Mi óptica funciona en el Once. Es un barrio de comercio mayorista de ropa. Las avenidas están atestadas de gente. Las calles aledañas están repletas de autos estacionados. Si un auto lujoso consigue lugar sale la chusma a investigar quién es el dueño. Los vendedores ambulantes encaran sin tapujos a cualquiera que pasa. Transitan mendigos y borrachos entreverados con inmigrantes de los países limítrofes arrastrando carretillas cargadas de paquetes con mercaderías. Es común que se produzcan grescas o tumultos por algún robo. La corrida policíaca alerta al barrio entero y provoca la salida masiva de los curiosos a la calle. No es el barrio que elegiría un diplomático para hacer sus compras.
Hubo una vez un auto diplomático que llegó a mi óptica. A mí no me preocupa quién es el dueño de un auto lujoso. Nunca me paro en la puerta de mi negocio como si ésta fuera un mirador por donde escrutar a los que pasan. Es un signo de no tener nada que hacer. Sobre todo porque yo siempre tengo algo que hacer. Pero una vez hice una excepción. Era una tarde de invierno de 1976 en la que hacía mucho frío. Un sol radiante se derramaba en la vereda alcanzando la puerta de entrada al local. No pude resistir la tentación de estar al aire libre bajo ese sol unos minutos, así que me paré reclinada sobre el marco de la puerta, observando lo único que acontecía: autos que pasaban.
Mi óptica está a metros de la esquina en un cruce concurrido. Los autos disminuyen la velocidad para atravesarlo ejerciendo algún extraño magnetismo sobre la mirada de los transeúntes.
En la posición de cualquier chusma de barrio, escudriñaba yo dentro de los autos para observar cómo lucía el conductor de los modelos más caros. El ocio siempre es denigrante.
Un auto de modelo absolutamente inusual para el barrio, un Mercedes Benz color crema amarillento, detuvo su marcha por el cruce, justo frente a mi mirada. El conductor me miró, y comenzó a buscar algo en la guantera. Luego estacionó el auto contra el cordón de la vereda. Se bajó y se encaminó a mi óptica.
Se dirigió a mí en otro idioma. Apenas pudo decir dos o tres palabras en castellano que no coordinaban en ningún sentido, mezcladas con otras muchas en ruso. Lo que me dijo me resultó incomprensible. Dijo “anteojos”, yo le dije que sí. Le hablé en inglés, le hablé en francés, le hablé en italiano. Pero no hubo posibilidad alguna de comunicarse. Se dio por vencido y se fue diciendo “yo volver”. El hombre era rubio y alto. Lucía un traje elegante y nuevo. Se fue, pero a los pocos días volvió.
Volvió trayendo un séquito. Bajó del Mercedes Benz un hombre mayor rodeado de cuatro o cinco más. El hombre mayor me fue presentado por un traductor como el embajador de la Unión Soviética. El traductor era muy eficiente, servicial y amable con el embajador, en actitud de súbdito.
Conversé con el embajador a través del traductor, y me encargó sus anteojos. Estaba muy satisfecho. Se lo veía agradecido por la atención que le había dado. Al venir a retirar su anteojo me comunicó su satisfacción y que mi óptica había sido elegida como proveedor oficial para los diplomáticos de su embajada. Se fueron y no volví a ver nunca más a ese embajador viejito.
Al poco tiempo llegó otro Mercedes Benz que revolucionó el barrio. Entró a la óptica el individuo que vino la primera vez, el que hablaba ruso sin poder hacerse entender, pero no vino solo, sino acompañado por otro que hablaba castellano fluido. Imaginé que este personaje sería un diplomático y que se había traído un traductor.
El traductor se comportaba igual que el anterior que conocí, solícito, amable, traduciendo todo lo que decía el comprador, esmerándose por no dejar ni el mínimo detalle fuera de traducción. Le hacía preguntas en ruso que el otro le respondía, y cuando daba por entendida la cosa me traducía la pavada más insignificante.
Con la estúpida afectación burguesa que caracteriza a los de mi clase, queriendo establecer categorías humanas, yo me dirigía solemnemente al que creía diplomático, y conversaba más livianamente con el traductor en castellano. Este resultaba franco y dicharachero conmigo, alegre y chistoso.
Para saber si había sido verdad eso de figurar entre los proveedores oficiales de la embajada, le pregunté al traductor cómo habían llegado ellos hasta mi óptica. Me contestó “no sé, él me trajo”.
Como el hombre que elegía dudaba en decidirse, temiendo ya que se retirara sin comprar, le dije al traductor “dígale que soy proveedor oficial de la embajada, que yo le hago los anteojos al embajador”. “¿Ah, sí? “ me replicó pícaramente el traductor, “por el momento no es verdad”.
Yo me lo quedé mirando desahuciada por la vida. “Porque el embajador soy yo”, agregó disfrutando del equívoco. Apiadándose de mi estupor y sin dejar de reírse, me explicó que había habido un recambio y que él, Oleg Kvasov, había sido designado nuevo embajador de la Unión Soviética, y que el viejito no volvería más. Entonces, ¿quién sería ese personaje al que el mismo embajador de la Unión Soviética servía de solícito traductor con la actitud de súbdito?¿Sería acaso el Premier del Kremlin?
“Dígame por favor”, le dije a su excelencia Oleg Kvasov en el tono de complicidad y confianza que ya habíamos establecido entre nosotros, ¿quién es el señor que lo acompaña, es alguien muy importante? “Bueno,......... es mi chofer” me contestó alzando las cejas, sorprendido.
3 comentarios:
¿Y no sería que el chofer le estaba jugando una broma?
No, pensamiento, era el embajador
Que hermoso!!! Para contarles a tus nietas y a nosotros!!! Libro ya!!!
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