa, o como un frontón devuelve la pelota derivándolo al consultorio de algún facultativo.
En mi pervivencia por cuarenta años en un barrio con la puerta abierta por tener un negocio, fui viendo actitudes cambiantes, cada vez más ajenas a compartir el dolor de otros. Lo primero que observé fue el trato general ante un problema grave que se hace público por chismes, como un divorcio o la muerte de un ser querido. Antes, todo vecino se sentía en la obligación de venir a expresar su "pésame" por un fallecimiento y los deudos recibían una seguidilla de manos estrechadas con la frase "vengo a darle el pésame" de personas que a veces tenían que explicar su relación con el muerto porque el familiar lo desconocía.
Esas fórmulas solemnes hoy quedaron en desuso, y su ausencia dejó huérfana a la gente de modos de expresión y por ende de obligación. Los vecinos muy próximos o las amistades superficiales tomaron el dicho "si necesitás una oreja, llamáme" o "venite cuando quieras o "contá conmigo", que son otras meras fórmulas modernas que esperan que se le diga gracias y nada más, porque si no, te pondrían la oreja ya, te ofrecerían algo concreto ya, te invitarían con fecha para que vayas a su casa, en lugar de ese "cuando quieras" que es "nunca". Una vez una viuda me cuenta que la gente le escapa por la calle, que cuando la ven de lejos se cruzan enfrente, gente que se paraba para charlar antes de quedar viuda.
Una vez charlando con mi amigo Marco Denevi que se fue hace mucho, me dijo que él siempre le compraba a un chico que vendía por la calle, por más que hubiera un adulto explotándolo. Primero porque el chico podía ser castigado si no vendía, segundo porque sentiría que hay adultos capaces de un buen gesto y tercero porque la venta era una salida para ganarse la vida que en este caso era educativa y había que mostrarle que es un buen camino.
Si un "matrimonio" se pelea a los gritos, hay que meterse. No ser comedido pero delicadamente advertir al matrimonio que se los está escuchando pelear. Si alguien está en problemas económicos, vale hacer una colecta, vale hacerse cargo de algo que necesite. Desde 2001 y hasta que Cristina le otorgó la jubilación, en mi edificio le dimos por pagadas las expensas a Mercedes, una anciana que vive con su única hija esquizofrénica. Hubo que pelear contra los que querían rematarle el departamento. Por suerte les ganamos, y cuando Mercedes y la hija cobraron una asignación, ellas mismas dijeron que iban a empezar a pagar.
Cada vez más tendemos a reclamarle al Estado lo que el falta al otro, como los pichones esperan que su madre les embuche en el pico la comida deglutida.
He aquí un caso que no fue debatido en los medios, porque fue intención de los medios poner en pánico a la población por motivos políticos. El pánico termina por cortar todos los lazos solidarios y cada uno mira su propio ombligo. “Ni yo mismo entiendo por qué no lo ayudé a Matías”