27 de abril de 2014

ESTE NO ES UN CUENTO CHINO

Este no es un cuento chino

Acaba de pasar la china del supermercado. Por primera vez la veo transitar por la vereda, delante de mi negocio, en casi cinco años desde que abrió el super chino. Me vio, siguió de largo, reaccionó y volvió sobre sus pasos, para prodigarme una enorme sonrisa que suplanta su falta de castellano. Sacudió su cabeza de arriba a abajo, como afirmando algo así como "acá estabas". Agitó su mano en un saludo efusivo, y siguió su ruta.
Esta mujer china, alta, bella, elegante, se mostraba soberbia, ajena, desde la caja de su supermercado. A diferencia de tantos otros chinos tan amables y gentiles que conocí en el barrio, ella era una mujer fría, de negocios, que estaba por encima de las relaciones personales. Siempre distante, calculadora. El marido, igual que ella.
Como yo soy buena clienta porque compro mucho (soy de las que prefieren no ir a los grandes supermercados), ella empezó a reconocerme y tratarme en forma preferencial, cambiando su estilo indiferente. Bastó una vez que fui a comprar una cosa sola que me había olvidado, para que me tratara secamente, y se empacara en los diez centavos que me faltaban de cambio. Me cambió cien pesos por los diez centavos. Me impactó su franqueza mercantil. Yo la empecé a tratar igual. Tirándole los centavitos hasta el útlimo, aunque hubiera comprado un vagón de cosas y ella me dijera que está bien sonriendo. Y yo la miraba con cara de perro enchufándole la monedita a toda costa.
Pero pasó algo que cambió la historia de su vida arrogante. Se le puso enfrente un Carrefour Express, justo enfrente, pero justo justo. Fue alevoso. El supermercado empezó a vaciarse. Enseguida comenzaron las "desgracias". Le "cayó" una inspección de Macri y le cerraron el super por falta de limpieza en la heladera de carnicería, problemas con los cables, etc. La pareja china empezó con las reformas, pero por la noche tuvieron un incendio. Vinieron los bomberos, le rompieron las cortinas metálicas. Un desastre total. Cuando volvieron a abrir estaba todo renovado, ordenado, pero vacío de gente.
Yo soy amiga de mis amigos, pero mucho más, soy enemiga de mis enemigos. Los chinos no eran mis amigos, pero a Carrefour sí que lo considero mi enemigo: forma parte del paquete neoliberal que vino con el menemismo, que vino con el robo de mis ahorros en el banco, el 2001, los saqueos, qué te voy a contar. Así que la guerra se la hice a Carrefour, ayudando a los chinos. Fui a Carrefour a hinchar las pelotas para fisgonear los precios, los anoté y le entregué la lista al chino. El chino tomó la lista y me miró como si le hubiera dado el número de la lotería, se deshacía en agradecimiento. Yo soy comerciante, y sé que el chino necesitaba saber los precios para poder competir con Carrefour. Al mismo tiempo que le dí la lista, le compré un vagón de cosas que estaban más caras que enfrente, como para demostrarle que estaba con ellos en la batalla. El chino le dijo algo a la china y la china empezó a deshacerse en sonrisas. Y me regaló como diez bolsas que antes me cobraba indefectiblemente. Empecé a decirles a las vecinas que había que comprarle al chino, que la política de Carrefour era destruir los supermecados chinos, que nosotros teníamos que tratar de que no se fundan. Hice lo que pude.
Desde entonces la china me adora. Y yo la perdoné, porque al arrepentido hay que perdonarlo. Además, siempre me hace algún regalito, alguna golosina, algún descuento, y me regala las bolsas. Y no puedo ser indiferente, porque no lo soy, así que valoro sus atenciones con gusto. Con gusto de ver que los chinos sobrevivieron a la embestida.


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18 de abril de 2014

LOS LLORONES

Los llorones

Muchos de los que lloran a viva voz a los famosos que se mueren, no lloran a los muertos sino a la muerte. El mayor ícono de la vida actual es la fama. Solo cuando muere un famoso, la muerte encara a los llorones con su poder inapelable, irrespetuoso y definitivo. El resto del tiempo viven ignorándola malamente.

Los llorones no hacen diferencia entre la fama meritoria o la insustancial. Basta que el muerto tenga fama, dá igual el mérito o la banalidad que se las haya deparado. Ayer lloraron a Lady "D" y hoy a García Márquez, aunque no hayan leído ni leerán jamás, siquiera el extraordinario primer párrafo de Cien años de soledad. A ellos los llorarán, pero no lloran a un pobre hombre desocupado que se suicidó en Madrid después de haber sido desahuciado. Este, de alguna manera, tiene para ellos, la muerte justificada.

Cuando alguien muere, necesitan saber imperiosamente de qué murió. Quieren saber si "se cuidaba", si fumaba, si comía comida sana, si consultaba a los médicos. Y si alguien se muere por accidente, quieren saber los riesgos que el muerto asumió despreocupado. Todo para justificar la muerte, para hacer responsable al muerto de no estar vivo. O para explicarla con la mala suerte, cuando el muerto no tuvo ninguna responsabilidad.

A los llorones no los desvelan las evitables muertes por desidia estatal o por falta de solidaridad social. Al suicida siempre le buscan el diagnóstico psiquiátrico.

Por fin, gracias a estos llorones, ha desaparecido del lenguaje la frase "muerte natural". Ya nadie se atreve a pronunciarla. La muerte no es más natural. Ha pasado a ser una contingencia. Se la trata como una mera amenaza. Por eso, cuando algún famoso enferma y se somete a tratamiento, o está pasando por el período de recuperación peligroso, largan la frase estúpida ¡Fuerza! dirigida al pobre sufriente que está en manos de su evolución natural. La otra frase estúpida es "está luchando por su vida".

Hace un tiempo, un valiosísimo compañero de la blogósfera que usaba el nick "Andrés, el viejo", se pegó un tiro y no se moría. El resultado de una cirugía le hacía los órganos afectados inviables y la supervivencia, imposible. De haber estado conciente en esa instancia, es inimaginable el sufrimiento anímico al que debe haber estado sometido. Igual le llovieron mensajes de ¡Fuerza!¡Está luchando por su vida! Sinceramente, de todo corazón, yo le deseé internamente que muriera lo más pronto posible. Era lo único medianamente lógico que yo podía desearle, en contraste con tanto despropósito cultural expresado a coro.

En medio de esta banalidad que especialmente se transmite por los medios, herramientas difusión de la estupidez generalizada, ocurre la muerte de los longevos famosos meritorios, que disfrutaron sus momentos de gloria, pasaron por el largo período del ostracismo a causa de sus incompetencias físicas, y con la muerte descubren los verdaderos efectos del mérito que les dio la fama, entrando en la trascendencia, el mayor de los premios a los que pueda aspirar la vida de un ser humano. Pero no hay oportunidad de celebrarlo, porque estos estúpidos están aferrados a sobrevivir a toda costa, como si la muerte no existiera.

Se murieron Laclau, García Márquez, Alfredo Alcón. Vivieron mucho, qué bueno si no padecieron la vejez. Lo que seguro disfrutaron durante su vejez fue saber que dejaban su obra joven y que no los iban a olvidar, quienes los valoraron porque conocieron su obra. Los llorones, hoy los lloran a viva voz, pero mañana no se van a acordar ni de sus nombres.


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