24 de enero de 2021

Cartilla de optica

A seis leguas de Sevilla, andadas por el hermoso y bien denominado camino real, que aunque ya arruinado, es una de las grandes obras de Carlos III, se encuentra la antigua ciudad de Carmona. Hallase labrada la ciudad primitiva sobre una alta roca, como un bienteveo2 que algún rey de la Andalucía Baja hubiese erigido para abarcar con la vista sus dominios. Viniendo por el camino de Sevilla, se eleva el terreno paulatinamente y casi sin sentir, hasta atravesar un gran arrabal o ciudad nueva, y llegar a la grandiosa puerta moruna, que forma un largo y estrecho callejón, entrecortado por una especie de patio o plazoleta. Esta entrada es ya pendiente, prolongándose la cuesta más o menos suavemente por las calles, hasta el penacho de aquella inmensa roca, desde donde desciende el terreno abruptamente, y principia la magnífica vega que cubren campos de trigo, que en primavera forman un mar sin límites, verde como la esperanza, y en el estío un mar dorado como la abundancia. A la derecha concluye este inmenso paisaje en la sierra de Ronda, y a la izquierda en Sierra-Morena, a cuyos pies caminan hacia el mar las aguas de sus arroyos, que reunidas toman el nombre de Guadalquivir.

Lo magnífico y sorprendente de esta vista tendría en otros países una fama y renombre universales, y habría sido descrita mil veces, tanto en novelas como en poesías. Pero en España es poco común el gusto y la pasión por las bellezas campestres, las que suelen admirar sin que en este sentimiento tomen parte ni el corazón ni el entusiasmo. Una vista, por bella que sea, se suele apreciar, digámoslo así, clásica y no románticamente.

La bajada en la de que hablamos es casi perpendicular, y no la puede arrostrar la carretera, que rastrea penosamente el primer tercio, y ciñe después a la peña como un cinturón, salvando su mayor altura; después de lo cual, vuelve a emprender su ascensión hasta llegar al alegre y activo arrabal, en que se hallan casas nuevas y bonitas, los paradores, los mesones, el correo; en fin, cuanto pertenece a la vida de movimiento; dejando tranquila, gracias a su altura, a la aristocrática y antigua ciudad, con sus casa solariegas, sus iglesias y conventos, sus grandiosas ruinas moriscas, y los trozos que aún conserva de los muros que la ceñían cuando tenía fuerza y mando. Todo en la ciudad es antiguo, bello y digno. Sólo en su parte más alta a la derecha, esto es, hacia el Levante, ha labrado la era moderna un feísimo telégrafo, que lleva la matrona como sello de actualidad en su frente, en la que parece una verruga. No es culpa nuestra si los telégrafos son feos, si son caricaturas de torres, si hacen muecas como decía un amigo nuestro; si, simbolizando la velocidad, son unas moles pesadas y sin gracia; si, significando la publicidad y las comunicaciones, son frondios y mudos oráculos que despiertan la curiosidad sin satisfacerla, envueltos como lo están para los profanos en silencio y misterio. Ni que al pasar por ellos la acción y la vida, queden ellos inertes y muertos, como si protestasen contra ambas; ni, por último, que careciendo de belleza en su forma y de poesía en su objeto, sean grotescas esfinges que solemnizan la cotización de la Bolsa.

No concebirnos el moderno afán por vestirlo todo con la misma librea, y por querer borrar en los países y en los pueblos la nacionalidad que les es peculiar. De todas las tiranías, la de la uniformidad es la que más se resiste a la independencia popular. Arrancar a países, pueblos y personas su ser, su carácter, su individualidad, es la más cruel, la más necia y la más antipoética arbitrariedad. Uniformar a los pueblos como a los como a los presidiarios, diciéndoles: «No seréis lo que habéis sido, no seréis lo que os llevan a ser vuestro suelo, vuestro cielo, vuestro carácter e inspiración espontánea; formaos sobre este modelo único y uniforme en el universo; todos sois carneros de una misma manada, menos nosotros que somos los pastores y zagales, llevando a guisa de cayado la pluma», esto está muy bueno para los que se erigen en pastores; pero para los que... 
 
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22 de enero de 2021

NUMEROLOGÍA

NUMEROLOGÍA
 
El 21 de cada mes a las 21 horas y 21 minutos de este año 21 del siglo 21 podés celebrar y fascinarte con la coincidencia numérica mostrando una estructura inteligente que estaría detrás de ese orden con apariencia de voluntario ya que lo natural es caótico, por lo tanto se estaría demostrando la existencia de un poder divino. La matemática fue una forma de buscar demostrar el poder de dios desde tiempos remotísimos. Desde Pitágoras y antes, buscar entender el orden inteligente de la naturaleza era como seguir la pista de los caminos divinos suponiendo que se iba a encontrar alguna prueba contundente de que este mundo estaba manejado por seres superiores, o como después acontenció en el monoteísmo, por un solo dios. Mientras los matemáticos buscaban escudriñar el orden inteligente de la naturaleza iban descubriendo herramientas que nos permitieron penetrar en el mundo físico y hacer todo tipo de obra ingenieril. La hipotenusa fue la primera diosa de la ciencia y el triángulo rectángulo su corcel alado, los catetos son las alas que siguen agitándose con el soplo de aliento de la humanidad que los llama a ser el seno y el coseno que nos permiten desde las tablas construir tantos puentes y con medidas geodestas y teodolíticas andar escudriñando campos terrenos enormes en el universo celeste. De las matemáticas a la Teología y al arte, a la música, a la belleza, a la sutileza, al goce superlativo del alma cincelada por el conocimiento intenso y la susceptibilidad al detalle más íntimo de la percepción, eso es la vida humana. Todo eso sobre el soporte de una construcción social que lleva milenios de filósofos construyéndose, desde la Teología o fuera de ella, con la Política, una disciplina aristocrática que salió de los palacios a las calles.
La numerología es un asunto matemático que sedujo siempre a la mística. La cabala hebrea creó un enjambre de maravillas por las que viajar como en una borrachera o un éxtasis producido por una sustancia.
Los números tienden a ordenarse tanto o mucho menos que a desordenarse. El orden, amigos, es parte indivisible del caos. En el desorden natural el orden es una de las geometrías del caos. En el desorden natural no hay ninguna inteligencia detrás. A no ser que empecemos a reconocer al caos como un orden. Al desorden como una forma del orden. Somos nosotros los que podemos y debemos ordenar nuestro mundo natural y artificial y gozar de ese orden que creamos todo el tiempo. Lo terrible es cuando el ser humano produce el desorden de lo que estaba ordenado. Es muy trise observarlo y no poder hacer nada proque los demás no se dan cuenta. Solo nos queda la confianza en que la inteligencia humana prevalezca sobre el caos producido por desidia y estupidez.
Todo este texto me lo motivó que el día de hoy se enviara ese impreso sobre el 21 a las 21y 21 horas del siglo XXI. Y siempre que aparece algo así me salta el recuerdo de Borges, un apasionado de la Cábala hebrea tan ateo como yo. Una vez alguien le dijo qué lástima que su mamá murió justo antes de cumplir los 100 años, a lo que el mordaz y ácido contestó "el señor tiene adhesión al Sistema Métrico Decimal".
 
 
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21 de enero de 2021

EL ESCRITOR IGNOTO

EL ESCRITOR IGNOTO
 
El hombre del que te voy a contar murió hace poco, durante la cuarentena. Era un tipo especial. Pequeño de estatura supo tener una vida que suplantó la falta de centímetros con algún valor que le dio altura. Empezó en la pobreza del campo y la naturaleza indómita con peligros que aprendió a sortear formándose un físico atlético y musculoso con el que trompeó a un vecino en una reunión de consorcio. Por el peronismo le llegaron los estudios primarios y secundarios y el trabajo y el sindicalismo. El hombre se hizo de un cargo importante en el Estado, no se cual. La cuestión es que estaba jubilado con una suma grande de dinero de acuerdo al cargo importante que tuvo y conservó durante décadas. Yo no sabía nada de él, solo que cuando salí en 6,7,8 me vino a saludar dando a conocer su afiliación política y regocijándose de mi militancia y compromiso. Yo le hacía los anteojos a toda su familia, pero nada más, nunca habíamos hablado más allá de los anteojos.
 
La cuestión es que me contó que estaba escribiendo sus memorias y un día me trajo su libro editado. Lo empecé a leer y no pude creer lo bien escrito que estaba y las maravillosas historias que contaba de su niñez y su adolescencia. Adoré ese libro y lo llené de elogios y le manifesté mi respeto y admiración. Y me quedé asombrada de cómo la obra de una persona puede configurar la imagen de esa persona en nuestra percepción. Hasta antes de leer ese libro, este vecino y cliente era un tipo cualquiera que no se le notaba ningún mérito, insospechado de poder escribir un texto de tan valiosa y bella literatura. Para mí esta experiencia fue un shock. Me quedaba pensando en lo poco que sabemos de una persona cuando la tratamos parcialmente sin conocer sus entrañas anímicas. Y trataba de corregir esa indiferencia con que lo había tratado siempre, haciéndole saber mi admiración. 
 
El me decía que estaba escribiendo la segunda parte y quería que yo le corrigiera el texto. Que lectoras como yo tenía poco y nada. Yo lo consideraba una perla y le decía que no estaba en condiciones de esa tarea, que podía leer y darle mi opinión, que seguro iba a ser puro elogio.
Estaba entusiasmada esperando la segunda parte, que es cuando entra de sindicalista peronista a pelear contra la dictadura.
Me trajo el texto terminado de la segunda parte de su libro. En hojas impresas en computadora por él mismo. Me dejó un grueso manojo en una carpeta y le prometí el comentario con mucho entusiasmo. Sentí que era un privilegio.
 
Pero cuando empecé a leer, me dí cuenta de una triste verdad insoportable. Ese texto no estaba escrito por la misma persona que el anterior. Este texto era una porquería insufrible, algo insoportable de leer sin importar qué estaba contando. Me agarró una indignación total. De pronto se me cayó el ídolo de barro y sentí que había sido víctima de una estafa.
A los pocos días vino el susodicho a ver qué me había parecido la segunda parte. Fui lo más cruel que pude. Lo primero le pregunté quién escribió la primera parte y esta segunda parte seguro que no fue la misma persona sino él mismo. El petiso no se inmutó, ni le dolió, ni se avergonzó, porque le pareció muy natural aceptar que la primera parte pagó para que un "corrector" le escribiera el texto mientras él le contaba las anécdotas de la infancia. Pero como era muy caro y costaba mucha plata pensó que yo podía hacerle de correctora solo cambiando algunas cosas, algunas comas, alguna falta de ortografía, algún defecto gramatical.
 
¿Alguna qué? le grité repitiendo la secuencia de faltas posible. ¡Ese texto hay que escribirlo todo de nuevo y borrar todo lo escrito por usted! Haga un favor, busque a su corrector que es una persona excepcional, un escritor maravilloso que está detrás de su primer libro como el verdadero autor. Búsquelo, páguele, que así debe estarse ganando la vida siendo un artista entrañable. Hágame un favor, no escriba más ni me haga leer a mí nada más de lo que usted escriba. 
 
El petiso agarró la carpeta y riéndose como si nada pasara comenzó a hablarme de sus anteojos. De ahí en más así como se volvió un ser admirado, volvió a ser ese vecino capaz de romperle la cara a otro en una Asamblea de copropietarios. Se murió hace poco sin haberse ofendido. Y me quedó la tristeza de haber conocido a un escritor ignoto a quien admiro sin poder saber quién es.
 
 
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17 de enero de 2021

vacuna rusa a mucha honra

Ian Clifford (tomado de su muro) 

La olvidada ciencia rusa 

Por Federico Kukso* 

La creación de la Sputnik V es consecuencia de una historia de desarrollos científicos en Rusia: en 1919, por ejemplo, gracias a los esfuerzos de Nikolay Gamaleya, en cuyo honor fue bautizado el centro de investigación que desarrolló la vacuna contra el coronavirus, la Unión Soviética fue el primer país del mundo en erradicar la viruela. Este tipo de avances, sin embargo, han quedado ocultos por los relatos occidentales, que no tienen en cuenta los logros rusos y ahora se sorprenden ante el anuncio de la creación de la Sputnik V. Con una maleta en una mano y una lista inagotable de preguntas en la otra, tres científicos soviéticos atravesaron la Cortina de Hierro. El 18 de enero de 1956 viajaron a Estados Unidos. Los virólogos Anatoli Smorodintsev, Mikhail P. Chumakov y su compañera Marina Voroshilova no lo hicieron solos: un agente de la KGB seguía sus pasos minuto a minuto, como una sombra.

La poliomielitis arrasaba en la Unión Soviética, así como en otros rincones del planeta. El historiador Saul Benison sostiene que fue el aumento en la incidencia de esta enfermedad paralizante y que afectaba principalmente a niños lo que convenció a las autoridades soviéticas de que era costoso, social y económicamente, no aprovechar los grandes avances en la investigación biomédica desarrollados en Occidente. Los estadounidenses, por su parte, no tenían mucho que perder: ambas potencias compartían un enemigo en común, el poliovirus, un invasor invisible que no respetaba clase, estatus, sexo, religión, nacionalidad o ideología. 

Chumakov y Smorodintsev eran por entonces las figuras más destacadas de la virología soviética. Años antes habían desarrollado la primera vacuna contra la gripe. Una vez en Estados Unidos visitaron los laboratorios de Jonas Salk, quien en 1955 había desarrollado una vacuna efectiva, e inspeccionaron sus métodos de producción. Pero con quien mejor congeniaron fue con su oponente científico, Albert Sabin, que estaba probando una vacuna mucho más efectiva y barata, en base a poliovirus vivos pero atenuados, que se podía tomar por vía oral. Había, sin embargo, un problema: pese a lo prometedora que parecía la vacuna, las autoridades estadounidenses se mostraban reacias a permitir la realización de ensayos con virus vivos. 

Sabin, entonces, le entregó tres cepas de virus atenuado a los científicos soviéticos para que las estudiasen e investigaran la vacuna en Moscú y Leningrado. Como gesto de buena voluntad, autorizado por el Departamento de Estado, en junio de 1956 el reconocido virólogo polaco nacionalizado estadounidense voló a la Unión Soviética: allí dio charlas, visitó laboratorios y escuchó nuevas ideas. Como la de Chumakov de suministrar la vacuna en forma de caramelos o terrones de azúcar. Así fue cómo durante años telegramas y frascos de vacunas viajaron de un lado al otro del mundo. 

En Moscú, Chumakov y Voroshilova no tardaron en vacunarse a sí mismos. Pero precisaban probarla en los principales afectados, es decir en niños. Entonces, en un acto que hoy sería desaprobado por cualquier comité de ética, le dieron la vacuna a sus tres hijos y a varios sobrinos. “Formamos una especie de fila”, recuerda Peter Chumakov, que tenía por entonces siete años. Poco después, su madre pasó a entregarles a cada uno un terrón de azúcar mezclado con poliovirus debilitado. 

El cuestionable experimento terminó convenciendo a altos funcionarios soviéticos y los científicos procedieron con ensayos más amplios: en 1957 se vacunaron 67 niños con la vacuna desarrollada en conjunto por Sabin, Chumakov y Voroshilova. Luego fueron 2.010 pacientes y en 1958 llegaron a 20 mil. De enero a mayo de 1959, los científicos soviéticos probaron la nueva vacuna en 10 millones de chicos en toda la Unión Soviética, en el ensayo de campo más grande hasta la fecha en la historia de la polio. No solo se realizó en hospitales y clínicas, sino también en escuelas y guarderías: en los meses siguientes, prácticamente todos los menores de 20 años recibieron la vacuna, ya sea con un gotero o dentro de un caramelo. 

Los resultados, sin embargo, no fueron inmediatamente aceptados por la comunidad científica internacional. Pese a que el programa de inmunización realizado en la Unión Soviética con la vacuna de Sabin había sido exitoso, sin incidentes ni casos de parálisis inducida por la vacuna, cuando Chumakov compartió la noticia en una conferencia científica en Washington hubo quienes expresaron dudas. Todavía había científicos occidentales que se negaban a aceptar los informes del otro lado de la Cortina de Hierro. “La reacción general, que no solía ser expresada públicamente, era: ‘Bueno, no puedes confiar en nada de lo que hacen esas personas’”, comentó Sabin. Pero el logro documentado de la colaboración Sabin-Chumakov finalmente superó las diferencias ideológicas. 

Un año después, una representante de la Organización Mundial de la Salud, Dorothy Hortsmann de la Universidad de Yale, recorrió la Unión Soviética, donde reconoció la seguridad de la vacuna y una reducción significativa de los casos de parálisis. Esta vacuna oral –durante un tiempo conocida como la “vacuna comunista”– se convirtió en el arma preferida contra el virus de la polio en todo el mundo. Incluso en Estados Unidos, donde su uso fue autorizado en 1962. A la Argentina llegó en 1967. Mientras las superpotencias se amenazaban mutuamente con destruirse con armas nucleares, la colaboración científica entre norteamericanos y soviéticos derivó en uno de los mayores logros médicos del siglo XX y salvó innumerables vidas. 

Ciencia detrás de la cortina de hierro 

Como ocurre con esta olvidada cooperación, la historia de la ciencia rusa suele ser poco conocida (u ocultada), pese a contar con figuras destacadas como Dmitri Mendeleev –creador de la tabla periódica de los elementos–, el fisiólogo Ivan Pavlov –primer ruso en recibir un premio Nobel–, Alexander Fersman –fundador de la geoquímica–, Dmitry Ivanovsky –descubridor de los primeros virus–, Vera Gedroitz –la primera profesora de cirugía del mundo–, el neuropsicólogo Alexander Luria –investigador de la afasia–, Sergei Korolev –padre del programa espacial soviético– o el genetista Nikolai Vavilov -quien dedicó su vida al estudio y mejoramiento del trigo, maíz y otros cereales para alimentar al mundo y murió de hambre en 1943 en un gulag en Siberia, donde había sido enviado por orden de Stalin. 

Con momentos trágicos a raíz de purgas y persecuciones y otros de gran florecimiento, la ciencia rusa –usualmente dividida en los períodos zarista, soviético y post-soviético– tiene una larga trayectoria que suele ser dejada de lado, o mirada con desdén, por la narrativa histórica predominante (esto es, occidental). 

Durante el siglo XIX, por ejemplo, Nikolay Gamaleya –en cuyo honor fue bautizado el centro de investigación que desarrolló la vacuna Sputnik V contra el nuevo coronavirus– trabajó con Luis Pasteur en el desarrollo de la vacuna contra la rabia, así como en investigaciones sobre el cólera, la tuberculosis, el tifus y el ántrax. Fundó en 1891 el primer Instituto Bacteriológico de Rusia y en 1919 –151 años después de que la emperatriz rusa Catalina la Grande se ofreciera como voluntaria para vacunarse contra la viruela en un esfuerzo por mostrar a sus súbditos que la técnica médica emergente era segura–, Gamaleya desempeñó un rol fundamental en la primera campaña de vacunación universal de la historia de la humanidad. Diez años después, la Unión Soviética fue el primer territorio que anunció la erradicación de la viruela. 

Para la década de 1980 había más científicos e ingenieros en la Unión Soviética que en cualquier otro país del mundo. “Pero la historia y los logros de esa comunidad científica son poco conocidos en Occidente”, indica el historiador de la ciencia Loren Graham, de la Universidad de Harvard. “La ciencia soviética, por ejemplo, no se organizó tradicionalmente sobre la base de la revisión por pares y las subvenciones de investigación, sino en la financiación en bloque de institutos enteros”. 

Ingenieros y científicos rusos desarrollaron el láser, construyeron lamparitas eléctricas antes que Thomas Edison, transmitieron ondas de radio antes que Guglielmo Marconi, pusieron en órbita el primer satélite artificial y, además de mandar sondas a la superficie de Venus y Marte, fueron los primeros en llegar a la Luna con la sonda Luna 2 en 1959. Como señala Graham: “Todos los gobernantes de Rusia, desde Pedro el Grande hasta Vladimir Putin, han creído que la respuesta a los problemas de la modernización son la ciencia y tecnología en sí mismas”. 

Desdén occidental 

En cierto modo, las reacciones de indiferencia y escepticismo que despertó la vacuna Sputnik V responden también a esta ignorancia y a la visión distorsionada que se tiene desde Occidente de la tradición científica rusa. Impulsadas por las diferencias lingüísticas, culturales y políticas, la mayoría de las iniciativas rusas son recibidas con sospecha. 

Pero, más allá de estos prejuicios y las movidas geopolíticas propias de estos desarrollos, están la historia y los hechos. El Centro Nacional Gamaleya de Epidemiología y Microbiología viene trabajando desde la década de 1980 con adenovirus, un tipo especial de virus en el que se basa la vacuna Sputnik V para provocar la respuesta inmune y entrenar al cuerpo para evitar la infección. Previamente, ya había desarrollado vacunas contra el virus del Ébola y el MERS (o Síndrome respiratorio por coronavirus de Oriente Medio). 

A diferencia de países como Estados Unidos y aquellos de la Unión Europea en los que los laboratorios farmacéuticos –un sector conocido como “Big Pharma” que busca redimirse ante la opinión pública– imponen sus drogas con precios astronómicos, además de lograr cambios en las legislaciones gracias a su fuerte poder de lobby, Rusia demostró su capacidad para desarrollar de manera independiente un medicamento que podría aplacar la pandemia. “Esto simboliza el regreso de Rusia a las principales ligas farmacéuticas”, señala el diplomático francés Jean de Gliniasty, del Instituto Francés de Asuntos Internacionales y Estratégicos. 

Por el momento, la vacuna Sputnik contra el coronavirus se expande por el mundo, con inoculaciones en Rusia, Argentina, Bielorrusia y próximamente en Serbia, Hungría, Venezuela y Bolivia. Quizás, como ocurrió con la vacuna estadounidense-soviética contra la polio, en 50 años nadie se acuerde de estas sospechas, más políticas que científicas. 

* Periodista científico, miembro de la comisión directiva de la World Federation of Science Journalists. Autor de Odorama: Historia cultural del olor, Taurus, 2019. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

15 de enero de 2021

Otra forma de ver la Plusvalía

Lo que especifica a la propiedad no es el derecho al uso de la cosa, sino el derecho al abuso. En la convivencia aparece la necesidad de limitar ciertos derechos al abuso, en cuanto generan perjuicio a otro. Este plus sobre el uso que llamamos abuso aparece también como plus en el cálculo del trabajo remunerado. El abuso sobre el trabajador es lo que Marx llamó la Plusvalía. Es el cálculo de lo que implica la explotación en dinero salarial no pagado. Y yo quiero agregar -ojalá estuviera Marx vivo para proponérselo- que no solo se adeuda por trabajo cumplido, sino por un plus que es trabajo esmerado sin el cual es imposible cumplir un trabajo como se espera. Porque el trabajo no puede ser hecho en forma mecánica sin que participe el alma del trabajador, su conciencia, su ciencia, su paciencia, su amor por el trabajo, ese amor que le queda aún después de haberle sido arrebatado por el patrón que lo aliena del producto, que lo quiere hacer sentir un rulemán de una máquina, una pieza de fundición. El obrero no puede dejar de involucrarse en el producto de su trabajo, aunque se le robe la paga que le corresponde. En una sociedad capitalista humanista que controla el mercado, hay que pagarle al obrero, al asalariado por ese plus que pone para lograr que salga a flote lo que está creando.
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