Eduardo Blaustein
09.06.2009
Quichicientos años atrás Chacho Álvarez solía usar uno de los razonamientos más convincentes que escuché acerca de los males que genera la corrupción. El problema, me retrucó en una entrevista cuando le salí con un planteo relativizador, es cuando la corrupción se convierte en el motor mismo de ciertas estrategias y políticas deletéreas: en el caso de los 90, remate del Estado y sus empresas, concentración económica, fabricación de pobres en masa. No recuerdo, no creo, que Chacho lo dijera con esas palabras. Pongamos que fue así.
Traigo esa presunta definición a propósito de ese bonito neologismo que usó más de una vez el amigo Caparrós y con el que acuerdo: el del “honestismo”. En estos días se hace difícil soportar la hipocresía de los que aplaudieron a la dictadura o al menemismo y hoy gritan “¡república!”, los que se beneficiaron con la extranjerización de la economía y hoy braman “¡Techint!”. Lo mismo sucede con los demócratas bien peinados que consideran que los pobres de todas partes, todos y cada uno de ellos, no están en condiciones de votar mejor ya sea que no saben razonar, no disfrutan de la impecable autonomía de pensamiento que sí calzan los carapálidas de Palermo Chico o sencillamente son tan miserables que están dispuestos a vender su voto al primer puntero que les pinte.
Definitivamente, ciertos modos de concebir la democracia, la República, la Justicia, la corrupción, el clientelismo, son chiquitos, chiquitos, chiquitos. El “honestismo”, escribió Caparrós, es esa “idea tan difundida según la cual –casi– todos los males de la Argentina contemporánea son producto de la corrupción en general y de la corrupción de los políticos en particular”.
Hay muchos modos de encarnar esa proposición del “honestismo”. Si es por la corta idea del ciudadano honesto, se puede ser un perfecto hijo de puta en el maravilloso marco de la legalidad y la ética republicana. Pagando buena plata a un estudio de abogados patricios en caso de pleito, diseñando leyes desde el poder del dinero o moldeándolas por lobby, se puede cagar la vida de millones de prójimos sin que medien ni la truchada ni la coima. Se pueden acumular grandes ganancias y a la primera brisa en contra despedir personal a lo pavo. Se puede quintuplicar en un día el precio del barbijo antigripe porcina o la vacuna. Se pueden fabricar cigarrillos, asbesto, DDT o glifosato y decir no pasa nada. Se puede ser megabanco transnacional y pagarle a una calificadora de riesgo para quedar como campeón global de la seriedad. Se puede explotar mano de obra semiesclava boliviana y vender marcas fashion. Se puede hablar de los nobles valores del campo y negrear peones o explotar niños. Se pueden dejar morir de SIDA a millones de africanos por un asunto de patentes. Se puede empobrecer a otros tantos millones perorando sobre “industria del juicio”, “pérdida de competitividad”, “estímulo del empleo joven” e incluso “generación de nuevas fuentes de trabajo”.
En poco más de un cuarto de siglo asistimos, no sólo en Argentina, a la liquidación de los estándares de bienestar. Pero ante escándalos menores nos acostumbramos a creer que al postear una puteada contra un político corrupto estamos ejerciendo a tope nuestro derecho ciudadano.
Qué lejos está la puteada espasmódica de constituirse en un modo verdaderamente insolente de pararse ante la democracia, esa democracia-bostezo del anteúltimo spot de De Narváez: “Un domingo, sólo un domingo cada dos años”. Qué bien define ese spot lo poco que le pedimos a la democracia.
No debe ser por casualidad que en esta cultura de la democracia de etiqueta se reverencie la profesión de los especialistas en vender imagen, esconder trapos sucios, manufacturar sensibilidad. El valor de la transparencia exigible a un único actor, el Estado, prima sobre la injusticia estructural. El de los consensos angelicales se impone a la necesidad de reconocer, discutir y saldar conflictos. Se pone más la lupa sobre el funcionario corrupto, no sobre el corruptor. Relacionamos democracia exclusivamente con la política y las instituciones lejanas sin preguntarnos qué es de la vida de la democracia en nuestra vida cotidiana, qué nos defiende del mercado, qué decidimos sobre los modos horribles en que vivimos la ciudad, qué democracia y qué transparencia existe en el mundo de las corporaciones. ¿Qué libertades y qué éticas reinan en la empresa o el trabajo? Si los pobres se venden por un Plan Trabajar, ¿qué compran de nosotros cuando nos pagan un salario o somos “rehenes” del que tiene más poder? ¿Qué callamos? ¿Hasta dónde un gerente, un periodista bien esponsoreado en el cable, un profesional acomodado, no son “rehenes”, como los menesterosos conurbánicos, de los privilegios que disfrutan, los gastos que deben sostener, la visión del mundo que tienen por su posición social?
No nos metemos con esas cosas. O porque no las vemos. O porque las tenemos naturalizadas. O porque hay modos en el funcionamiento del poder que se hacen escurridizos. O porque en algún lugar percibimos que los políticos son unos tipitos más bien inconsistentes a los que podemos bardear barato. No sucede lo mismo con el poder real. Ese patrón sí que es verdaderamente jodido y asusta.
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