Démonos una vuelta por un tiempo de apenas dos años, tierra de nadie, donde estuvimos a punto de la guerra civil, donde nos robaron los ahorros a unos cuantos, donde la Corte Suprema se dio el gusto de operar contra Duhalde para favorecer a Menem en medio del desangre general, donde los que eran echados a puntapie por el pueblo se escondían, esos que ahora andan sacando la cabecita al sol, pasándole la franela a Magnetto que se encargó de que el pueblo olvide. Animate, dale, date una vueltita. Y acordate, acordate, acordate.
Duhalde dejó un país incendiado que preparaba la parrilla para asarnos al asador. Había arreglado las cosas para los "garcas". Les había tirado un hueso a los perros. para que no jodan hasta rehabilitar al Ejército. Y quería domesticarnos con la policía de mano dura, para que fuéramos preparándonos a sobrevivir sin chistar o morir sin salir en los diarios. Vivan Kostecki y Santillán. Ellos dieron la vida para que nosotros no olvidemos, que "La crisis "se había cobrado" dos muertos. Aunque no lo creas, el texto es largo pero se lee sin respirar. Contame después qué sentiste en este viajecito por el tiempo de anteayer.
El 19 de diciembre de 2001 se produjo el temido estallido social en Buenos Aires y otras ciudades del país tras 16 días de máxima tensión por la entrada en vigor de la inmovilización parcial (limitación de los reintegros en efectivo a los 250 pesos o dólares por semana, tope luego incrementado a los 1.000) y temporal (por 90 días, en principio) de todos los saldos bancarios como medida desesperada para evitar la fuga masiva de depósitos, desencadenándose una vorágine política e institucional sin precedentes en la Argentina contemporánea.
El 20 de diciembre, de la Rúa, después de aceptar la dimisión del ministro de Economía Domingo Felipe Cavallo y de serle desoída por el peronismo la súplica de un gobierno de consertación nacional, resignó a su vez, decisión que tuvo el efecto de apaciguar la protesta social y los saqueos incontrolados de comercios de la alimentación. Las algaradas, muy violentas, dejaron un total de 27 muertos.
El 21, la Asamblea Legislativa -esto es, las dos cámaras del Congreso reunidas en sesión conjunta- dispuso la asunción en funciones de la Presidencia por el presidente provisional del Senado, el peronista Federico Ramón Puerta, quien convocó otra sesión de la Asamblea para designar un presidente interino con mandato hasta el 5 de abril de 2002, fecha en que debía entregar el mando al presidente salido de unas elecciones adelantadas al 3 de marzo. El puesto recayó en Adolfo Rodríguez Saá, gobernador peronista de San Luis desde 1983, por consenso de los gobernadores provinciales del PJ más influyentes que sostenían, o se sospechaba que sostenían, ambiciones presidenciales y que deseaban elecciones sin demora. Éstos eran Ruckauf, Reutemann, Kirchner, de la Sota y el pampeano Rubén Marín.
En principio, Duhalde estaba fuera del conciliábulo, pero también hizo oír su voz en favor del puntano. Como distanciándose de la carrera por el poder arrancada en el partido, el senador federal objetó la ley de lemas que Rodríguez Saá, Reutemann y de la Sota deseaban aplicar al procedimiento electoral, según la cual cada partido (lema) puede presentar varios candidatos (sublemas), el más adelantado de los cuales se lleva la totalidad de los votos de su formación política. El mecanismo concedía satisfacción a los varios postulantes sorteando una eventual descalificación en la elección primaria, pero para Duhalde sólo favorecía la dispersión del voto peronista.
En el efímero interinato de Rodríguez Saá, quien le encargó la misión de transmitir "mensajes reservados" a dirigentes políticos del mundo para explicar su programa y aunar apoyos, Duhalde se distanció de algunas de las controvertidas medidas pensadas para superar el desastre económico, en especial la puesta en circulación de una tercera moneda con un tipo de cambio libre, el argentino, cuyos objetivos eran inyectar liquidez al sistema y sustituir los distintos bonos emitidos por los gobiernos provinciales para afrontar el pago de salarios y pensiones, los denominados patacones y las Letras de Cancelación de Obligaciones Provinciales (Lecop).
Rodríguez Saá recibió múltiples críticas por su análisis poco riguroso del calamitoso estado de cosas, las promesas en lo social de imposible cumplimiento, el anuncio intempestivo de la suspensión de pagos de la deuda externa y el nombramiento para ministros de políticos peronistas sospechosos de corrupción. Sintiéndose engañada, la ciudadanía desató el 29 de diciembre una segunda ola de disturbios que forzó a Rodríguez Saá, el 30, a anunciar su dimisión entre amargos reproches a los jefes peronistas por haberle abandonado.
Correspondía a Ramón Puerta de nuevo tomar la jefatura de la Nación en funciones, pero dado que se apresuró a dimitir como presidente provisional del Senado el testigo pasó al presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Óscar Camaño, también peronista y además duhaldista. Camaño se convirtió en presidente en funciones de iure el último día del año con la aceptación por la Asamblea Legislativa de la dimisión de Rodríguez Saá.
Se estableció entonces un amplio consenso en el peronismo (incluido el sector menemista) y la oposición para que Duhalde pilotara el país, sumido en la confusión de una crisis terminal, en el ínterin preelectoral. El 1 de enero de 2002 Duhalde fue investido por los diputados y senadores con 262 votos a favor, 21 en contra y 18 abstenciones, y con mandato hasta el 10 de diciembre de 2003, esto es, hasta agotar el ejercicio cuatrienal para el que había sido elegido de la Rúa. No habría, por tanto, comicios anticipados, siendo la opinión mayoritaria de los legisladores que lo que urgía ahora era obtener un Ejecutivo estable con el máximo apoyo partidista.
El 2 de enero, en compañía de su esposa y sin alharacas (su talante circunspecto contrastó con la pose triunfalista de Rodríguez Saá en el mismo estrado días atrás), y con la ausencia tanto de de la Rúa como de Menem, Duhalde recibió de Camaño los atributos que le convertían en el quinto presidente de Argentina en trece días y con la misión extraordinariamente delicada de recomponer un país fracturado por la ruina de su edificio económico, el hundimiento del poder adquisitivo de la mayoría de la población y el divorcio entre la clase política y los ciudadanos. No fueron pocos entonces los que señalaron al flamante mandatario como uno de los principales culpables de la debacle, por su heterodoxia financiera en los años en que gobernó Buenos Aires.
Duhalde, que en vísperas de la asunción presidencial había expresado su temor a que se produjera una "guerra civil" en Argentina, empezó por reconocer que el país estaba "quebrado" y "fundido", y anunció un Gobierno de unidad nacional con la triple misión de "reconstruir la autoridad política e institucional, garantizar la paz social y sentar las bases para el cambio del modelo económico y social". A la espera de conocer los pormenores de su programa, adelantó que tanto el ferozmente impopular corralito sobre los ahorros como la moratoria en el pago de los intereses de la deuda seguirían en vigor. Pero también dejó claro que iba a haber una nueva política cambiaria, ya que la Ley de Convertibilidad de 1991, que fijaba la paridad exacta del peso y el dólar y prohibía la emisión de moneda sin el debido respaldo en las reservas internacionales de divisas del Banco Central (BCRA), había quedado "arrasada" por la avalancha que ella misma había provocado.
Así, se iba a fijar un nuevo tipo de cambio entre el peso y el dólar que supondría la devaluación de la moneda nacional, si bien moderada y controlada, para alejar el espectro de la hiperinflación y evitar el desabastecimiento de productos de primera necesidad importados. La medida perseguía mejorar la competitividad de la producción local en los mercados interno y externo, y atraer inversiones industriales, un cambio de dinámicas que podría sacar al país de la brutal recesión. Ahora bien, estos efectos positivos sólo se iban a dejar sentir a medio o largo plazo, mientras que con carácter inmediato el poder adquisitivo de asalariados, pensionistas y ahorradores iba a sufrir menoscabo. Se asumía un alto riesgo de escalada en los precios, y, de hecho, algunos productos y servicios ya empezaron a encarecerse tan sólo con anunciar Duhalde el fin del uno por uno.
Duhalde era de la opinión de que el esquema que hacía diez años había terminado con las devaluaciones y la hiperinflación en el camino "arrojó a la indigencia a dos millones de argentinos, destruyó a la clase media, quebró nuestras industrias y pulverizó el trabajo de los argentinos". Los comentaristas destacaron que el nuevo presidente siempre había mantenido buenas relaciones con los sindicatos peronistas y los industriales autóctonos, en detrimento de los intereses de la banca, los movimientos de capital extranjero y los servicios públicos privatizados, sector este último en el que se concentraban las cuantiosas inversiones españolas (superando los 40.000 millones de dólares, en 2000 la antigua metrópoli colonial desbancó a Estados Unidos como principal inversor en Argentina).
Duhalde se comprometió asimismo a destinar todas sus energías a completar su mandato y a no presentarse a la reelección, pues "la responsabilidad en el ejercicio de un gobierno es incompatible con la pretensión de competir por una candidatura presidencial". Se tenía presente el caso de Rodríguez Saá, y para Duhalde su autoexclusión electoral era el mejor aval de una presidencia sin fecha de caducidad anticipada por trastornos políticos emanados de su propio partido
El 3 de enero, mientras el país entraba oficialmente en suspensión de pagos por el vencimiento sin amortización de un eurobono de 28 millones de dólares emitido en liras italianas, el Ejecutivo duhaldista prestó juramento. Destacaban las presencias del senador y economista peronista Jorge Capitanich como jefe de Gabinete (varios gobernadores del partido declinaron hacerse cargo de esta oficina), de Ruckauf en la Cancillería, de Jorge Remes Lenicov al frente del ingrato Ministerio de Economía y del radical Horacio Jaunarena en Defensa, que ya encabezara con Alfonsín y de la Rúa.
La esposa del presidente recibió responsabilidades de Gobierno como ministra interina de Desarrollo Social y Medio Ambiente, área que por de pronto se limitó a funcionar como un dique de contención de la desesperación de los más golpeados por la crisis; en cifras facilitadas por el propio Duhalde, la pobreza afectaba ya a 15 de los 36 millones de argentinos. Sólo dos radicales, un frepasista y un independiente fueron incluidos en un gabinete dominado por los justicialistas, y más concretamente por militantes de la sección bonaerense, decepcionando a los que habían imaginado un Gobierno de salvación nacional sin preponderancias partidistas.
El 4 de enero el Ejecutivo certificó la desaparición de la convertibilidad al dar luz verde a una devaluación del peso que, se estimaba, iba a oscilar entre el 25% y el 30%. Este tipo de cambio fijo y oficial afectaba a las principales operaciones comerciales y financieras: las exportaciones, la mayoría de las importaciones y el abono de las deudas pública y privada. El turismo, las importaciones consideradas no vitales y algunos pagos financieros como la compra de dólares para ahorro, tendrían que liquidarse con el tipo de cambio flotante existente en el mercado libre, donde el precio del dólar venía regulado por la oferta y la demanda.
El proyecto de la denominada Ley de Emergencia Económica y de Reforma del Régimen Cambiario establecía también la pesificación sin devaluación (esto es, en este caso seguía rigiendo la cotización del uno por uno) de todos los créditos de hasta 100.000 dólares, lo que afectaba al 92% de la población, ya que los que en la década anterior habían pedido préstamos lo habían hecho en la moneda estadounidense por ofrecer unos tipos de interés considerablemente más bajos que los del peso.
Asimismo, la nueva Ley desindexaba (esto es, congelaba) y pesificaba las tarifas de los servicios públicos; permitía al Gobierno federal fijar precios máximos para productos esenciales como medicinas y combustibles, y a los gobiernos provinciales emitir nuevos bonos Lecop; prohibía los despidos laborales sin justificación durante tres meses; y, determinaba un presupuesto para 2002 respetuoso con el equilibrio fiscal. Conocidas las propuestas de Duhalde, los comentaristas destacaron su signo proteccionista y regulador, pero que no renegaba de principios básicos del liberalismo como el déficit cero, perseguido al menos sobre el papel.
Los distintos colectivos afectados por esta legislación (es decir, todos y cada uno de los argentinos) lo acogieron con distintos grados de aprensión y temor: los consumidores, por la segura merma en su poder adquisitivo; los acreedores, porque en lo sucesivo iban a cobrar sus débitos en moneda desvalorizada; los patronos, porque no iban a poder compensar los descensos de beneficios o las pérdidas con reajustes laborales; y los proveedores privados de servicios (como los españoles Telefónica, Endesa y Repsol-YPF, que controlan una parte considerable de los mercados de comunicaciones, energía eléctrica e hidrocarburos, respectivamente), porque iban a perder cientos de millones de dólares por la suspensión de pagos, la devaluación y la pesificación de sus tarifas.
Duhalde intentó tranquilizar a las empresas afectadas con fórmulas de compensación económica y el inicio de negociaciones multisectoriales. A la población le aseguró que el corralito era una medida, si bien ciertamente dolorosa, temporal, y que en su momento podría retirar los ahorros en la moneda en que los depositó, aunque no dio fechas. Por de pronto, la intervención del Estado sobre estos dineros se flexibilizó con la ampliación de 1.000 a 1.500 pesos la cuota de retiro para las nóminas de los asalariados y de 1.000 a 1.200 la del resto de los reintegros.
En su primer encuentro con empresarios y sindicalistas, Duhalde anunció el nacimiento de una "nueva alianza de la comunidad productiva" y, haciendo profesión de fe nacionalista, recalcó la imperiosa necesidad de proteger la producción nacional. Se lamentó de que "ya no quedaran" empresas argentinas porque el proceso de desnacionalizaciones había sido "terrible", y emplazó a consumir preferentemente artículos argentinos como prefacio de ese resurgimiento. Con un tono fatídico que empezó a ser habitual en él, urgió a la concertación patriótica de todos los agentes sociales, ya que "bajamos cada vez más abajo, escalón tras escalón: recesión, depresión, estado preanárquico, caos. Un escalón más abajo y habrá un baño de sangre"
El 6 de enero de 2002 el Congreso aprobó por amplia mayoría la Ley de Emergencia Económica, que adicionalmente facultaba a Duhalde para tomar decisiones en política económica, financiera y social hasta el final de su mandato sin consultar al Legislativo, y acto seguido el ministro Remes Lenicov anunció que el nuevo tipo de cambio fijo oficial iba a ser de 1,40 pesos por dólar. El paquete legal entró en vigor el 11 de enero y en su primer día de flotación en el mercado libre el peso cotizó a 1,70 unidades por dólar, lo que suponía una devaluación del 41%.
Eso sí, para Duhalde la presión más acuciante venía de la calle. A pesar del cambio de gobernantes, la población se negó a que la protesta decayera y condujo una campaña de caceroladas sostenidas. Los desengañados manifestantes tenían porciones de denuestos y abucheos para todos, ya fueran el conjunto de la clase política, la judicatura o los poderes financieros. Precisamente, la divisa reina de las movilizaciones, expresión insuperable del hartazgo y el escepticismo reinantes, era "Que se vayan todos".
Aunque peronistas y radicales (estos últimos, liderados en el trance por el veterano Alfonsín), e incluso no pocos frepasistas, cerraron filas con el Gobierno y sus medidas, los participantes en las marchas populares estaban resueltos a seguir "respirándole en la nuca" al Gobierno hasta ver qué se hacía con sus ahorros, qué sucedía con los precios y cómo se actuaba frente a corruptos y patrimonialistas del poder, dando la impresión de que a Duhalde se le otorgaba un plazo de gracia, pero sumamente volátil. La verdad es que durante unos cuantos meses Duhalde y su equipo, con sus idas y venidas económicas, sacando adelante algunas disposiciones, teniendo que suspender otras, poniendo parches aquí y allá las más de las ocasiones, estuvieron haciendo puro funambulismo político, con el miedo a que en cualquier momento estallara otra ola de furia popular y se los llevara por delante.
El 20 de enero, luego de declarar el estado de Emergencia Alimentaria Nacional y advertido de la cruda realidad por su equipo económico, Duhalde anunció algo que se veía venir a pesar de lo asegurado en el discurso de investidura presidencial: que la devolución de los 46.400 millones de dólares del corralito (el 71% de todo el dinero atrapado, estando los restantes depósitos en pesos, lo que afectaba a dos millones de ahorradores) se haría en la moneda nacional, por cuotas máximas de 5.000 dólares convertidos además con el tipo de cambio oficial de 1,40, cuando en el mercado libre el cambio ya superaba el 2 por 1. Nóminas, pensiones, indemnizaciones por despidos y seguros de accidentes laborales eran excepciones e iban a poder retirarse de los bancos sin restricciones. El Gobierno explicó que esta desagradable revisión de las condiciones de liquidación de lo que Duhalde vino en denominar "bomba de tiempo activada" era la única manera de evitar una quiebra bancaria en cadena y la misma evaporación de los depósitos intervenidos.
El anuncio de la flexibilización pesificada del corralito tuvo la virtud de agudizar la tensión en la calle, donde a las caceroladas y marchas de corte cívico y de masiva participación en los principales núcleos urbanos se les fueron superponiendo modalidades de protesta y resistencia populares más contundentes y perturbadoras del orden público. Así, cobró auge el fenómeno del movimiento piquetero, formado por grupos de parados, pensionistas y otros colectivos golpeados por la crisis, que protagonizaron jornadas de lucha, cortes de carreteras y campañas de boicot, en algunos casos con desenlaces muy violentos.
A mayor abundamiento de sus contratiempos, Duhalde se topó con el fallo de inconstitucionalidad del corralito emitido por la Corte Suprema de Justicia. Aparentemente, el alto tribunal se hacía eco de la cólera popular por una medida considerada arbitraria e injusta, pero no pasó desapercibida la circunstancia de lo que formaran, empezando por su presidente, Julio Nazareno, varios magistrados nombrados en su momento por Menem, quien, por cierto, estaba tachando de "ineptos" a Duhalde y sus colaboradores como parte de su marcaje de posiciones con la mirada puesta en las elecciones presidenciales de 2003.
Duhalde valoró la decisión de la Corte Suprema como "un verdadero golpe institucional, casi un golpe de Estado", y la ligó a las maniobras de poderes fácticos interesados en "desestabilizar" el Ejecutivo. En un desafío a la instancia judicial y en un nuevo giro de tuerca a su política económica, el 4 de febrero el presidente decretó la pregonada batería de medidas "de necesidad y urgencia", que, por una parte, reforzaba la pesificación del sistema financiero y, por otra parte, conformaba el plan económico viable que estaba demandando el FMI.
A la pesificación total de los depósitos (con el tipo devaluado del 1,40) y parcial de los créditos (con el antiguo tipo paritario) se les añadió la pesificación voluntaria de la deuda pública interna sobre la base también del 1,40. Pero, fuera de estas situaciones financieras, el tipo de cambio fijo quedaba abolido, de manera que en las transacciones comerciales con el exterior pasaba a regir el tipo de cambio que estableciera el libre mercado. El primer día de vigencia de la liberalización total del régimen cambiario, el 11 de febrero, el peso aguantó y dejó su cotización en los 2,00 dólares. Para curarse de espantos después del fallo del Supremo, en un decreto aparte Duhalde suspendió por seis meses la tramitación de todos los procesos judiciales, medidas cautelares y ejecutorias contra aquellas medidas económicas.
Duhalde buscó asimismo la recomposición de relaciones comerciales con Brasil en el seno del MERCOSUR, organización que atravesaba su período más delicado al hallarse Uruguay y Paraguay también golpeados por las desventuras económicas, y buscar todos sus miembros salidas individuales (proteccionismo, devaluaciones monetarias), con la consiguiente distorsión de la unión aduanera y las metas de integración. Aquel espíritu presidió las dos cumbres celebradas en Argentina durante la presidencia de Duhalde, la extraordinaria del 18 de febrero y la ordinaria XXII del 5 de julio, ambas en Buenos Aires, aunque por el momento prevalecieron los intereses nacionales.
Simultáneamente y con carácter más perentorio, Duhalde se afanó en obtener la vital ayuda del FMI, que el 12 de febrero reanudó el diálogo con Buenos Aires. El organismo financiero internacional se negó a otorgar créditos frescos a Argentina; lo más que aceptaba discutir era la reanudación de la entrega de préstamos ya comprometidos y la reprogramación de los pagos por Argentina de intereses de anteriores créditos próximos a vencer, y, además, supeditándolo a una larga lista de condiciones que se resumían en dos imperativos: más ajuste financiero y más reformas estructurales.
Las iniciativas del Gobierno se dirigieron, por tanto, a satisfacer las demandas del FMI. A comienzos de marzo, cuando la deuda externa total se hallaba en los 132.000 millones de dólares, el presidente obtuvo el respiro de la aprobación por la Cámara de Diputados de los presupuestos de 2002, que descansaba en un pacto de coparticipación federal con las provincias para disminuir el gasto, recortar el déficit fiscal y combatir el fraude.
Pero en las semanas siguientes un rosario de malas noticias volvió a ennegrecer el panorama, colocando al Duhalde al filo del precipicio político. La desvalorización del peso, que el 25 de marzo cotizó al mínimo histórico de 4,00 unidades por dólar, repercutió directamente en los precios al consumo y provocó sendas avalanchas de compras de dólares y de reintegros bancarios. Las tomas de efectivo se hicieron apurando cualquier resquicio dejado por el corralito, cuando no, en miles de casos, sorteándolo por las buenas, al amparo de recursos judiciales concedidos a los ahorradores, unas dinámicas que dejaron en agua de borrajas el decreto gubernamental del 4 de febrero.
El Gobierno se vio obligado a reintroducir controles en el mercado del dólar y luego, el 20 de abril, el BCRA dispuso la suspensión de la actividad bancaria y del mercado cambiario. Tres días después, el fracaso de las negociaciones en el Congreso para dar luz verde a una reedición el Plan Bonex aplicado por Menem en 1990 precipitó las dimisiones de Remes Lenicov, Capitanich y los ministros del Interior, Rodolfo Gabrielli, y de Producción, José Ignacio de Mendiguren. El proyecto de ley frustrado hacía obligatorio el canje de los depósitos a plazo fijo en dólares por bonos de deuda pública en pesos, con vencimientos a cinco y diez años y con la garantía del Estado, si bien no se sabía muy bien qué aval podría ser ése en una situación de iliquidez crítica y de continuos cambios legales.
De nada sirvió, pues, la amenaza de Duhalde a los legisladores de abrir los bancos "y que sea lo que Dios quiera", a menos que se aprobara el plan de conversión de bonos, considerado por el presidente la última oportunidad para escapar de un dilema angustioso: o el colapso financiero, sentido más cercano que nunca ante la avalancha de retiros de depósitos por orden judicial, o la repetición de los sucesos de diciembre, que se temía también como inminente.
De todas maneras, contra el pronóstico de muchos, Duhalde aguantó el temporal y en los meses siguientes, a trancas y barrancas, fue sacando adelante una serie de medidas que satisficieron varias -que no todas- de las exigencias del FMI, medidas en las que la izquierda y los movimientos sociales entrevieron una supeditación de la política y los derechos de los ciudadanos frente a la macroeconomía y el gran capital. Así, el 24 de abril, a rebufo del fracaso del Plan Bonex y la renuncia de Remes Lenicov, Duhalde alcanzó un pacto político con los gobernadores provinciales y los líderes parlamentarios para cumplimentar en el Congreso el paquete de reformas legales que figuraba en la agenda del Ejecutivo.
Este consenso de emergencia permitió, sucesivamente: la aprobación de la denominada ley antigoteo o ley tapón, con el objeto de demorar la ejecución por los particulares de los amparos favorables de la justicia a la retirada de sus depósitos hasta no haber sentencia firme de un tribunal superior (25 de abril); la reforma del régimen de quiebras, para permitir a los acreedores de una empresa en proceso de liquidación quedarse con los activos del deudor como parte del pago (15 de mayo); y, la derogación de la Ley de Subversión Económica, vigente desde 1974, de suerte que la persecución de actos culposos o dolosos cometidos por banqueros, empresarios o funcionarios en perjuicio de la economía nacional quedaba sujeta exclusivamente a lo tipificado en el Código Penal, el cual, de paso, fue revisado para eliminar la expresión "con ánimo de lucro" (30 de mayo). Además, el 9 de junio el nuevo ministro de Economía, Roberto Lavagna, puso en marcha el llamado Plan Bonos, que se diferenciaba del fracasado plan de abril en el carácter voluntario de la conversión de los ahorros en títulos de deuda.
En el tintero de Duhalde se quedaron las muy polémicas reformas de la Ley de Entidades Financieras y de la Carta Orgánica del BCRA, destinadas a blindar la autonomía del BCRA frente al poder político y a desregular el funcionamiento de la banca en general, así como una reforma general de las instituciones políticas y judiciales del Estado, anunciada a bombo y platillo por el presidente en febrero en un intento de apaciguar las demandas populares, que entre otros puntos contemplaba la reducción en una cuarta parte de los diputados nacionales, la eliminación del tercer senador de cada provincia, la supresión de cuatro de los nueve magistrados de la Corte Suprema y de 14 de los 19 miembros del Consejo de la Magistratura, la reducción a la mitad de la plantilla de la administración federal y drásticos recortes en los presupuestos de los poderes Ejecutivo y Legislativo.
Claro que aquel ambicioso proyecto lo lanzó Duhalde con el calendario político de sus dos años de mandato. Sin embargo, el 2 de julio, después de unos violentos disturbios en los que murieron dos piqueteros a manos de las fuerzas de seguridad, el presidente anunció el adelanto de las elecciones presidenciales de septiembre a marzo de 2003. El 18 de noviembre, por acuerdo de los poderes políticos, se estableció el 27 de abril como fecha definitiva de los comicios.
El 22 de noviembre, con el país conmocionado por las noticias del fallecimiento de varios niños en Tucumán como consecuencia de déficits alimentarios y con los operadores financieros más preocupados por el default de 805 millones de dólares en el que Argentina había incurrido con el Banco Mundial ocho días atrás, el Gobierno anunció el levantamiento total del corralito de las cuentas corrientes a partir del 2 de diciembre coincidiendo con el aumento de las tarifas del gas y la electricidad. Las restricciones sobre las cuentas a plazo fijo, el llamado corralón, fueron a su vez levantadas el 27 de marzo de 2003, momento en que el dólar cotizaba en torno al 3,00.
El final de las interdicciones sobre los ahorros sorprendió gratamente a propios y extraños, pues el pesimismo incardinado había trasladado a un desmoralizador sine díe el momento de aquella medida. La misma se realizó previa aceptación por el FMI, con el que el 24 de enero el Gobierno adoptó un acuerdo transitorio, valedero hasta agosto, el cual, según Duhalde, preveía "plata fresca" por valor de 2.900 millones de dólares y una reestructuración de plazos de entre tres y cinco años para los impagos de deuda. Argentina se comprometía también a avanzar hacia la unificación monetaria, eliminando los distintos bonos sustitutos de moneda emitidos por las provincias y el Gobierno federal, y a obtener un superávit fiscal primario del 2,5% del PIB en 2003, algo que se consideraba bastante factible a tenor de la vigorosa recuperación de la recaudación tributaria.
Y es que en el arranque de 2003 los efectos moderadamente positivos del cambio de rumbo económico impulsado por Duhalde y últimamente gestionado por Lavagna ya estaban haciéndose notar en las macromagnitudes. La actividad económica resurgía gracias a que el peso devaluado estaba espoleando el comercio exportador y la producción industrial local en detrimento de las importaciones de bienes, de manera que la brutal recesión -la mayor en un siglo- registrada en 2002, el 10,9% del PIB, dio paso a un crecimiento del 5% en el primer trimestre de 2003. Los precios al consumo treparon hasta el 41% en aquellos doce meses, pero ahora el índice interanual se hallaba estabilizado en el 15%.
Duhalde organizó también los planes de Emergencia Alimentaria, Trabajar y Jefas y Jefes de Hogar Desempleados, que asignaron ayudas directas a los colectivos más afectados por la crisis. No obstante esta atención prioritaria a las penurias de la ciudadanía, en el año largo del Gobierno duhaldista la pobreza y el paro explotaron en Argentina: en abril de 2003 el primer quebranto social golpeaba ya al 54% de la población, esto es, unos 20 millones de argentinos, de los cuales por lo menos 10 eran considerados indigentes, mientras que el segundo alcanzaba la tasa histórica del 21,5% de la población activa.
En el ámbito de las intrigas políticas internas del justicialismo, Duhalde diseñó una estrategia de contención de las expectativas electorales de Menem, y, de paso, las de Rodríguez Saá, que comenzó por la búsqueda de un candidato peronista capaz de batir a quienes en diferentes momentos encabezaron las encuestas de posibles ganadores en una primera vuelta. Además de Menem y Rodríguez Saá, Kirchner, de la Sota y el gobernador de Salta, Juan Carlos Romero, anunciaron su intención de participar en un proceso de elecciones primarias del PJ que se fue retrasando hasta febrero de 2003.
Inicialmente, Duhalde apostó por el lanzamiento de la precandidatura de Reutemann, pero el ex piloto de Fórmula 1 declinó competir en estas condiciones de atomización de las postulaciones justicialistas. Entonces, Duhalde trasladó sus preferencias a de la Sota, pero el 15 de enero de 2003 anunció que su apuesta para la sucesión presidencial recaía en Kirchner, hasta hacía bien poco relegado en los sondeos, porque compartía "sus ideas vinculadas a la defensa de la producción" y porque figuraba entre los que no querían "volver atrás", en alusión a las políticas de ajuste menemistas.
El apoyo de Duhalde implicaba para Kirchner tener detrás, no sólo el núcleo oficialista del partido y la institución presidencial, sino todo el aparato peronista de la provincia de Buenos Aires, como se apuntó arriba, de largo el distrito político y económico más importante del país. El 24 de enero, Duhalde, con el acuerdo de Kirchner, remachó su estrategia al obtener la aprobación del Congreso del partido a su moción para suspender la elección partidaria interna y trasladar la liza del santacruceño y los dos ex presidentes directamente a la elección presidencial del 27 de abril. La decisión fue tomada por los congresistas en ausencia del sector menemista y pese al fallo de una juez federal con competencia electoral prohibiendo la reforma de la Carta Orgánica del PJ con aquel objeto.
Con el argumento de que los tres aspirantes, de hecho, presentaban programas contrapuestos, el aparato del partido controlado por el duhaldismo resolvió que Kirchner, Menem y Rodríguez Saá concurrieran bajo un régimen llamado de neolemas, es decir, con la autorización de exhibir los símbolos partidarios comunes y los lemas específicos de cada lista, pero sin adjudicación de todos los sufragios justicialistas al más votado de entre ellos, de suerte que, desde el principio hasta el final, los tres iban a enfrentarse como si pertenecieran a partidos diferentes.
Kirchner llegó a las urnas detrás de Menem en los sondeos y, efectivamente, el ex presidente fue el más votado con el 24,3% de los votos, sacándole algo más de dos puntos porcentuales al gobernador. Dado que Menem concitaba un amplio rechazo fuera de sus simpatizantes, todo apuntaba a una contundente victoria de Kirchner en la segunda ronda del 18 de mayo. Pero cuatro días antes de la votación definitiva el antiguo inquilino de la Casa Rosada anunció su retirada invocando la superación de las "falsas antinomias" y sin desperdiciar la oportunidad de lanzar aguijonazos contra Duhalde, a quien implícitamente acusó de "frustrar una voluntad de renovación política expresada por la amplia mayoría de la ciudadanía argentina" cuando suprimió las elecciones internas del peronismo, y de dirigir contra él "una campaña sistemática de difamación y de calumnia", lo que, a su parecer, no garantizaba el objetivo de "contar con un poder político imbuido de la más plena y transparente legitimidad democrática".
El aludido no se mordió la lengua en la réplica a Menem y se sumó al coro de censuras a una decisión que no tenía precedentes en la historia electoral argentina. Duhalde dijo de Menem que "no le interesaba defender las instituciones", que "siempre concibió el poder como algo personal", que "al no poder llegar (con posibilidades a la segunda vuelta) trató de hacer el peor de los daños", y que era "parte de un pasado que debemos sepultar". En cuanto a él, informó que se iba a tomar "un largo descanso" y que no iba a "participar partidariamente en el justicialismo", unas palabras que se antojaron destinadas a desmentir a quienes presentaban a Kirchner como un gobernante sometido al ascendiente de su favorecedor.
En vísperas de la transferencia de poderes en sesión solemne de la Asamblea Legislativa el 25 de mayo, Duhalde decretó el indulto a los dos últimos condenados por el pasado de violaciones de los Derechos Humanos y violencia, Enrique Gorriarán, cerebro del asalto guerrillero al cuartel La Tablada de enero de 1989, y el coronel ultraderechista Mohamed Alí Seineldín, cabecilla de la asonada carapintada de diciembre de 1990. La excarcelación de estos dos personajes, justificada por Duhalde en aras de un "corte para un tema del pasado", resultó polémica y el propio Kirchner expresó su desacuerdo.
Bibliografía: http://www.cidob.org/es
Duhalde dejó un país incendiado que preparaba la parrilla para asarnos al asador. Había arreglado las cosas para los "garcas". Les había tirado un hueso a los perros. para que no jodan hasta rehabilitar al Ejército. Y quería domesticarnos con la policía de mano dura, para que fuéramos preparándonos a sobrevivir sin chistar o morir sin salir en los diarios. Vivan Kostecki y Santillán. Ellos dieron la vida para que nosotros no olvidemos, que "La crisis "se había cobrado" dos muertos. Aunque no lo creas, el texto es largo pero se lee sin respirar. Contame después qué sentiste en este viajecito por el tiempo de anteayer.
El 19 de diciembre de 2001 se produjo el temido estallido social en Buenos Aires y otras ciudades del país tras 16 días de máxima tensión por la entrada en vigor de la inmovilización parcial (limitación de los reintegros en efectivo a los 250 pesos o dólares por semana, tope luego incrementado a los 1.000) y temporal (por 90 días, en principio) de todos los saldos bancarios como medida desesperada para evitar la fuga masiva de depósitos, desencadenándose una vorágine política e institucional sin precedentes en la Argentina contemporánea.
El 20 de diciembre, de la Rúa, después de aceptar la dimisión del ministro de Economía Domingo Felipe Cavallo y de serle desoída por el peronismo la súplica de un gobierno de consertación nacional, resignó a su vez, decisión que tuvo el efecto de apaciguar la protesta social y los saqueos incontrolados de comercios de la alimentación. Las algaradas, muy violentas, dejaron un total de 27 muertos.
El 21, la Asamblea Legislativa -esto es, las dos cámaras del Congreso reunidas en sesión conjunta- dispuso la asunción en funciones de la Presidencia por el presidente provisional del Senado, el peronista Federico Ramón Puerta, quien convocó otra sesión de la Asamblea para designar un presidente interino con mandato hasta el 5 de abril de 2002, fecha en que debía entregar el mando al presidente salido de unas elecciones adelantadas al 3 de marzo. El puesto recayó en Adolfo Rodríguez Saá, gobernador peronista de San Luis desde 1983, por consenso de los gobernadores provinciales del PJ más influyentes que sostenían, o se sospechaba que sostenían, ambiciones presidenciales y que deseaban elecciones sin demora. Éstos eran Ruckauf, Reutemann, Kirchner, de la Sota y el pampeano Rubén Marín.
En principio, Duhalde estaba fuera del conciliábulo, pero también hizo oír su voz en favor del puntano. Como distanciándose de la carrera por el poder arrancada en el partido, el senador federal objetó la ley de lemas que Rodríguez Saá, Reutemann y de la Sota deseaban aplicar al procedimiento electoral, según la cual cada partido (lema) puede presentar varios candidatos (sublemas), el más adelantado de los cuales se lleva la totalidad de los votos de su formación política. El mecanismo concedía satisfacción a los varios postulantes sorteando una eventual descalificación en la elección primaria, pero para Duhalde sólo favorecía la dispersión del voto peronista.
En el efímero interinato de Rodríguez Saá, quien le encargó la misión de transmitir "mensajes reservados" a dirigentes políticos del mundo para explicar su programa y aunar apoyos, Duhalde se distanció de algunas de las controvertidas medidas pensadas para superar el desastre económico, en especial la puesta en circulación de una tercera moneda con un tipo de cambio libre, el argentino, cuyos objetivos eran inyectar liquidez al sistema y sustituir los distintos bonos emitidos por los gobiernos provinciales para afrontar el pago de salarios y pensiones, los denominados patacones y las Letras de Cancelación de Obligaciones Provinciales (Lecop).
Rodríguez Saá recibió múltiples críticas por su análisis poco riguroso del calamitoso estado de cosas, las promesas en lo social de imposible cumplimiento, el anuncio intempestivo de la suspensión de pagos de la deuda externa y el nombramiento para ministros de políticos peronistas sospechosos de corrupción. Sintiéndose engañada, la ciudadanía desató el 29 de diciembre una segunda ola de disturbios que forzó a Rodríguez Saá, el 30, a anunciar su dimisión entre amargos reproches a los jefes peronistas por haberle abandonado.
Correspondía a Ramón Puerta de nuevo tomar la jefatura de la Nación en funciones, pero dado que se apresuró a dimitir como presidente provisional del Senado el testigo pasó al presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Óscar Camaño, también peronista y además duhaldista. Camaño se convirtió en presidente en funciones de iure el último día del año con la aceptación por la Asamblea Legislativa de la dimisión de Rodríguez Saá.
Se estableció entonces un amplio consenso en el peronismo (incluido el sector menemista) y la oposición para que Duhalde pilotara el país, sumido en la confusión de una crisis terminal, en el ínterin preelectoral. El 1 de enero de 2002 Duhalde fue investido por los diputados y senadores con 262 votos a favor, 21 en contra y 18 abstenciones, y con mandato hasta el 10 de diciembre de 2003, esto es, hasta agotar el ejercicio cuatrienal para el que había sido elegido de la Rúa. No habría, por tanto, comicios anticipados, siendo la opinión mayoritaria de los legisladores que lo que urgía ahora era obtener un Ejecutivo estable con el máximo apoyo partidista.
El 2 de enero, en compañía de su esposa y sin alharacas (su talante circunspecto contrastó con la pose triunfalista de Rodríguez Saá en el mismo estrado días atrás), y con la ausencia tanto de de la Rúa como de Menem, Duhalde recibió de Camaño los atributos que le convertían en el quinto presidente de Argentina en trece días y con la misión extraordinariamente delicada de recomponer un país fracturado por la ruina de su edificio económico, el hundimiento del poder adquisitivo de la mayoría de la población y el divorcio entre la clase política y los ciudadanos. No fueron pocos entonces los que señalaron al flamante mandatario como uno de los principales culpables de la debacle, por su heterodoxia financiera en los años en que gobernó Buenos Aires.
Duhalde, que en vísperas de la asunción presidencial había expresado su temor a que se produjera una "guerra civil" en Argentina, empezó por reconocer que el país estaba "quebrado" y "fundido", y anunció un Gobierno de unidad nacional con la triple misión de "reconstruir la autoridad política e institucional, garantizar la paz social y sentar las bases para el cambio del modelo económico y social". A la espera de conocer los pormenores de su programa, adelantó que tanto el ferozmente impopular corralito sobre los ahorros como la moratoria en el pago de los intereses de la deuda seguirían en vigor. Pero también dejó claro que iba a haber una nueva política cambiaria, ya que la Ley de Convertibilidad de 1991, que fijaba la paridad exacta del peso y el dólar y prohibía la emisión de moneda sin el debido respaldo en las reservas internacionales de divisas del Banco Central (BCRA), había quedado "arrasada" por la avalancha que ella misma había provocado.
Así, se iba a fijar un nuevo tipo de cambio entre el peso y el dólar que supondría la devaluación de la moneda nacional, si bien moderada y controlada, para alejar el espectro de la hiperinflación y evitar el desabastecimiento de productos de primera necesidad importados. La medida perseguía mejorar la competitividad de la producción local en los mercados interno y externo, y atraer inversiones industriales, un cambio de dinámicas que podría sacar al país de la brutal recesión. Ahora bien, estos efectos positivos sólo se iban a dejar sentir a medio o largo plazo, mientras que con carácter inmediato el poder adquisitivo de asalariados, pensionistas y ahorradores iba a sufrir menoscabo. Se asumía un alto riesgo de escalada en los precios, y, de hecho, algunos productos y servicios ya empezaron a encarecerse tan sólo con anunciar Duhalde el fin del uno por uno.
Duhalde era de la opinión de que el esquema que hacía diez años había terminado con las devaluaciones y la hiperinflación en el camino "arrojó a la indigencia a dos millones de argentinos, destruyó a la clase media, quebró nuestras industrias y pulverizó el trabajo de los argentinos". Los comentaristas destacaron que el nuevo presidente siempre había mantenido buenas relaciones con los sindicatos peronistas y los industriales autóctonos, en detrimento de los intereses de la banca, los movimientos de capital extranjero y los servicios públicos privatizados, sector este último en el que se concentraban las cuantiosas inversiones españolas (superando los 40.000 millones de dólares, en 2000 la antigua metrópoli colonial desbancó a Estados Unidos como principal inversor en Argentina).
Duhalde se comprometió asimismo a destinar todas sus energías a completar su mandato y a no presentarse a la reelección, pues "la responsabilidad en el ejercicio de un gobierno es incompatible con la pretensión de competir por una candidatura presidencial". Se tenía presente el caso de Rodríguez Saá, y para Duhalde su autoexclusión electoral era el mejor aval de una presidencia sin fecha de caducidad anticipada por trastornos políticos emanados de su propio partido
El 3 de enero, mientras el país entraba oficialmente en suspensión de pagos por el vencimiento sin amortización de un eurobono de 28 millones de dólares emitido en liras italianas, el Ejecutivo duhaldista prestó juramento. Destacaban las presencias del senador y economista peronista Jorge Capitanich como jefe de Gabinete (varios gobernadores del partido declinaron hacerse cargo de esta oficina), de Ruckauf en la Cancillería, de Jorge Remes Lenicov al frente del ingrato Ministerio de Economía y del radical Horacio Jaunarena en Defensa, que ya encabezara con Alfonsín y de la Rúa.
La esposa del presidente recibió responsabilidades de Gobierno como ministra interina de Desarrollo Social y Medio Ambiente, área que por de pronto se limitó a funcionar como un dique de contención de la desesperación de los más golpeados por la crisis; en cifras facilitadas por el propio Duhalde, la pobreza afectaba ya a 15 de los 36 millones de argentinos. Sólo dos radicales, un frepasista y un independiente fueron incluidos en un gabinete dominado por los justicialistas, y más concretamente por militantes de la sección bonaerense, decepcionando a los que habían imaginado un Gobierno de salvación nacional sin preponderancias partidistas.
El 4 de enero el Ejecutivo certificó la desaparición de la convertibilidad al dar luz verde a una devaluación del peso que, se estimaba, iba a oscilar entre el 25% y el 30%. Este tipo de cambio fijo y oficial afectaba a las principales operaciones comerciales y financieras: las exportaciones, la mayoría de las importaciones y el abono de las deudas pública y privada. El turismo, las importaciones consideradas no vitales y algunos pagos financieros como la compra de dólares para ahorro, tendrían que liquidarse con el tipo de cambio flotante existente en el mercado libre, donde el precio del dólar venía regulado por la oferta y la demanda.
El proyecto de la denominada Ley de Emergencia Económica y de Reforma del Régimen Cambiario establecía también la pesificación sin devaluación (esto es, en este caso seguía rigiendo la cotización del uno por uno) de todos los créditos de hasta 100.000 dólares, lo que afectaba al 92% de la población, ya que los que en la década anterior habían pedido préstamos lo habían hecho en la moneda estadounidense por ofrecer unos tipos de interés considerablemente más bajos que los del peso.
Asimismo, la nueva Ley desindexaba (esto es, congelaba) y pesificaba las tarifas de los servicios públicos; permitía al Gobierno federal fijar precios máximos para productos esenciales como medicinas y combustibles, y a los gobiernos provinciales emitir nuevos bonos Lecop; prohibía los despidos laborales sin justificación durante tres meses; y, determinaba un presupuesto para 2002 respetuoso con el equilibrio fiscal. Conocidas las propuestas de Duhalde, los comentaristas destacaron su signo proteccionista y regulador, pero que no renegaba de principios básicos del liberalismo como el déficit cero, perseguido al menos sobre el papel.
Los distintos colectivos afectados por esta legislación (es decir, todos y cada uno de los argentinos) lo acogieron con distintos grados de aprensión y temor: los consumidores, por la segura merma en su poder adquisitivo; los acreedores, porque en lo sucesivo iban a cobrar sus débitos en moneda desvalorizada; los patronos, porque no iban a poder compensar los descensos de beneficios o las pérdidas con reajustes laborales; y los proveedores privados de servicios (como los españoles Telefónica, Endesa y Repsol-YPF, que controlan una parte considerable de los mercados de comunicaciones, energía eléctrica e hidrocarburos, respectivamente), porque iban a perder cientos de millones de dólares por la suspensión de pagos, la devaluación y la pesificación de sus tarifas.
Duhalde intentó tranquilizar a las empresas afectadas con fórmulas de compensación económica y el inicio de negociaciones multisectoriales. A la población le aseguró que el corralito era una medida, si bien ciertamente dolorosa, temporal, y que en su momento podría retirar los ahorros en la moneda en que los depositó, aunque no dio fechas. Por de pronto, la intervención del Estado sobre estos dineros se flexibilizó con la ampliación de 1.000 a 1.500 pesos la cuota de retiro para las nóminas de los asalariados y de 1.000 a 1.200 la del resto de los reintegros.
En su primer encuentro con empresarios y sindicalistas, Duhalde anunció el nacimiento de una "nueva alianza de la comunidad productiva" y, haciendo profesión de fe nacionalista, recalcó la imperiosa necesidad de proteger la producción nacional. Se lamentó de que "ya no quedaran" empresas argentinas porque el proceso de desnacionalizaciones había sido "terrible", y emplazó a consumir preferentemente artículos argentinos como prefacio de ese resurgimiento. Con un tono fatídico que empezó a ser habitual en él, urgió a la concertación patriótica de todos los agentes sociales, ya que "bajamos cada vez más abajo, escalón tras escalón: recesión, depresión, estado preanárquico, caos. Un escalón más abajo y habrá un baño de sangre"
El 6 de enero de 2002 el Congreso aprobó por amplia mayoría la Ley de Emergencia Económica, que adicionalmente facultaba a Duhalde para tomar decisiones en política económica, financiera y social hasta el final de su mandato sin consultar al Legislativo, y acto seguido el ministro Remes Lenicov anunció que el nuevo tipo de cambio fijo oficial iba a ser de 1,40 pesos por dólar. El paquete legal entró en vigor el 11 de enero y en su primer día de flotación en el mercado libre el peso cotizó a 1,70 unidades por dólar, lo que suponía una devaluación del 41%.
Eso sí, para Duhalde la presión más acuciante venía de la calle. A pesar del cambio de gobernantes, la población se negó a que la protesta decayera y condujo una campaña de caceroladas sostenidas. Los desengañados manifestantes tenían porciones de denuestos y abucheos para todos, ya fueran el conjunto de la clase política, la judicatura o los poderes financieros. Precisamente, la divisa reina de las movilizaciones, expresión insuperable del hartazgo y el escepticismo reinantes, era "Que se vayan todos".
Aunque peronistas y radicales (estos últimos, liderados en el trance por el veterano Alfonsín), e incluso no pocos frepasistas, cerraron filas con el Gobierno y sus medidas, los participantes en las marchas populares estaban resueltos a seguir "respirándole en la nuca" al Gobierno hasta ver qué se hacía con sus ahorros, qué sucedía con los precios y cómo se actuaba frente a corruptos y patrimonialistas del poder, dando la impresión de que a Duhalde se le otorgaba un plazo de gracia, pero sumamente volátil. La verdad es que durante unos cuantos meses Duhalde y su equipo, con sus idas y venidas económicas, sacando adelante algunas disposiciones, teniendo que suspender otras, poniendo parches aquí y allá las más de las ocasiones, estuvieron haciendo puro funambulismo político, con el miedo a que en cualquier momento estallara otra ola de furia popular y se los llevara por delante.
El 20 de enero, luego de declarar el estado de Emergencia Alimentaria Nacional y advertido de la cruda realidad por su equipo económico, Duhalde anunció algo que se veía venir a pesar de lo asegurado en el discurso de investidura presidencial: que la devolución de los 46.400 millones de dólares del corralito (el 71% de todo el dinero atrapado, estando los restantes depósitos en pesos, lo que afectaba a dos millones de ahorradores) se haría en la moneda nacional, por cuotas máximas de 5.000 dólares convertidos además con el tipo de cambio oficial de 1,40, cuando en el mercado libre el cambio ya superaba el 2 por 1. Nóminas, pensiones, indemnizaciones por despidos y seguros de accidentes laborales eran excepciones e iban a poder retirarse de los bancos sin restricciones. El Gobierno explicó que esta desagradable revisión de las condiciones de liquidación de lo que Duhalde vino en denominar "bomba de tiempo activada" era la única manera de evitar una quiebra bancaria en cadena y la misma evaporación de los depósitos intervenidos.
El anuncio de la flexibilización pesificada del corralito tuvo la virtud de agudizar la tensión en la calle, donde a las caceroladas y marchas de corte cívico y de masiva participación en los principales núcleos urbanos se les fueron superponiendo modalidades de protesta y resistencia populares más contundentes y perturbadoras del orden público. Así, cobró auge el fenómeno del movimiento piquetero, formado por grupos de parados, pensionistas y otros colectivos golpeados por la crisis, que protagonizaron jornadas de lucha, cortes de carreteras y campañas de boicot, en algunos casos con desenlaces muy violentos.
A mayor abundamiento de sus contratiempos, Duhalde se topó con el fallo de inconstitucionalidad del corralito emitido por la Corte Suprema de Justicia. Aparentemente, el alto tribunal se hacía eco de la cólera popular por una medida considerada arbitraria e injusta, pero no pasó desapercibida la circunstancia de lo que formaran, empezando por su presidente, Julio Nazareno, varios magistrados nombrados en su momento por Menem, quien, por cierto, estaba tachando de "ineptos" a Duhalde y sus colaboradores como parte de su marcaje de posiciones con la mirada puesta en las elecciones presidenciales de 2003.
Duhalde valoró la decisión de la Corte Suprema como "un verdadero golpe institucional, casi un golpe de Estado", y la ligó a las maniobras de poderes fácticos interesados en "desestabilizar" el Ejecutivo. En un desafío a la instancia judicial y en un nuevo giro de tuerca a su política económica, el 4 de febrero el presidente decretó la pregonada batería de medidas "de necesidad y urgencia", que, por una parte, reforzaba la pesificación del sistema financiero y, por otra parte, conformaba el plan económico viable que estaba demandando el FMI.
A la pesificación total de los depósitos (con el tipo devaluado del 1,40) y parcial de los créditos (con el antiguo tipo paritario) se les añadió la pesificación voluntaria de la deuda pública interna sobre la base también del 1,40. Pero, fuera de estas situaciones financieras, el tipo de cambio fijo quedaba abolido, de manera que en las transacciones comerciales con el exterior pasaba a regir el tipo de cambio que estableciera el libre mercado. El primer día de vigencia de la liberalización total del régimen cambiario, el 11 de febrero, el peso aguantó y dejó su cotización en los 2,00 dólares. Para curarse de espantos después del fallo del Supremo, en un decreto aparte Duhalde suspendió por seis meses la tramitación de todos los procesos judiciales, medidas cautelares y ejecutorias contra aquellas medidas económicas.
Duhalde buscó asimismo la recomposición de relaciones comerciales con Brasil en el seno del MERCOSUR, organización que atravesaba su período más delicado al hallarse Uruguay y Paraguay también golpeados por las desventuras económicas, y buscar todos sus miembros salidas individuales (proteccionismo, devaluaciones monetarias), con la consiguiente distorsión de la unión aduanera y las metas de integración. Aquel espíritu presidió las dos cumbres celebradas en Argentina durante la presidencia de Duhalde, la extraordinaria del 18 de febrero y la ordinaria XXII del 5 de julio, ambas en Buenos Aires, aunque por el momento prevalecieron los intereses nacionales.
Simultáneamente y con carácter más perentorio, Duhalde se afanó en obtener la vital ayuda del FMI, que el 12 de febrero reanudó el diálogo con Buenos Aires. El organismo financiero internacional se negó a otorgar créditos frescos a Argentina; lo más que aceptaba discutir era la reanudación de la entrega de préstamos ya comprometidos y la reprogramación de los pagos por Argentina de intereses de anteriores créditos próximos a vencer, y, además, supeditándolo a una larga lista de condiciones que se resumían en dos imperativos: más ajuste financiero y más reformas estructurales.
Las iniciativas del Gobierno se dirigieron, por tanto, a satisfacer las demandas del FMI. A comienzos de marzo, cuando la deuda externa total se hallaba en los 132.000 millones de dólares, el presidente obtuvo el respiro de la aprobación por la Cámara de Diputados de los presupuestos de 2002, que descansaba en un pacto de coparticipación federal con las provincias para disminuir el gasto, recortar el déficit fiscal y combatir el fraude.
Pero en las semanas siguientes un rosario de malas noticias volvió a ennegrecer el panorama, colocando al Duhalde al filo del precipicio político. La desvalorización del peso, que el 25 de marzo cotizó al mínimo histórico de 4,00 unidades por dólar, repercutió directamente en los precios al consumo y provocó sendas avalanchas de compras de dólares y de reintegros bancarios. Las tomas de efectivo se hicieron apurando cualquier resquicio dejado por el corralito, cuando no, en miles de casos, sorteándolo por las buenas, al amparo de recursos judiciales concedidos a los ahorradores, unas dinámicas que dejaron en agua de borrajas el decreto gubernamental del 4 de febrero.
El Gobierno se vio obligado a reintroducir controles en el mercado del dólar y luego, el 20 de abril, el BCRA dispuso la suspensión de la actividad bancaria y del mercado cambiario. Tres días después, el fracaso de las negociaciones en el Congreso para dar luz verde a una reedición el Plan Bonex aplicado por Menem en 1990 precipitó las dimisiones de Remes Lenicov, Capitanich y los ministros del Interior, Rodolfo Gabrielli, y de Producción, José Ignacio de Mendiguren. El proyecto de ley frustrado hacía obligatorio el canje de los depósitos a plazo fijo en dólares por bonos de deuda pública en pesos, con vencimientos a cinco y diez años y con la garantía del Estado, si bien no se sabía muy bien qué aval podría ser ése en una situación de iliquidez crítica y de continuos cambios legales.
De nada sirvió, pues, la amenaza de Duhalde a los legisladores de abrir los bancos "y que sea lo que Dios quiera", a menos que se aprobara el plan de conversión de bonos, considerado por el presidente la última oportunidad para escapar de un dilema angustioso: o el colapso financiero, sentido más cercano que nunca ante la avalancha de retiros de depósitos por orden judicial, o la repetición de los sucesos de diciembre, que se temía también como inminente.
De todas maneras, contra el pronóstico de muchos, Duhalde aguantó el temporal y en los meses siguientes, a trancas y barrancas, fue sacando adelante una serie de medidas que satisficieron varias -que no todas- de las exigencias del FMI, medidas en las que la izquierda y los movimientos sociales entrevieron una supeditación de la política y los derechos de los ciudadanos frente a la macroeconomía y el gran capital. Así, el 24 de abril, a rebufo del fracaso del Plan Bonex y la renuncia de Remes Lenicov, Duhalde alcanzó un pacto político con los gobernadores provinciales y los líderes parlamentarios para cumplimentar en el Congreso el paquete de reformas legales que figuraba en la agenda del Ejecutivo.
Este consenso de emergencia permitió, sucesivamente: la aprobación de la denominada ley antigoteo o ley tapón, con el objeto de demorar la ejecución por los particulares de los amparos favorables de la justicia a la retirada de sus depósitos hasta no haber sentencia firme de un tribunal superior (25 de abril); la reforma del régimen de quiebras, para permitir a los acreedores de una empresa en proceso de liquidación quedarse con los activos del deudor como parte del pago (15 de mayo); y, la derogación de la Ley de Subversión Económica, vigente desde 1974, de suerte que la persecución de actos culposos o dolosos cometidos por banqueros, empresarios o funcionarios en perjuicio de la economía nacional quedaba sujeta exclusivamente a lo tipificado en el Código Penal, el cual, de paso, fue revisado para eliminar la expresión "con ánimo de lucro" (30 de mayo). Además, el 9 de junio el nuevo ministro de Economía, Roberto Lavagna, puso en marcha el llamado Plan Bonos, que se diferenciaba del fracasado plan de abril en el carácter voluntario de la conversión de los ahorros en títulos de deuda.
En el tintero de Duhalde se quedaron las muy polémicas reformas de la Ley de Entidades Financieras y de la Carta Orgánica del BCRA, destinadas a blindar la autonomía del BCRA frente al poder político y a desregular el funcionamiento de la banca en general, así como una reforma general de las instituciones políticas y judiciales del Estado, anunciada a bombo y platillo por el presidente en febrero en un intento de apaciguar las demandas populares, que entre otros puntos contemplaba la reducción en una cuarta parte de los diputados nacionales, la eliminación del tercer senador de cada provincia, la supresión de cuatro de los nueve magistrados de la Corte Suprema y de 14 de los 19 miembros del Consejo de la Magistratura, la reducción a la mitad de la plantilla de la administración federal y drásticos recortes en los presupuestos de los poderes Ejecutivo y Legislativo.
Claro que aquel ambicioso proyecto lo lanzó Duhalde con el calendario político de sus dos años de mandato. Sin embargo, el 2 de julio, después de unos violentos disturbios en los que murieron dos piqueteros a manos de las fuerzas de seguridad, el presidente anunció el adelanto de las elecciones presidenciales de septiembre a marzo de 2003. El 18 de noviembre, por acuerdo de los poderes políticos, se estableció el 27 de abril como fecha definitiva de los comicios.
El 22 de noviembre, con el país conmocionado por las noticias del fallecimiento de varios niños en Tucumán como consecuencia de déficits alimentarios y con los operadores financieros más preocupados por el default de 805 millones de dólares en el que Argentina había incurrido con el Banco Mundial ocho días atrás, el Gobierno anunció el levantamiento total del corralito de las cuentas corrientes a partir del 2 de diciembre coincidiendo con el aumento de las tarifas del gas y la electricidad. Las restricciones sobre las cuentas a plazo fijo, el llamado corralón, fueron a su vez levantadas el 27 de marzo de 2003, momento en que el dólar cotizaba en torno al 3,00.
El final de las interdicciones sobre los ahorros sorprendió gratamente a propios y extraños, pues el pesimismo incardinado había trasladado a un desmoralizador sine díe el momento de aquella medida. La misma se realizó previa aceptación por el FMI, con el que el 24 de enero el Gobierno adoptó un acuerdo transitorio, valedero hasta agosto, el cual, según Duhalde, preveía "plata fresca" por valor de 2.900 millones de dólares y una reestructuración de plazos de entre tres y cinco años para los impagos de deuda. Argentina se comprometía también a avanzar hacia la unificación monetaria, eliminando los distintos bonos sustitutos de moneda emitidos por las provincias y el Gobierno federal, y a obtener un superávit fiscal primario del 2,5% del PIB en 2003, algo que se consideraba bastante factible a tenor de la vigorosa recuperación de la recaudación tributaria.
Y es que en el arranque de 2003 los efectos moderadamente positivos del cambio de rumbo económico impulsado por Duhalde y últimamente gestionado por Lavagna ya estaban haciéndose notar en las macromagnitudes. La actividad económica resurgía gracias a que el peso devaluado estaba espoleando el comercio exportador y la producción industrial local en detrimento de las importaciones de bienes, de manera que la brutal recesión -la mayor en un siglo- registrada en 2002, el 10,9% del PIB, dio paso a un crecimiento del 5% en el primer trimestre de 2003. Los precios al consumo treparon hasta el 41% en aquellos doce meses, pero ahora el índice interanual se hallaba estabilizado en el 15%.
Duhalde organizó también los planes de Emergencia Alimentaria, Trabajar y Jefas y Jefes de Hogar Desempleados, que asignaron ayudas directas a los colectivos más afectados por la crisis. No obstante esta atención prioritaria a las penurias de la ciudadanía, en el año largo del Gobierno duhaldista la pobreza y el paro explotaron en Argentina: en abril de 2003 el primer quebranto social golpeaba ya al 54% de la población, esto es, unos 20 millones de argentinos, de los cuales por lo menos 10 eran considerados indigentes, mientras que el segundo alcanzaba la tasa histórica del 21,5% de la población activa.
En el ámbito de las intrigas políticas internas del justicialismo, Duhalde diseñó una estrategia de contención de las expectativas electorales de Menem, y, de paso, las de Rodríguez Saá, que comenzó por la búsqueda de un candidato peronista capaz de batir a quienes en diferentes momentos encabezaron las encuestas de posibles ganadores en una primera vuelta. Además de Menem y Rodríguez Saá, Kirchner, de la Sota y el gobernador de Salta, Juan Carlos Romero, anunciaron su intención de participar en un proceso de elecciones primarias del PJ que se fue retrasando hasta febrero de 2003.
Inicialmente, Duhalde apostó por el lanzamiento de la precandidatura de Reutemann, pero el ex piloto de Fórmula 1 declinó competir en estas condiciones de atomización de las postulaciones justicialistas. Entonces, Duhalde trasladó sus preferencias a de la Sota, pero el 15 de enero de 2003 anunció que su apuesta para la sucesión presidencial recaía en Kirchner, hasta hacía bien poco relegado en los sondeos, porque compartía "sus ideas vinculadas a la defensa de la producción" y porque figuraba entre los que no querían "volver atrás", en alusión a las políticas de ajuste menemistas.
El apoyo de Duhalde implicaba para Kirchner tener detrás, no sólo el núcleo oficialista del partido y la institución presidencial, sino todo el aparato peronista de la provincia de Buenos Aires, como se apuntó arriba, de largo el distrito político y económico más importante del país. El 24 de enero, Duhalde, con el acuerdo de Kirchner, remachó su estrategia al obtener la aprobación del Congreso del partido a su moción para suspender la elección partidaria interna y trasladar la liza del santacruceño y los dos ex presidentes directamente a la elección presidencial del 27 de abril. La decisión fue tomada por los congresistas en ausencia del sector menemista y pese al fallo de una juez federal con competencia electoral prohibiendo la reforma de la Carta Orgánica del PJ con aquel objeto.
Con el argumento de que los tres aspirantes, de hecho, presentaban programas contrapuestos, el aparato del partido controlado por el duhaldismo resolvió que Kirchner, Menem y Rodríguez Saá concurrieran bajo un régimen llamado de neolemas, es decir, con la autorización de exhibir los símbolos partidarios comunes y los lemas específicos de cada lista, pero sin adjudicación de todos los sufragios justicialistas al más votado de entre ellos, de suerte que, desde el principio hasta el final, los tres iban a enfrentarse como si pertenecieran a partidos diferentes.
Kirchner llegó a las urnas detrás de Menem en los sondeos y, efectivamente, el ex presidente fue el más votado con el 24,3% de los votos, sacándole algo más de dos puntos porcentuales al gobernador. Dado que Menem concitaba un amplio rechazo fuera de sus simpatizantes, todo apuntaba a una contundente victoria de Kirchner en la segunda ronda del 18 de mayo. Pero cuatro días antes de la votación definitiva el antiguo inquilino de la Casa Rosada anunció su retirada invocando la superación de las "falsas antinomias" y sin desperdiciar la oportunidad de lanzar aguijonazos contra Duhalde, a quien implícitamente acusó de "frustrar una voluntad de renovación política expresada por la amplia mayoría de la ciudadanía argentina" cuando suprimió las elecciones internas del peronismo, y de dirigir contra él "una campaña sistemática de difamación y de calumnia", lo que, a su parecer, no garantizaba el objetivo de "contar con un poder político imbuido de la más plena y transparente legitimidad democrática".
El aludido no se mordió la lengua en la réplica a Menem y se sumó al coro de censuras a una decisión que no tenía precedentes en la historia electoral argentina. Duhalde dijo de Menem que "no le interesaba defender las instituciones", que "siempre concibió el poder como algo personal", que "al no poder llegar (con posibilidades a la segunda vuelta) trató de hacer el peor de los daños", y que era "parte de un pasado que debemos sepultar". En cuanto a él, informó que se iba a tomar "un largo descanso" y que no iba a "participar partidariamente en el justicialismo", unas palabras que se antojaron destinadas a desmentir a quienes presentaban a Kirchner como un gobernante sometido al ascendiente de su favorecedor.
En vísperas de la transferencia de poderes en sesión solemne de la Asamblea Legislativa el 25 de mayo, Duhalde decretó el indulto a los dos últimos condenados por el pasado de violaciones de los Derechos Humanos y violencia, Enrique Gorriarán, cerebro del asalto guerrillero al cuartel La Tablada de enero de 1989, y el coronel ultraderechista Mohamed Alí Seineldín, cabecilla de la asonada carapintada de diciembre de 1990. La excarcelación de estos dos personajes, justificada por Duhalde en aras de un "corte para un tema del pasado", resultó polémica y el propio Kirchner expresó su desacuerdo.
Bibliografía: http://www.cidob.org/es
8 comentarios:
Buen recuento; nos guste, o no, el interinato de Duhalde-Remes-Lavagna sentó las bases de la política socio económica que desarrolló y profundizó Kirchner primero y Cristina actualmente.
Nada nace del vacío, no?
Sabemos que Lavagna implementó lo de las retenciones. Los del "campo" se vieron beneficiados con la devaluación. Y aceptaron a cambio las retenciones. Fue un intercambio de favores. Pero a costa de la gran mayoría de la población que vio devaluada su moneda. Está todo bien. Pero debía haberse puesto la diferencia entre el valor anterior y el devaluado, como parte de una sociedad con el producto. Los hombre de "campo" debían haber recibido un préstamo financiero a nuestro nombre por la diferencia de devaluación. Y devolver ese dinero al pueblo después de consolidado el poder de venta. En cambio ellos quisieron dejar de pagar retenciones.
Kirchner lo que hizo fue fomentar el mercado interno y mejorar los salarios reales. Con eso pasamos la crisis del año pasado y seguimos en pie.
Eva, no pretendo iniciar una discusión económica, ciencia que me resulta bastante alejada de mi conocimiento.
Pero las retenciones son precisamente una forma en la que el Estado se apropia de una parte del beneficio que obtienen las exportadoras por el cambio beneficioso que paga el resto de la sociedad.
Y, paralelamente, sostiene, parcialmente, los precios internos.
Por otra parte la devaluación no fue una decisión política, sino una "decisión" de la realidad: había en el Banco Central reservas por la mitad del circulante en el país. La convertibilidad había muerto hacía tiempo.
Ya en 1996 Marcelo Lascano advertía sobre la inviabilidad de la convertibilidad y la cesación de pagos a partir de 2000.
En fin, perdón por la lata.
Saludos
Carlos
yo estoy de acuerdo en que había que devaluar el peso, pero la deuda no tenía por qué licuarse, se podía hacer un bono con la deuda, o un fideicomiso a pagar en 30 años. Si la devaluación sirvió para mejorar el precio de las exportaciones, también el dinero de los particulares podía haber sido tomado como una deuda a pagar sin ninguna quita forzosa, no voluntaria, se podía haber tomado como un préstamo financiero, aunque sea a pagar en 30 años. A un tipo que tenía 10 mil dólares como todo ahorro, no se le pueden sacar 5 mil para favorecer al campo y que no se lo devuelvan. Los ahorros de miles y miles de pequeños ahorristas se hicieron "moco", pero eso no tiene entidad de daño, porque el pequeño ahorrista no tiene carisma. No hablo de los de muchos dólares, hablo del pequeño. Podían haber segmentado las cosas y endeudarse con los que tenían poco. El robo a los pequeños ahorristas fue un desangre imperdonable. Imaginate una indemnización por 17 años de trabajo que estaba guardada, que se fue devolviendo pesificada al valor de la mitad y en diez años en cuotas de gotero.
Es cierto, y lo mismo aquelos que tenían un ahorro con algún determinado.
Por otra parte también se licuaron las deudas, como vos bien escribís, de aquellos que tenían préstamos en dólares y fueron pesificados.
Todo aquello fue un aquelarre, el epílogo de una fantasía que duró diez años.
Un bomba de efecto retardado.
Recuerdo un reportaje aparecido en Clarín a Roberto Alemann con una foto a toda página de este personaje, rubicundo y sonriente; como epígrafe y entrecomillado: "La fiesta se terminó, ahora hay que pagarla"
Y ya se sabe quienes pagan, en general.
Fue mi caso, perdí mi trabajo de muchos años cuando se privatizó la empresa del estado en la que me desempeñaba.
Perdí la indemnización percibida merced al Corralito de Cavallo y el Corralón de Duhalde.
¡Buena gente!
Carlos G y Político
Hablo de la indemnización de mi marido, de 17 años de trabajo en el Buenos Aires Herald, junto a una pequeña herencia en efectivo que me dejó mi mamá. Si cuento la verdad, medio que me da vergüenza, ni siquiera me la devolvieron pesificada sino que me la robaron toda. Me la robó el gerente del Banco de Londres. Resulta que teníamos un plazo fijo en el Banco Galicia, que todos decían que se caía. El gerente del banco de Londres (Lloyds) me ofreció "rescatar" la plata. Me avisó que había podido rescatarla, pero que ahora no podíamos depositarla porque no se podía depositar en dólares, entonces me ofreció un Fondo de Inversión. Cuando se abrió el corralito yo quise rescatar el Fondo de Inversión y me contestaron que ese fondo quebró. Así no más, me robaron 17 mil dólares. Yo bajé los brazos, como Moctezuma con Hernán Cortés y juré venganza. Mi venganza se llama Néstor Kirchner. Sí, porque con él recuperé la dignidad. Porque mucho más que la plata perdida, me duele el haberme tomado el pelo como carne regalada. No soporto la humillación. Y no la olvido, como tantos que tienen tan mala memoria.
Para Carlos G. Las retenciones son una herramienta de política alimentaria y de crecimiento... una suba en las retenciones a los productos de mas ganancia y de peor efecto para los habitantes del país lleva a quienes solo buscan el lucro a orientarse a otras modalidades productivas... ¿Nadie se da cuenta de que sube el precio de la carne porque les resulta más rentable arruinar los campos con soja transegénica y herbicidas y agroquímicos que tener vacas?
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