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Voy caminando sin mucho apuro para abrir mi óptica. Desde lejos veo que alguien que no conozco está frente a la puerta. El hombre consulta el reloj en su muñeca. Cruza los brazos sobre el pecho. Levanta la cabeza hacia el cielo. Baja luego la cabeza y mira sus zapatos. Descruza los brazos y mete las manos en los bolsillos. Termina la secuencia espasmódica descansando su esqueleto sobre un auto estacionado, mirando la puerta cerrada de la óptica. Vuelve a mirar el reloj.
Es obvio que tiene algún problema con un anteojo que no se hizo en mi óptica. Tampoco viene a hacerse un anteojo nuevo. Está sin saco, con la corbata aflojada, es alguien que dejó el trabajo y quiere volver rápido. Sólo puede estar esperando que le pongan un tornillo. Voy rumiando disgustada.
Apuesto a que se le perdió un tornillo y en el bolsillo tiene el anteojo con la patilla suelta. Imagino el escenario previo: al tomar el anteojo se quedó con una patilla en la mano. Trató de usarlo con una patilla sola, pero se le inclinaba y veía doble. Quiso arreglarlo con un pegamento, pero embadurnó el vidrio. Quiso limpiar de pegamento el vidrio, pero lo expulsó del marco. El vidrio cayó al suelo y se astilló en el borde. Sin anteojos no puede hacer nada, con todo el trabajo que tiene.
“¿Dónde hay una óptica por acá?” Preguntó a cualquiera. “A dos cuadras para allá” le dijo alguno. Se vino corriendo y encontró el negocio cerrado. Preguntó en el local de al lado. Le dijeron “espérela, ya está llegando”.
Yo sigo caminado, sin apuro. Al tipo no lo conozco, pero sé todo lo que le pasa. Me lo sé de memoria. Casi todos los días de mi vida me está esperando un tipo que no conozco que perdió un podrido tornillo. Apuesto a que antes de que abran todas las ópticas del mundo, hay siempre un tipo desconocido esperando ansioso en la puerta, con el único objeto de que le pongan un podrido tornillo.
“Nada más para poner un tornillo”, ya sé, me va a decir el hombre cuando yo llegue a la puerta, sonriente, genuflexo, como si hubiera visto llegar a la Virgen María. Pero acto seguido va a agregar una frasecita que me hace a mí tan prescindible en su vida como para los ateos la Virgen María. “Si yo tuviera un tornillo y un destornillador, me lo hubiera puesto solo, pero no tengo. Es una pavada, es cuestión de un minuto”.
Todo este diálogo se va fantaseando en mi cabeza antes de llegar, y continúo contestando en la misma fantasía: ¿Por qué mierda no preguntaste dónde hay una óptica cerca cuando te hiciste el anteojo nuevo? ¿Por qué mierda no te vas a poner el tornillo a la óptica que te lo hiciste? ¿No sabés que la óptica es una ciencia muy antigua y respetable? ¿No te enteraste de que grandes filósofos de la historia eran ópticos? ¿No sabés que Spinoza era óptico? ¡Qué vas a saber vos quién era Spinoza!
Mientras camino, evoco las humillaciones sufridas por mi ilustre colega Spinoza, salvando las distancias, y asocio al tipo del podrido tornillo con el mensajero de un tribunal gentil que me trae un aviso de "jerem" (excomunión), como hicieron con Spinoza. Como Sócrates, me tomaría una poción de cicuta antes de tener que pasar por ésto, una y otra vez.
Llego a la puerta y fatalmente el tipo me dice: es por un tornillo nada más, si yo tuviera un destornillador me lo pondría solo........
Una vez se me ocurrió decirle al tipo del podrido tornillo: yo le presto un destornillador, siéntese, acá tiene la caja de tornillos. En lugar de sorprenderse aceptó la oferta. Se sentó, le alcancé la caja con un motón de tornillos separados por diversos espesores y largos. Le alcancé la pinza de cirugía que uso para atrapar tornillos de la caja. Use ésto para sacar un tornillo, le dije, y me fui para atrás dejándolo solo.
Atrás tengo una ventanusca de vidrio espejado. El tipo no me veía, yo a él sí. Empezó el espectáculo.
Agarró un tornillo con la pinza y lo primero que le pasó es que se le voló. El hombre se sintió desesperado. Se me escapó el tornillo, dijo, mientras lo buscaba infructuosamente en el piso de mosaico de manchas atigradas. Si tuviera los anteojos podría buscarlo, dijo con voz implorante. ¿No me lo puede poner Ud? resignándose al valor de mi existencia en este planeta.
Sí, claro, dije. Y me dispuse a poner el tornillo desplegando un procedimiento exageradamente largo. El hombre miraba atentamente, ahora respetuosamente. Primero hay que rectificar la rosca, expliqué, como enseñándole. La herramienta que se usa se llama porta calisuar, al que se le pone un macho del ancho del tornillo. Hay que rectificar la rosca para que el tornillo no se vuelva a salir, por algo se salió, dije. Hay que hacer las cosas bien. A mí me gusta hacer las cosas bien, o nada. El hombre asentía callado. Calmo, entregado, ya no miraba el reloj.
Las gracias que me dió al irse, además de un pago, cambiaron la relación con la cosa que me torturó durante tanto tiempo. Por primera vez no me quedé como una idiota diciendo, está bien, no es nada, vaya tranquilo, a un tipo que me usó y me tiró en cinco minutos.
Ahora, cada vez que me espera el hombre del pdrido tornillo le espeto primero que nada un precio exagerado, el golpe lo lastima, cinco pesos. ¿Cinco pesos? Dicen algunos, ¿por un tornillo? y se van. Otros se tragan el golpe y dicen: está bien, o , no hay problema.
Mientras pongo el tornillo explico todo el procedimiento, para que se justifiquen en algo los cinco pesos que le hago pagar al pobre cautivo. Algunas personas inteligentes suelen hacerse clientes míos al verme poner un tornillo con tanta dedicación.
Pensar que ninguno de los que se llevaban puesto el podrido tornillo sin pagar, volvió nunca a hacerse un anteojo conmigo. En cambio, desde que cobro el tornillo, sí empezaron a volver. La gente necesita tratar con personas que se valoren a sí mismas.
Eva Row