(Leer primera parte: Max Leonberger)
Lo llevó a pasear mi marido y despuès mi hijo, que luego lo entró a casa. El perro se extendìa en el paso del living y el departamento era intransitable. Nos miràbamos todos pensando en lo imposible que era que Max se quedara. Lo dejamos atado a una reja que tiene el àrbol de la calle frente a mi negocio, mientras el tiempo transcurría vertiginoso para que mi intromisión en este asunto fuera resolutiva.
La bolilla se había corrido. Marisa volvió a ver què habìa pasado con el perro. Se vino con una veterinaria que al cuento del hallazgo de un perro como Max se sintiò atraìda por verlo. La veterinaria le metió la mano en la boca para verle los dientes. A Max no le gustò nada, pero no la lastimó. Es un leonberger, dijo.
En medio de un aquelarre de vecinas chusmas, aparece en el horizonte el futuro adoptante de Max. Viene caminando iluso, sin saber que en su destino estaba marcado que esa serìa la hora señalada para el final del cuento. Cuando lo ví venir me dije: Eureka.
Jorge tiene una casa grande, vive sòlo con varios perros. Uno más no era problema. El tamaño tampoco. Jorge miró a Max y la reacción química no necesitó catalizadores. Mejor no pudo haberle ido a Max.
Ya anochecìa y pensábamos cómo transportarlo. Llamamos a un flete, a otro, quedaron en contestar. Entonces Jorge paró a un taxi grande. El taxista vio a Max, e increìblemente dijo que no tenía ningùn problema en llevarlo. Max subió al asiento de atrás y SE SENTÓ, con el fair play del que acostumbra a viajar en auto, colocando sus manazas en el respaldo del asiento del chofer. Y se fue el taxi con los dos.
Jorge tiene una casa grande, vive sòlo con varios perros. Uno más no era problema. El tamaño tampoco. Jorge miró a Max y la reacción química no necesitó catalizadores. Mejor no pudo haberle ido a Max.
Ya anochecìa y pensábamos cómo transportarlo. Llamamos a un flete, a otro, quedaron en contestar. Entonces Jorge paró a un taxi grande. El taxista vio a Max, e increìblemente dijo que no tenía ningùn problema en llevarlo. Max subió al asiento de atrás y SE SENTÓ, con el fair play del que acostumbra a viajar en auto, colocando sus manazas en el respaldo del asiento del chofer. Y se fue el taxi con los dos.
Mi marido y yo visitamos de vez en cuando a Max. La cabeza de Max ocupa todo el ancho del vidrio de una puerta que da al patio. A través del vidrio, no se distingue bien su cara, confundidos los ojos azabaches con la trompa negra. Sólo se ve la melena roja, y se percibe su disgusto por quedar afuera de la velada, de la que suelen participar las tres perras que comparten su vida, que juegan con nosotros como gentiles anfitrionas.
En un momento Jorge lo deja pasar. Yo me quedo sentada inmòvil, mirando siempre la misma escena. Max penetra resuelto sin saludar, ignorando a las visitas, y se acuesta a la vera de su amo, desparramando en el suelo su belleza, tranquilo, en paz.