La Argentina ocupa el cuarto lugar entre países de América Latina por la cantidad de femicidios cometidos por violencia de género, dijeron organizaciones que realizaron una movilización en el centro porteño para reclamar políticas públicas contra ese tipo de crímenes, cuando fueron 260 las víctimas mortales en 2010.
Soy una mujer en riesgo, y no puedo hacer nada. Esas fueron sus palabras, ayer en la óptica. Cuando se fue, me envió por mail la invitación a la Feria del Libro para este domingo, donde hace la presentación de su libro.
Ella y el marido son dos intelectuales conocidos en el ambiente. Nadie sabe el drama que viven en su matrimonio. Ella dice que él puede terminar matándola. Que hizo lo que pudo pero no hay forma.
Tienen una gran afinidad intelectual. Parecen una pareja maravillosa. Todo el que los conoce los estima. A cada uno de los dos por razones propias. Elaboran juntos los asuntos que necesitan comentarse. El aporta su enorme conocimiento de una cultura general pocas veces vista. Ella su aptitud literaria, su capacidad de análisis y su criterio. Ella lo admira en su trabajo. El la apoya y la ayuda en el suyo.
Es el segundo matrimonio de los dos. Los dos tienen hijos que viven solos, pero ninguno en común. Hasta podría decirse que en el fondo subsiste un amor enrevesado, pero sin sexo hace rato. Siendo el sexo un asunto de dos, él, que entiende de psicoanálisis, la acusa a ella de haber terminado la vida sexual. Ella dice que nunca se negó, sólo que no se le despierta más el deseo, y no se siente culpable por eso, sino más bien víctima de la situación, pero nunca se quejaría a él por eso. En cambio él sí se da el gusto de culpabilizarla, según ella, sólo para hacerla sentir culpable.
La pareja vive una violencia intermitente, mechada de períodos de paz. De pronto surge un enfrentamiento. Ella dice que viven discutiendo diferencias conceptuales y política, tanto como cuestiones domésticas, pero no sabe cómo de repente él estalla. Que no sabe por qué él estalla. Que no sabe qué hace a la diferencia entre discutir normalmente o armarse entre ellos una escena de locura.
Las escenas violentas las protagoniza el marido. Grita: sobre todo, grita. Mientras ella le pide que se calme por favor, rogándole que no grite. El rompe objetos contra el piso. Patea sillas. Le tira todo lo que tiene arriba del escritorio arrasando con el brazo. Ella dice que en ese momento le pide perdón de cualquier cosa y se asume culpable de lo que él quiera con tal de calmarlo.
¿Y los vecinos no escuchan? le pregunté. No se meten, me dijo. Ni el portero quiere meterse. Los gritos que salen del departamento son atroces, dice ella. Todos deben escuchar. Pero nadie quiere meterse. A veces deseo que alguien llame a la Policía. Pero nadie lo hace.
¿Y no se trataron? le pregunté. Sí, me contestó, fuimos a un psiquiatra, una sola vez. El tuvo un estallido frente al psiquiatra. El psiquiatra trató de hacerle entender que su reacción era desmesurada en relación al asunto que se trataba, pero no consiguió nada, siguió enfurecido. El no quiso volver. Ella fue sola a ver al psiquiatra después de eso. El psiquiatra le dijo que no podía hacer nada si él no quería volver. Ella le preguntó qué tenía que hacer frente a esos estallidos. Le contestó "no puedo aconsejarla si él no quiere tratarse."
¿Por qué no hacés una denuncia a la Policía por mal trato psicológico? le dije. Ya fui la Policía, me contestó. Pero lo que te ofrecen es la separación por la fuerza. No te ofrecen ninguna otra alternativa. Y yo no puedo separarme. Primero por la situación económica en la que quedaríamos ambos, totalmente destruídos, totalmente. El sobre todo, quedaría en la ruina. Con su entrada de monotributista no le alcanza para mantener una casa solo. Y segundo porque estoy segura de que tiene que haber alguna instancia que lo amenace lo suficiente como para evitar esas escenas de terror y nerviosismo extremo, que en cualquier momento terminan en la muerte de alguno de los dos. A veces pienso que yo también puedo enloquecer y perder el dominio, en medio del terror que padezco.
¿Y qué pasó cuando fuiste a la Policía? le pregunté. Mirá, me contestó, ese día él estalló en el supermercado. Llegó al supermercado cuando yo había cargado el changuito casi hasta el último peso que tenía en la billetera. Y empezó a comprar más cosas y agregarlas al changuito. Entonces yo le hice la pregunta que disparó la locura: ¿vos tenés plata? Se lo dije con fastidio, porque sabía que él no tenía plata, ya que todo el dinero que ganó en ese mes se había destinado a los gastos fijos. Fue suficiente para empezar a hacerme esas escenas de violencia. Consideró que lo estaba humillando por no tener dinero en el bolsillo.
Desgraciadamente el supermercado estaba medio vació, continuó. No gritaba, pero me azuzaba con el cuerpo y con una cara monstruosa, insultándome. Un hombre entró a la góndola, pero al ver eso, se fue inmediatamente, como escapando. Entonces me puse en la cola de la caja para pagar. El estaba a mi lado enfurecido, pechándome, y yo tomé mi celular para llamar a la Policía. El me lo arrebató con violencia de las manos. Yo grité que me devuelva el celular. Nadie de los de la cola se inmutó. El salió a la puerta a esperarme, enfurecido y con mi celular.
Esa vez decidí que no ocultaría más mi drama - continuó - estaba aterrorizada. Le grité en la calle que me devolviera el celular y salió para casa con el celular, sabiendo que yo no tenía más remedio que subir, y que ahí me tendría cautiva para hacerme padecer de las suyas con sus gritos y escenas. Pero yo me fui en taxi con todas las bolsas del supermercado a la Comisaría. Con tanto pánico y nervios, y vergüenza, que al bajarme del taxi olvidé el llavero con las llaves de mi casa.
En la Comisaría me ofrecieron hacer la denuncia al Juez. Yo me negué. Les pedí sólo que me acompañaran, para calmarlo y para que sirva de amenaza a su comportamiento, para la próxima vez sí hacer en serio la denuncia y terminar con esto. Pero ahora yo no tenía las llaves de mi casa, y él me esperaba enfurecido habiéndome arrebatado el celular. Sin el celular no hubiera podido ni llamar a mis hijos en auxilio. La Policía me acompañó, aunque me dijeron que eso no es regular. Llamaron a un psiquiatra que lo revisó. El se había calmado, porque los arrebatos le duran un tiempo y luego se calma. como si nada hubiera pasado. El psiquiatra no consideró que en ese momento fuera peligroso. La Policía se retiró habiendo hecho un expediente bastante largo.
Y todo se calmó. Pero la experiencia no le sirvió, y volvió a estallar varias veces. En particular ayer, porque lo interrumpí en su trabajo para pedirle que ponga una lamparita que se había quemado. Parece que el trabajo le salió mal porque yo lo interrumpí, y tenía que entregarlo urgente. Sé que tengo que separarme, sé que tengo que ir a la Comisaría a hacer la denuncia y terminar de una vez, y que no me importe nada su destino. Pero sé que está enfermo, que es una buena persona, que me ayuda y lo necesito. No sé. No sé.
¿Y qué dicen tus hijos? le pregunté. Que me separe. Pero les molesta el asunto. Lo escuchan con desagrado. Ellos hacen su vida. Y yo no quiero molestarlos, así que no están enterados de la mayor parte de los estallidos. Siempre digo que está todo bien, cuando me preguntan cómo va la cosa.
Así terminó el cuento. El domingo me voy a encontrar con los dos. Porque él la acompaña a todos lados.
Soy una mujer en riesgo, y no puedo hacer nada. Esas fueron sus palabras, ayer en la óptica. Cuando se fue, me envió por mail la invitación a la Feria del Libro para este domingo, donde hace la presentación de su libro.
Ella y el marido son dos intelectuales conocidos en el ambiente. Nadie sabe el drama que viven en su matrimonio. Ella dice que él puede terminar matándola. Que hizo lo que pudo pero no hay forma.
Tienen una gran afinidad intelectual. Parecen una pareja maravillosa. Todo el que los conoce los estima. A cada uno de los dos por razones propias. Elaboran juntos los asuntos que necesitan comentarse. El aporta su enorme conocimiento de una cultura general pocas veces vista. Ella su aptitud literaria, su capacidad de análisis y su criterio. Ella lo admira en su trabajo. El la apoya y la ayuda en el suyo.
Es el segundo matrimonio de los dos. Los dos tienen hijos que viven solos, pero ninguno en común. Hasta podría decirse que en el fondo subsiste un amor enrevesado, pero sin sexo hace rato. Siendo el sexo un asunto de dos, él, que entiende de psicoanálisis, la acusa a ella de haber terminado la vida sexual. Ella dice que nunca se negó, sólo que no se le despierta más el deseo, y no se siente culpable por eso, sino más bien víctima de la situación, pero nunca se quejaría a él por eso. En cambio él sí se da el gusto de culpabilizarla, según ella, sólo para hacerla sentir culpable.
La pareja vive una violencia intermitente, mechada de períodos de paz. De pronto surge un enfrentamiento. Ella dice que viven discutiendo diferencias conceptuales y política, tanto como cuestiones domésticas, pero no sabe cómo de repente él estalla. Que no sabe por qué él estalla. Que no sabe qué hace a la diferencia entre discutir normalmente o armarse entre ellos una escena de locura.
Las escenas violentas las protagoniza el marido. Grita: sobre todo, grita. Mientras ella le pide que se calme por favor, rogándole que no grite. El rompe objetos contra el piso. Patea sillas. Le tira todo lo que tiene arriba del escritorio arrasando con el brazo. Ella dice que en ese momento le pide perdón de cualquier cosa y se asume culpable de lo que él quiera con tal de calmarlo.
¿Y los vecinos no escuchan? le pregunté. No se meten, me dijo. Ni el portero quiere meterse. Los gritos que salen del departamento son atroces, dice ella. Todos deben escuchar. Pero nadie quiere meterse. A veces deseo que alguien llame a la Policía. Pero nadie lo hace.
¿Y no se trataron? le pregunté. Sí, me contestó, fuimos a un psiquiatra, una sola vez. El tuvo un estallido frente al psiquiatra. El psiquiatra trató de hacerle entender que su reacción era desmesurada en relación al asunto que se trataba, pero no consiguió nada, siguió enfurecido. El no quiso volver. Ella fue sola a ver al psiquiatra después de eso. El psiquiatra le dijo que no podía hacer nada si él no quería volver. Ella le preguntó qué tenía que hacer frente a esos estallidos. Le contestó "no puedo aconsejarla si él no quiere tratarse."
¿Por qué no hacés una denuncia a la Policía por mal trato psicológico? le dije. Ya fui la Policía, me contestó. Pero lo que te ofrecen es la separación por la fuerza. No te ofrecen ninguna otra alternativa. Y yo no puedo separarme. Primero por la situación económica en la que quedaríamos ambos, totalmente destruídos, totalmente. El sobre todo, quedaría en la ruina. Con su entrada de monotributista no le alcanza para mantener una casa solo. Y segundo porque estoy segura de que tiene que haber alguna instancia que lo amenace lo suficiente como para evitar esas escenas de terror y nerviosismo extremo, que en cualquier momento terminan en la muerte de alguno de los dos. A veces pienso que yo también puedo enloquecer y perder el dominio, en medio del terror que padezco.
¿Y qué pasó cuando fuiste a la Policía? le pregunté. Mirá, me contestó, ese día él estalló en el supermercado. Llegó al supermercado cuando yo había cargado el changuito casi hasta el último peso que tenía en la billetera. Y empezó a comprar más cosas y agregarlas al changuito. Entonces yo le hice la pregunta que disparó la locura: ¿vos tenés plata? Se lo dije con fastidio, porque sabía que él no tenía plata, ya que todo el dinero que ganó en ese mes se había destinado a los gastos fijos. Fue suficiente para empezar a hacerme esas escenas de violencia. Consideró que lo estaba humillando por no tener dinero en el bolsillo.
Desgraciadamente el supermercado estaba medio vació, continuó. No gritaba, pero me azuzaba con el cuerpo y con una cara monstruosa, insultándome. Un hombre entró a la góndola, pero al ver eso, se fue inmediatamente, como escapando. Entonces me puse en la cola de la caja para pagar. El estaba a mi lado enfurecido, pechándome, y yo tomé mi celular para llamar a la Policía. El me lo arrebató con violencia de las manos. Yo grité que me devuelva el celular. Nadie de los de la cola se inmutó. El salió a la puerta a esperarme, enfurecido y con mi celular.
Esa vez decidí que no ocultaría más mi drama - continuó - estaba aterrorizada. Le grité en la calle que me devolviera el celular y salió para casa con el celular, sabiendo que yo no tenía más remedio que subir, y que ahí me tendría cautiva para hacerme padecer de las suyas con sus gritos y escenas. Pero yo me fui en taxi con todas las bolsas del supermercado a la Comisaría. Con tanto pánico y nervios, y vergüenza, que al bajarme del taxi olvidé el llavero con las llaves de mi casa.
En la Comisaría me ofrecieron hacer la denuncia al Juez. Yo me negué. Les pedí sólo que me acompañaran, para calmarlo y para que sirva de amenaza a su comportamiento, para la próxima vez sí hacer en serio la denuncia y terminar con esto. Pero ahora yo no tenía las llaves de mi casa, y él me esperaba enfurecido habiéndome arrebatado el celular. Sin el celular no hubiera podido ni llamar a mis hijos en auxilio. La Policía me acompañó, aunque me dijeron que eso no es regular. Llamaron a un psiquiatra que lo revisó. El se había calmado, porque los arrebatos le duran un tiempo y luego se calma. como si nada hubiera pasado. El psiquiatra no consideró que en ese momento fuera peligroso. La Policía se retiró habiendo hecho un expediente bastante largo.
Y todo se calmó. Pero la experiencia no le sirvió, y volvió a estallar varias veces. En particular ayer, porque lo interrumpí en su trabajo para pedirle que ponga una lamparita que se había quemado. Parece que el trabajo le salió mal porque yo lo interrumpí, y tenía que entregarlo urgente. Sé que tengo que separarme, sé que tengo que ir a la Comisaría a hacer la denuncia y terminar de una vez, y que no me importe nada su destino. Pero sé que está enfermo, que es una buena persona, que me ayuda y lo necesito. No sé. No sé.
¿Y qué dicen tus hijos? le pregunté. Que me separe. Pero les molesta el asunto. Lo escuchan con desagrado. Ellos hacen su vida. Y yo no quiero molestarlos, así que no están enterados de la mayor parte de los estallidos. Siempre digo que está todo bien, cuando me preguntan cómo va la cosa.
Así terminó el cuento. El domingo me voy a encontrar con los dos. Porque él la acompaña a todos lados.