Los habitantes de Andalgalá se enteraron un día que habían dormido todas sus siestas acostados sobre un lecho de oro. Que Dios había depositado ese oro en el mismo subsuelo de sus casas y que ese oro se extendía y derramaba oculto, desde la creación del mundo, también dentro de las inútiles montañas de un paisaje incapaz de haber atraído a algún un turista.
Esas montañas con oro en sus entrañas merecían ser dinamitadass, sí. Merecían ser voladas por los aires y convertidas en minúsculas piedras, como castigo al ocultamiento milenario, que ahora era visto por los habitantes como burla cruel a la pobreza de Andalgalá, esa pobreza que siempre habían creído su único destino.
Los vecinos miraban las montañas y las imaginaban volando por el aire hechas añicos, y veían entre sueños despiertos al dorado metal, dios divino entre los dioses, manar su néctar de riqueza, hacer de cada poblador de Andalgalá un nuevo jeque árabe, un gran visir, un sultán. Ese oro les pertenecía. A ellos. A los pobladores de Andalgalá.
Ya no estarían más los viejos mirando pasar la vida como en Macondo, viendo caer la lluvia, sentados en una silla en la vereda. Ni las niñas harían más bolillos mirando ocultas tras los visillos a ese hombre joven que tienen en su mente.
Un día llegó a Andalgalá el encantador de serpientes, que también vendía el Elixir de la Riqueza. Se llamaba Menem. Llegó en tren hasta la estación de ferrocarril, vestido de frack, con su galera y su bastón, sacando el cuerpo por la ventanilla, saludando a la gente que se había juntado para darle la bienvenida. Se había formado una banda de música con empleados del Banco, bomberos, policías y maestros de escuela que tocaban un instrumento. Y el coro de los chicos cantaba bellas canciones de folklore.
Del tren bajaron también unos señores gordos con gruesas cadenas de oro colgando de sus bolsillos para sostener su reloj. Los gruesos bigotes tapando las comisuras de los labios, lograron ocultar las relamidas de sus voraces lenguas.
El pueblo entero siguió en procesión a la comitiva, con la banda de música tocando, hasta la Plaza principal, donde esperaba el gobernador y sus funcionarios montado en una tarima de madera. Allí Menem le vendió al pueblo de Andalgalá el Elixir de la Riqueza, diciéndoles a los pobladores que si tomaban de esa botella se iban a hacer millonarios, porque de las montañas iba a brotar el oro. Y todos le creyeron. La Plaza estaba adornada con guirnaldas de papel hechas a mano por las matronas, mientras la banda tocaba a morir redoblando el compás, llena de euforia.
¿Cuál fue la realidad? La empresa minera de esos señores gordos se lleva todo el oro y no deja ni una pepita. Con los impuestos que esos señores le pagan al gobierno de Andalgalá SE PAGAN TODOS LOS GASTOS del pequeño estado, del hospital, de la escuela, y los sueldos de los empleados públicos. Muy poca gente trabaja en la mina. Ni siquiera trabajo en la mina hubo para los soñadores de volar en la afombra mágica.
Todos los soñadores se chocaron con una verdad que apareció como una paliza. Andalgalá no sería como dijo el encantador de serpientes, un nuevo Eldorado donde vendrían todos los peregrinos del mundo a ver brotar el oro. y hacer turismo para dejar más plata en el pueblo. Unos cuantos ilusos habían tomado todos sus ahorros y los gastaron antes de saber la verdad, construyendo hoteles que nunca nadie habitaría.
Dicen que las familias se dividieron en dos como Montescos y Capuletos, enfrentadas, los que trabajan para el estado de la ciudad contra los que están afuera de ese círculo privilegiado, que no recibe oro, sino sueldos básicos.
Y empezaron las protestas callejeras de todos los defraudados. Antes de salir a la calle, en cada casa se escuchan las disputas entre hermanos, entre hijos y padres. Los que están empleados en el estado les gritan a los defraudados que si se va la mina ellos se van a quedar sin trabajo y el pueblo va a volver a ser lo mismo que antes.
Hete aquí que otro día especial llegó también a la misma estación de ferrocarril un segundo encantador de serpientes y vendedor de Elixires. Solanas se llamaba, el que les dijo a los defraudados que los señores gordos además de llevarse su oro les envenenan las aguas, que son el demonio y que tienen que salir a combatir contra los infieles para que puedan volver a tomar agua limpia y liberar el Santo Sepulcro del Oro de Andalgalá, dejando descansar el oro bajo sus casas.
Y allí fueron los defraudados, otra vez a beber de un Elixir. Solanas llevó una cámara y filmó a los pobladores manifestando su defraudación. Y se llevó la foto para salir en TN buscando ganar una posición en su campaña política. Allí quedó el pueblo de Andalgalá, solito con su alma, desconfiado ahora también del agua que bebe, pero dispuesto a morir antes de entregar su casa para que le saquen el oro enterrado abajo de sus pies.

Los vecinos miraban las montañas y las imaginaban volando por el aire hechas añicos, y veían entre sueños despiertos al dorado metal, dios divino entre los dioses, manar su néctar de riqueza, hacer de cada poblador de Andalgalá un nuevo jeque árabe, un gran visir, un sultán. Ese oro les pertenecía. A ellos. A los pobladores de Andalgalá.
Ya no estarían más los viejos mirando pasar la vida como en Macondo, viendo caer la lluvia, sentados en una silla en la vereda. Ni las niñas harían más bolillos mirando ocultas tras los visillos a ese hombre joven que tienen en su mente.
Un día llegó a Andalgalá el encantador de serpientes, que también vendía el Elixir de la Riqueza. Se llamaba Menem. Llegó en tren hasta la estación de ferrocarril, vestido de frack, con su galera y su bastón, sacando el cuerpo por la ventanilla, saludando a la gente que se había juntado para darle la bienvenida. Se había formado una banda de música con empleados del Banco, bomberos, policías y maestros de escuela que tocaban un instrumento. Y el coro de los chicos cantaba bellas canciones de folklore.
Del tren bajaron también unos señores gordos con gruesas cadenas de oro colgando de sus bolsillos para sostener su reloj. Los gruesos bigotes tapando las comisuras de los labios, lograron ocultar las relamidas de sus voraces lenguas.
El pueblo entero siguió en procesión a la comitiva, con la banda de música tocando, hasta la Plaza principal, donde esperaba el gobernador y sus funcionarios montado en una tarima de madera. Allí Menem le vendió al pueblo de Andalgalá el Elixir de la Riqueza, diciéndoles a los pobladores que si tomaban de esa botella se iban a hacer millonarios, porque de las montañas iba a brotar el oro. Y todos le creyeron. La Plaza estaba adornada con guirnaldas de papel hechas a mano por las matronas, mientras la banda tocaba a morir redoblando el compás, llena de euforia.
¿Cuál fue la realidad? La empresa minera de esos señores gordos se lleva todo el oro y no deja ni una pepita. Con los impuestos que esos señores le pagan al gobierno de Andalgalá SE PAGAN TODOS LOS GASTOS del pequeño estado, del hospital, de la escuela, y los sueldos de los empleados públicos. Muy poca gente trabaja en la mina. Ni siquiera trabajo en la mina hubo para los soñadores de volar en la afombra mágica.
Todos los soñadores se chocaron con una verdad que apareció como una paliza. Andalgalá no sería como dijo el encantador de serpientes, un nuevo Eldorado donde vendrían todos los peregrinos del mundo a ver brotar el oro. y hacer turismo para dejar más plata en el pueblo. Unos cuantos ilusos habían tomado todos sus ahorros y los gastaron antes de saber la verdad, construyendo hoteles que nunca nadie habitaría.
Dicen que las familias se dividieron en dos como Montescos y Capuletos, enfrentadas, los que trabajan para el estado de la ciudad contra los que están afuera de ese círculo privilegiado, que no recibe oro, sino sueldos básicos.
Y empezaron las protestas callejeras de todos los defraudados. Antes de salir a la calle, en cada casa se escuchan las disputas entre hermanos, entre hijos y padres. Los que están empleados en el estado les gritan a los defraudados que si se va la mina ellos se van a quedar sin trabajo y el pueblo va a volver a ser lo mismo que antes.
Hete aquí que otro día especial llegó también a la misma estación de ferrocarril un segundo encantador de serpientes y vendedor de Elixires. Solanas se llamaba, el que les dijo a los defraudados que los señores gordos además de llevarse su oro les envenenan las aguas, que son el demonio y que tienen que salir a combatir contra los infieles para que puedan volver a tomar agua limpia y liberar el Santo Sepulcro del Oro de Andalgalá, dejando descansar el oro bajo sus casas.
Y allí fueron los defraudados, otra vez a beber de un Elixir. Solanas llevó una cámara y filmó a los pobladores manifestando su defraudación. Y se llevó la foto para salir en TN buscando ganar una posición en su campaña política. Allí quedó el pueblo de Andalgalá, solito con su alma, desconfiado ahora también del agua que bebe, pero dispuesto a morir antes de entregar su casa para que le saquen el oro enterrado abajo de sus pies.