Estaba en la óptica, una mañana como tantas, muy ocupada con papeles, sentada en mi escritorio. El panorama que aparece detrás de los vidrios es de gente que pasa, autos estacionados, autos que pasan, colectivos, bullicio. De pronto entran en mi campo visual por la fuerza, dos actores que desarrollan una escena patética. Una mujer joven sacudiendo el brazo de una nena de unos 8 o 9 años, clamaba ahogando el grito: ¡decime qué te hizo! ¡decime qué te hizo! Detenidas las dos ya, una frente a la otra, la nena lloraba amargamente, tambièn ahogando el llanto, como con terror, y diciendo: ¡yo no hice nada! ¡yo no hice nada!, a lo que la madre le replicaba obsesionada, con una rabia que la hija entendía que era contra ella: ¡contame qué te hizo! ¡me vas a contar qué te hizo! y le sacudía el bracito.
Me paré como un rayo. Soy mujer y estoy involucrada. Perdoname que me meta, le dije a la mamá, mirándola a los ojos: no le hizo nada ¿me entendés? , abrazá a tu hija y llenála de besos, ella se puede olvidar si vos ayudàs, no la obligues a cargar con èsto para toda la vida. Despuès buscá al tipo y reventalo, pero tratà de que la nena lo supere, abrazála y no la hagas sufrir más. Es ella la víctima, no vos.
La mujer reaccionó y abrazó a la nena y la nena se abrazó a la mamá, quien la tomó de la mano y sin mirar para atrás, cruzó con ella la calle. La nena giró para mirarme antes de dar vuelta la esquina. Desparecieron. Al día siguiente la mujer volvió a pasar con la nena, se detuvo frente a mi puerta y entró: le quiero dar las gracias, me dijo. La nena vino a darme un beso. Sin otra palabra se fueron.
Eva Rrow