En el baño empezó a gotear la ducha. Hace de esto cinco años. Llamé a uno de esos brujos de la humanidad que atesoran saberes aquilatados y añejados en toneles de roble, uno de esos que miramos las mujeres agachando la cabeza, reconociendo nuestra inferioridad por efecto de la prueba contundente.
El plomero, que aparece con su bonete inmenso sobre el cual tiene una estrella, trae consigo herramientas que como la varita mágica, sólo obedecen a su secreto conjuro. La casa es un poco vieja - me dijo al irse-, la próxima vez no le va a poder cambiar el cuerito a la canilla, va a tener que cambiar los caños. La sentencia estaba echada. Cinco años después, es decir, ahora, se volvió a romper el cuerito y volvió a gotear la ducha.
Mi marido, cuyos testículos le proveen de lo indispensable para penetrar en el mundo críptico de los plomeros, me dijo: yo voy a cambiar el cuerito. Pero no pudo. Mi hijo, que comparte el universo genital con maridos, plomeros, electricistas, mecánicos de autos, etc., intentó hacerlo, pero tampoco pudo. Entonces llamé a un plomero. Pero el plomero tampoco pudo. Hay que cambiar los caños -dijo-, confirmando la antigua sentencia que por lo visto resultaba de fatalidad académica.
No fue ánimo de desestimar a nadie, pero me resistía a tener que cambiar los caños por no poder cambiar un cuerito. Le pregunté a mi marido qué era exactamente lo que no se podía hacer. Me contestó que la tuerca estaba muy apretada y que había sido forzada tantas veces, que había perdido la forma de hexágono, por lo que no se podía desenroscar con la herramienta que afloja las tuercas.
Tomé la caja de herramientas y busqué la que necesitaba. ¿Qué vas a hacer? -preguntó indignado mi marido-, y a continuación lanzó una frase fatídica: ¡Tres hombres no pudieron y vos pensás que vas a poder! Su cara llevaba la máscara de la ira. La ofensa a tres hombres era demasiado. Nótese -de paso-, que no dijo: un plomero y dos hombres más. Dijo: tres hombres. Yo ofendía, ya no al saber de los insignes plomeros, sino al gremio de los que llevan colgados un par de gladiolos entre las piernas como si fueran los oropeles de una aristocracia.
Confirmé que la tuerca había perdido su dibujo. La fuerza bruta, ensañada contra una mísera tuerca, había logrado hacerle desparecer sus seis lados. El gladiolero plomero de hace cinco años había hecho una confesión encubierta. El sabía que esa tuerca no iba a poder ser desenroscada nunca más. Sacó una tuerca gastada, y en lugar de reemplazarla, la puso de nuevo y la terminó de convertir en argolla. Sherlock Holmes hubiera hecho la misma deducción. Criminal. Infame gladiolero. Abusador de tuercas. Y vaya a saber de cuántas cosas más será.
El trabajo me habrá llevado unos veinte minutos. Miré la tuerca. Tomé la lima grande. Comencé a revivirle los cantos del hexágono. La dejé de nuevo con forma de tuerca. Tomé la herramienta de cuyo nombre no me acuerdo porque lo ignoro, la que abre tuercas. La coloqué abrazando dos lados paralelos del hexágono. Y rotando la herramienta, casi sin hacer fuerza, la tuerca comenzó a desenroscarse, delicadamente. Mientras se deslizaba por la rosca, sentí dentro de mis venas fluir la sangre apasionada.
Toda una civilización construída en torno al mito de la masculinidad y la feminidad se caía desplomada por el rodar de una tuerca redimida, que giraba como la calesita de un parque de diversiones. Las luces y el bullicio de la música celebraban su rodar, y ella saludaba montada en un corcel de bronce.
Eva Row