La historia de una carta secreta
En la carta que publico abajo, los nombres son falsos. Pero la carta es auténtica hasta la médula. Me la mandó un amigo –con el pedido de no divulgarla- que la recibió en respuesta a la que le mandó a un periodista. La guardé para que cuando pasen algunos años pueda utilizar su contenido, que pone en cuestionamiento y evidencia, la responsabilidad de un periodista por lo que publica. El mayor valor que creo que tiene esta carta, es que es una confesión de culpa escrita en primera persona.
Las circunstancias están relatadas en la carta. Si algo quedara oscuro, respondo en los comentarios.
Apreciado señor Fermín Sobrado:
Acabo de leer su carta y no puedo ni esperar un minuto más para contestarle. Ante todo, muchas gracias. Mire, tengo 38 años y llevo quince en esta profesión. Créame, cada día se aprende algo. El que haya personas como usted, que toman iniciativas como las suyas, guiados por su sentido de la Justicia, es toda una lección.
Lo más fácil para mí era decirle que ya lo había intentado todo en relación con este desgraciado caso. Era una forma como otra cualquiera de intentar engañarme. Todavía no sé cómo reactivar el interés del periódico en el que trabajo por la suerte de Alberto Salam, pero usted me ha sacudido, al recordarme la dignidad de este pobre hombre que rechaza el indulto y se niega a salir de prisión, si es con el estigma de culpable.
Hablaré con sus abogados e intentaré publicar algo siguiendo ese camino que usted me abre, contando de antemano con su benevolencia por apropiarme descaradamente de su reflexión.
Para acabar, déjeme que le cuente una intimidad. Pocas veces quienes trabajamos en este oficio sabemos cuánto daño podemos llegar a causar. Yo sí lo sé, y no me enorgullezco de ello.
Hace ya muchos años, Miguel Maleh me telefoneó desde la prisión para explicarme su caso y el de su compatriota. "Somos inocentes señor, y sólo le pido que nos escuche", me decía en su más que aceptable castellano. La primera vez que hablamos no le hice el más mínimo caso. Ni la segunda. Ni, probablemente, la tercera, ni la cuarta. "¿Qué preso confiesa su culpabilidad?", creía yo por entonces. Sólo la increíble tenacidad de alguien como Miguel Maleh, que luchaba contra un sistema judicial y contra una lengua que no le eran propias, me hizo dudar. "Si sólo la mitad de lo que cuenta es verdad, estremece pensar lo que será su vida en la cárcel, un día tras otro", me dije.
Empecé desde aquel día a interesarme por su situación y la de su compañero Alberto Salam. Así descubrí que había un informe -del propio cuerpo policial que los detuvo- que avalaba su inocencia. Las piezas del rompecabezas fueron llegando poco a poco.
Un individuo se confesó autor de uno de los delitos por los que permanecían en prisión. El Supremo Tribunal anuló esa condena. El Fiscal General solicitó su indulto por "dudas razonables en conciencia" y así hasta un sinfín de informaciones que hacían prever su rápida excarcelación, incluida una petición en tal sentido del Colegio de Abogados y gestiones de políticos importantes.
Por ahora, sin embargo, el único que ya es libre de una forma irremediable, total, es Miguel Maleh. Un ataque al corazón lo sacó de la cárcel.
Miguel Maleh y yo acabamos teniendo una relación muy especial. Le visité varias veces en prisión y en el hospital penitenciario. Acudí a su velatorio y lloré su muerte. Conozco a su mujer y a sus cuatro hijos. Hablamos infinidad de veces por teléfono. Me empezó llamando "don Agustín" (me da vergüenza recordarlo) y nos acabamos tratando de "hermanos".
Un día le pregunté -Hermano, ¿por qué te decidiste a llamarme y contarme todo lo que me has contado, precisamente a mí, cuando hay tantos periodistas en el diario? Y el me contestó -Porque publicaste la noticia de mi detención, con mi foto, antes de que pasara a disposición judicial. Siempre pensé que las personas que me reconocieron en las ruedas de reconocimiento, vieron primero aquella foto-.
Posiblemente tuviera razón y esa duda me corroerá toda la vida. Yo ya ni siquiera me acordaba de aquella lejana noticia, la que hablaba de la detención de dos hombres acusados de una larga cadena de delitos. La información iba acompañada de la foto de uno de ellos, Miguel Maleh, quien con el tiempo se acabaría convirtiendo en mi hermano. Si no se lo hubiera preguntado, jamás me lo hubiera dicho. Nunca dejó traslucir hacia mí el más mínimo resentimiento, a pesar de que tenía motivos. Cuando se lo recordaba, siempre se despedía con la misma frase:
-Que Dios ponga flores de azahar en tu camino.
Que Dios ponga también flores de azahar en tu camino, Fermín.
Agustín Sanjurjo
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