El padre de mi hijo buscaba secretaria para la inmobiliaria, después de haber despedido a dos, una tras otra, habiendo errado la elección. A la primera la eligió por ser la más linda de las postulantes. A la segunda, curado de espanto, la eligió porque le pareció la más necesitada de trabajo. Desahuciado, me pidió que yo eligiera la próxima.
Me guié por mis convicciones autogestionarias y sui generis. Para mí, alguien que domina la ortografía, me habla de muchas condiciones positivas aledañas. Así que redacté un texto con muchas faltas de ortografía nada obvias. En la entrevista le explicaba a las postulantes de qué se trataba la prueba de capacidad: subrayar la palabra con falta de ortografía y al pie del texto escribirla con la ortografía correcta.
Todas menos una, entendiendo la consigna, procedieron sin mediación a cumplir la prueba. Una sola de ellas me miró fijo a los ojos, antes de comenzar, como diciendo " y esta, de qué se las da ". Me gustó esa mirada firme, inquisidora, digna. Fue precisamente la única que señaló todos los errores. Y la elegí.
Ella fue una secretaria extraordinaria. Estuvo casi seis años en su puesto. Y no siguió porque se tuvo que cerrar la oficina por la hiperinflación. No tengo palabras en el recuerdo de esa chica, que acompañó a su jefe a veces como una hija, a veces como una amiga, a veces como una madre.
Cuando se cerró la oficina ella estaba embarazada, y las deudas nos tapaban la cabeza. Le correspondía una indemnización, pero ella se ofreció a que le diéramos todo lo que teníamos guardado de nuestro hijo, a cambio. El moisés, el cochecito de bebé, la silla de comer, la bañadera, el baby seat, y montones de juguetes y ropa, cosas que yo guardaba en una baulera. Se lo dimos con todo gusto. No hubo una firma. No hubo nunca más un reclamo. Sólo una llamada de condolencias, sentida, auténtica, cuando seis años más tarde el padre de mi hijo murió, tan tempranamente.
Se llamaba Silvia. Era de González Cháves.
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