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2 de septiembre de 2008

Max Leonberger




Un pariente de Max


A mi perro lo llamamos "el Puqui" (así, con artículo). Es un perro que se acercó un día asoleado de invierno, hasta la puerta de mi óptica. Buscaba el sol y se dormitaba sobre el haz de rayos. Me dí cuenta que estaba desfalleciente. Le acerqué algo de agua y comida. Bebió, pero no comió, siendo que estaba muy flaquito. Tiene en la cara un vestigio de Fox Terrier, con esos bigotes que le hacen un rulo sobre la nariz, y esa barbilla cuadrada. Los ojos son verdes y su color es un zanahoria claro, casi rubiòn. Me enamoré cuando me miró. Se fue siguiendo el rayo de sol a otra puerta. Luego cruzò la calle. Lo fui a buscar y me lo traje. Desde entonces es mi perro. Nuestro perro. El Puqui.
Mi marido lo saca. En realidad el Puqui lo saca a mi marido. Si ves pasar al Puqui y un flaco corriendo tirado de la cuerda, ese es mi marido.

Una mañana, después de haber bajado, inmediatamente vuevle a subir y me dice: no vas a poder creerlo, hay un perro cruzado en la entrada del edificio, es tan grande que no puedo pasar con el Puqui, te juro, es enorme, nunca ví un perro así. Me dispuese a salir para ir a abrir mi negocio, y mi marido me advierte: si está el perro, no vas a poder pasar. Me parecìa increible lo que me estaba diciendo pero igual salí. Efectivamente. Cruzaba toda la entrada, de pared a pared.
Allí estaba el portero, mirándolo. ¿Y ésto?, le digo, ¿y ahora cómo salgo? Entonces me cuenta. El perro se habìa metido en el edificio de enfrente, llegó hasta el pasillo del primer piso, parece que subió por la escalera. Como nadie podìa subir al ascensor porque ocupaba todo el pasillo, llamaron a la Policía. La Policìa consiguió que saliera a la calle. Una vez conseguido eso, dejaron al perro en la calle y se fueron. Ahora se habìa tirado en la entrada de mi edificio.
¿Le diste agua? le pregunté al portero. Si le doy agua no se va más, me contestó. Miré la cara del enorme animal y le ví la inteligencia en la mirada. Unos ojos negros encendidos de vivacidad que parecìan sonreirme. Tamaño león, con patas de leòn, con cuello de león, pero peludo como si tuviera un tapado de piel de visón. De pelo colorado. Sí, colorado.Y en la cara debajo de los ojos y hasta la nariz, todo negro. Esas bellezas que te sacuden, que no podés creer que existan.
Me animé y pasé por sobre sus patas anchas estiradas y juntas. El perro no se molestó, Me fui caminando pensando en cuál iba a ser el destino de esa bestia desproporcionada. Pensé que nadie en la ciudad puede hacer entrar a su casa semejante perro. Que de dónde pudo haber venido. Que un perro así necesita una casa con parque. Que si nadie le daba de comer ni de beber tal vez lastimara a alguien y vinieran a cazarlo. No sé por qué sentí que tenía que salvarlo de un destino signado por tener dimensiones tan inconvenientes.
Tengo una vecina que rescata perros de la calle, los atiende, los baña, los alimenta, los sana, y les encuentra un hogar. La llamé por teléfono: Marisa venite enseguida, me tenès que hacer un favor, traerme un perro abandonado. Estoy loca, me decía a mí misma. No importa, ya sé que estoy loca.
Vino Marisa a mi negocio. Le conté. ¿Tan grande? dijo Marisa, asustada. Sí, tan grande. Intentá. Me dejó a su perrita enana en los brazos y se llevó la correa para traer al perro. Toda la correa de la perrita daba vuelta el cuello del animal y le sobraban diez centímetros. Así lo trajo Marisa, infartada, ella que es tan bichera. Abrió la puerta del negocio y entrò al perro. Te lo dejo, ¿qué vas a hacer?
No sé, lo primero, comprarle comida. Te traigo me dijo. Le dí plata y compró una bolsa de esas piedritas que come el Puqui. Mientras, le puse agua. De dos lenguatazos se vacìo el cacharro. Fui a traer más agua, y luego más. Llegó Marisa, me dejò la bolsa y se fue. Cargué el plato del puqui con piedritas, se lo mandò en dos segundos. Entonces le tirè al suelo una montaña de piedritas, y después lé tiré la bolsa entera con bolsa y todo. Ahí sì, se dió el panzazo y se satisfizo. Yo estaba sentada en mi sillón, detrás del escritorio, asustada. Habìa llegado la hora de la verdad. ¿Y ahora què hago con el perro?
Unas personas quisieron entrar a mi local y yo las paré haciendo señas con la mano. Les mostré al perro y gritando les dije que estaba perdido. No habìa lugar para que entre nadie màs. El animal ocupaba todo el ancho del negocio. Descansaba, feliz y satisfecho. Dijeron que volvían más tarde.
Me quedé sola con el perro. Lo miré inclinándome, y para verle la cara me paré. El perro se paró, y con la velocidad de un donjuan que no pierde ocasión se puso en dos patas sobre el escritorio como si fuera un cliente. Estábamos cara a cara. Sòlo que èl es màs alto que yo, que sus dos patas sobre el escritorio eran las de un oso, que me miraba enamorado con su enorme cara y cuello de leòn, de hocico negro enmarcada por un tapado de piel colorado, y que de repente sacó su lengua rosada enorme y me tirò un lenguatazo pleno de amor y agradecimiento. Me fui para atrás esquivando esa lengua que ya me había mojado la cara. Paro cardìaco es poco.
Llamé a mi marido y le dije vení, tengo al perro colorado en el negocio. No me contestó nada y vino corriendo. Lo agarró de la cuerda y lo sacó a la calle. Respiré. Pero se le subiò encima a mi marido para lamerlo y lo empujó sobre una auto, a él que mide un metro noventa. Parecía uno de esos árboles inclinados por el huracán. La gente se empezó a juntar y a mirar el espectáculo. Claro, ya era un perro atado. Compramos una correa más grande y más gruesa. Al perro le puse un nombre: Max.

2 comentarios:

Unknown dijo...

juas! de dónde habrá salido un perro tan particular... con ese tamaño no tenía dueño que lo alimentase?

caca dijo...

Es una gran historia, seguiremos leyendo mañana!

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