No sé cuántos minutos pasaron hasta que se terminó el horror, jamás he perdido tanto el dominio de mí misma. Fue el lunes a la noche, a las 19 precisamente. Por suerte el coche estaba estacionado en la puerta y el sanatorio cerca. Cada semáforo rojo era un obstáculo insoportable, mi hijo se retorcía de dolor en el asiento de atrás, con su cuerpo de hombre, sin encontrar una posición, en quejidos permanetes, como un reptil. En la mitad del camino gritó que paráramos porque tenía que vomitar. Y abrió la puerta, y sin salir del auto, tirado en el asiento, vomitó sacando la cabeza afuera, pero siguió igual de dolorido. No podíamos imaginar qué le estaba pasando.
Llegamos a la guardia y los médicos dijeron "cólico renal" sólo con verlo entrar. Lo pusieron en una silla de ruedas y muchos encima de él le aplicaban calmantes muy fuertes hasta que lo durmieron. Lo que siguió fue diferente, ya dormido en la cama, la médica que se ocupó llamó al cirujano quien dijo que la piedra estaba "migrando" y que debía orinar para expulsarla. Por suerte sucedió, y al despertar mi hijo estaba como si nada hubiera pasado. Cuando salió, la médica me preguntó ¿usted tuvo un parto natural?, "no, por cesárea", le contesté; "yo tuve partos naturales y también un cólico renal: prefiero mil partos por el ombligo antes que un cólico renal", dijo para darme a entender las cosas.
Sigo aún conmocionada además por la reacción que tuve ante el dolor de mi hijo. Por la impotencia que me dió el no poder hacer algo más por él cuando tomaron intervención los médicos, salí corriendo a hacer los trámites yo misma, mientras dejé a mi marido a su lado en la sala de guardia. Luego volví a verlo en la guardia en ese estado desesperante mientras los médicos le repetían que los calmantes pronto le iban a hacer efecto. La médica lo consolaba y acariciaba como yo misma lo hubiera hecho, mientras él aún se revolvía en la silla de ruedas.
En ese momento, la adrenalida acumulada me tiró el corazón para afuera. No pude refrenar el llanto que brotaba y brotaba sin contención de ninguna especie. El pecho parecía estallarme, mordía el pañuelo con los dientes, mientras miraba incrédula esa escena impiadosa.
Mi hijo está ahora bien, todo pasó. Pero yo siento que un palo enorme me partió la cabeza. Creí que no necesitaba saber hasta dónde se puede querer a un hijo. Creí que ya lo sabía.
En el viaje de regreso, descansando contra las cuerdas del ring de la vida, evoqué para mis adentros una conversación completa que una vez tuvimos con un amigo sobre el tema de las maldiciones. Dijimos que las maldiciones (como las bendiciones) son una apelación a la justicia del futuro para con las cosas malas (o buenas ) que hacen los hombres. Que se apela a que el devenir premie o castigue. Había contado yo a mi amigo entonces, lo que me relató el Cónsul de la URSS que visitaba mi óptica en época de la perestroika y del glasnost. Su padre había pasado la primera guerra, la caída del Zar, la fundación de la URSS, la segunda guerra, y todo lo que siguió, y le era insoportable el adaptarse también a la caída del comunismo. El Cónsul me contaba que en Rusia, una de las bendiciones comunes era: "te deseo una larga vida sin cambios", y ambos concluímos entre risas, que una buena maldición podría ser desearle a alguien "una larga vida llena de cambios". Mi amigo aportó a la conversación una maldición china que dice: "que tengas una vida tan larga, que cuando mueras, no te queden ni parientes ni conocidos que asistan a tu velorio". Juntos reímos del imaginario sutil del odio.
De acuerdo a lo que acababa de vivir, me ví en posesión de una nueva maldición para aportar al acopio que hicimos en esa divertida conversación con mi amgio: "que si tu hijo tiene un cólico renal, estés presente para verlo con tus ojos". Metida en mis pensamientos mientras volvíamos a casa, pensé que estaba haciendo un mero ejercicio intelectual perverso, sin medir la verdadera profundidad del odio que fundan las maldiciones. De pronto se me hizo presente la magnitud del odio posible, y tomé contacto con la desmesura real del odio, su afincamiento en mentes que forzosamente tienen que ser primitivas, en inteligencias que forzosamente tienen que ser minusválidas. Donde hay odio, no puede haber cultura. A pesar del mal día, la jornada terminó con una nueva convicción.
Llegamos a la guardia y los médicos dijeron "cólico renal" sólo con verlo entrar. Lo pusieron en una silla de ruedas y muchos encima de él le aplicaban calmantes muy fuertes hasta que lo durmieron. Lo que siguió fue diferente, ya dormido en la cama, la médica que se ocupó llamó al cirujano quien dijo que la piedra estaba "migrando" y que debía orinar para expulsarla. Por suerte sucedió, y al despertar mi hijo estaba como si nada hubiera pasado. Cuando salió, la médica me preguntó ¿usted tuvo un parto natural?, "no, por cesárea", le contesté; "yo tuve partos naturales y también un cólico renal: prefiero mil partos por el ombligo antes que un cólico renal", dijo para darme a entender las cosas.
Sigo aún conmocionada además por la reacción que tuve ante el dolor de mi hijo. Por la impotencia que me dió el no poder hacer algo más por él cuando tomaron intervención los médicos, salí corriendo a hacer los trámites yo misma, mientras dejé a mi marido a su lado en la sala de guardia. Luego volví a verlo en la guardia en ese estado desesperante mientras los médicos le repetían que los calmantes pronto le iban a hacer efecto. La médica lo consolaba y acariciaba como yo misma lo hubiera hecho, mientras él aún se revolvía en la silla de ruedas.
En ese momento, la adrenalida acumulada me tiró el corazón para afuera. No pude refrenar el llanto que brotaba y brotaba sin contención de ninguna especie. El pecho parecía estallarme, mordía el pañuelo con los dientes, mientras miraba incrédula esa escena impiadosa.
Mi hijo está ahora bien, todo pasó. Pero yo siento que un palo enorme me partió la cabeza. Creí que no necesitaba saber hasta dónde se puede querer a un hijo. Creí que ya lo sabía.
En el viaje de regreso, descansando contra las cuerdas del ring de la vida, evoqué para mis adentros una conversación completa que una vez tuvimos con un amigo sobre el tema de las maldiciones. Dijimos que las maldiciones (como las bendiciones) son una apelación a la justicia del futuro para con las cosas malas (o buenas ) que hacen los hombres. Que se apela a que el devenir premie o castigue. Había contado yo a mi amigo entonces, lo que me relató el Cónsul de la URSS que visitaba mi óptica en época de la perestroika y del glasnost. Su padre había pasado la primera guerra, la caída del Zar, la fundación de la URSS, la segunda guerra, y todo lo que siguió, y le era insoportable el adaptarse también a la caída del comunismo. El Cónsul me contaba que en Rusia, una de las bendiciones comunes era: "te deseo una larga vida sin cambios", y ambos concluímos entre risas, que una buena maldición podría ser desearle a alguien "una larga vida llena de cambios". Mi amigo aportó a la conversación una maldición china que dice: "que tengas una vida tan larga, que cuando mueras, no te queden ni parientes ni conocidos que asistan a tu velorio". Juntos reímos del imaginario sutil del odio.
De acuerdo a lo que acababa de vivir, me ví en posesión de una nueva maldición para aportar al acopio que hicimos en esa divertida conversación con mi amgio: "que si tu hijo tiene un cólico renal, estés presente para verlo con tus ojos". Metida en mis pensamientos mientras volvíamos a casa, pensé que estaba haciendo un mero ejercicio intelectual perverso, sin medir la verdadera profundidad del odio que fundan las maldiciones. De pronto se me hizo presente la magnitud del odio posible, y tomé contacto con la desmesura real del odio, su afincamiento en mentes que forzosamente tienen que ser primitivas, en inteligencias que forzosamente tienen que ser minusválidas. Donde hay odio, no puede haber cultura. A pesar del mal día, la jornada terminó con una nueva convicción.