26 de enero de 2013

Angustias y Paisajes del derrumbe del 2001

Diciembre de 2001 me sorprendió y desesperó como a la rata cazada por la cola, en una trampa barata. Miraba los acontecimientos sin creer en lo que estaba pasando. Más andando el año 2002, la verdadera naturaleza de ese meteoro económico que empezó con el Corralito, se fue haciendo cada vez más evidente y se fue apoderando de mí, como la oxidación que corroe al hierro pretensioso de su dureza, de puro soberbio, ingenuo e ignorante.

Esos acontecimientos no significaron lo mismo para todos los argentinos, desde ya. A mí me agarró con la edad en la que uno todavía es joven y empieza a disfrutar con aplomo de los logros de la vida, o a pagar los costos de los errores: la década de los cincuenta años.

Todo lo que había construido se desplomó de golpe, pero no fue a causa de un error mío. Simplemente me robaron lo acumulado, tanto en el orden material como en el acopio de sueños y creencias sobre el modo de vivir. Nada me quedaba en pie. Porque lo poco que todavía tenía, seguía dependiendo de recuperar lo que había perdido, y empezaba la cuenta regresiva. Sin ninguna esperanza en el horizonte. Nada.

Hasta 2004 me dediqué a reventar enormes cantidades de energía que me venían a chorros del combustible formado por la rabia y el resentimiento, acumulados a punto de explotar en el envase. Fui administrándolo con una llama encendida. Busqué y encontré una disciplina que abordar, develar, aprender, desarrollar y aplicar, la compleja construcción de lámparas Tiffany. Busqué algo que me agotara hasta dejarme exhausta y lo encontré.

Al mismo tiempo exprimí al máximo la herramienta que por fortuna había aprendido a manejar, la computadora, que gracias a Internet, me tenía en contacto con un montón de personas afines en el mundo.

En eso estaba cuando el sistema comercial de mercado interno empezó a dar señales de respiración a pesar de su cuerpo maltrecho y moribundo, gracias a la acción de Néstor Kirchner. Ahi mi actividad de toda la vida empezaba a dar frutos pequeños y abandoné todo el subterfugio de supervivencia con las lámparas Tiffany.

Era empezar de nuevo. Era empezar de cero. Era empezar una cosa que yo dominaba pero que ya no estaría sustentada en ninguna ilusión ni certeza. En mi vida dejó de haber proyectos personales. Quedaron sepultados bajo el derrumbe. Empecé la década con toda salud y juventud, y la terminé con el diagnóstico de hipertensión, diabetes, artrosis, veinte kilos más, y toda la escenografía del deterioro físico con el que se afirma la vejez.

Cuando se acercaba el 2001, tan sigiloso y artero, yo manejaba una lista de correo por Internet, que se llamaba "estafados". Curiosa afición la mía, preocuparme por la estafa, como si hubiera sabido que iba a ser una próxima víctima.

Era una lista muy activa y concurrida, con personas que fui invitando por mi conocimiento en la participación en otras listas con temáticas políticas, racionales, escépticas. Así junté un ramillete de joyas que estaban en España, Argentina y Costa Rica.

Llegados los acontecimientos de los trágicos días del 19 y 20 de diciembre, las imagenes de los saqueos se difundieron por el mundo y los integrantes de la lista que no eran argentinos estaban escandalizados y conmovidos hasta las tripas.

Hice pública, en la lista, mi situación, mi desesperación, mi angustia, sin pensar en lo que estaba haciendo. Me hicieron saber que habían organizado "una colecta" para ayudarme a pasar el momento. Eso hizo que reaccionara para observar mi nueva situación, alguien a quien se le organiza una colecta es alguien que ya no puede sobrevivir por las suyas. Lo rechacé por supuesto, pero quedé horrorizada de mi misma.

El integrante de Costa Rica me escribió un mail diciéndome que ya que no quería recibir dinero, no me negara a ser reconfortada con algo que él quería enviarme para hacerme sentir de alguna forma su solidaridad y que no estaba sola en el dolor. Me dijo que me enviaría dos libros de un poeta y literato costarricense.

Al tiempo recibí los dos libros. Que fueron mis compañeros de todas las noches siguientes, y se encargaron de que pudiera conciliar el sueño, envuelta en paisajes selváticos o desérticos, poblados de aves y culebras de nombres desconocidos, y de protagonistas de cuentos de la mayor pobreza y sencillez del alma.

El autor es Carlos Salazar Herrera, y uno de los libros es "Cuentos de angustias y paisajes". Acabo de encontrarlo en Internet, y quería compartirlo con ustedes. Es un verdadero hallazgo de una literatura muy latinoamericana y sorprendente por su enorme belleza.

De paso, la ingratitud me hizo olvidar hasta el nombre de ese costarricense que me envió tanto cariño desde tan lejos. Si por las dudas leyera este post, que sepa que quisiera volver a saber de él, aunque sea para que sepa lo que su solidaridad significó para mí, en medio de tanta amargura.

Cuentos de Angustias y Paisajes

 http://es.scribd.com/doc/29721069/Salazar-Herrera-Carlos-Cuentos-de-Angustias-Y-Paisajes#outer_page_8




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9 de enero de 2013

La responsabilidad de un periodista por las consecuencias de lo que publica

La historia de una carta secreta

En la carta que publico abajo, los nombres son falsos. Pero la carta es auténtica hasta la médula. Me la mandó un amigo –con el pedido de no divulgarla- que la recibió en respuesta a la que le mandó a un periodista. La guardé para que cuando pasen algunos años pueda utilizar su contenido, que pone en cuestionamiento y evidencia, la responsabilidad de un periodista por lo que publica. El mayor valor que creo que tiene esta carta, es que es una confesión de culpa escrita en primera persona.

Las circunstancias están relatadas en la carta. Si algo quedara oscuro, respondo en los comentarios.


Apreciado señor Fermín Sobrado:

Acabo de leer su carta y no puedo ni esperar un minuto más para contestarle. Ante todo, muchas gracias. Mire, tengo 38 años y llevo quince en esta profesión. Créame, cada día se aprende algo. El que haya personas como usted, que toman iniciativas como las suyas, guiados por su sentido de la Justicia, es toda una lección.

Lo más fácil para mí era decirle que ya lo había intentado todo en relación con este desgraciado caso. Era una forma como otra cualquiera de intentar engañarme. Todavía no sé cómo reactivar el interés del periódico en el que trabajo por la suerte de Alberto Salam, pero usted me ha sacudido, al recordarme la dignidad de este pobre hombre que rechaza el indulto y se niega a salir de prisión, si es con el estigma de culpable.

Hablaré con sus abogados e intentaré publicar algo siguiendo ese camino que usted me abre, contando de antemano con su benevolencia por apropiarme descaradamente de su reflexión.
Para acabar, déjeme que le cuente una intimidad. Pocas veces quienes trabajamos en este oficio sabemos cuánto daño podemos llegar a causar. Yo sí lo sé, y no me enorgullezco de ello.

Hace ya muchos años, Miguel Maleh me telefoneó desde la prisión para explicarme su caso y el de su compatriota. "Somos inocentes señor, y sólo le pido que nos escuche", me decía en su más que aceptable castellano. La primera vez que hablamos no le hice el más mínimo caso. Ni la segunda. Ni, probablemente, la tercera, ni la cuarta. "¿Qué preso confiesa su culpabilidad?", creía yo por entonces. Sólo la increíble tenacidad de alguien como Miguel Maleh, que luchaba contra un sistema judicial y contra una lengua que no le eran propias, me hizo dudar. "Si sólo la mitad de lo que cuenta es verdad, estremece pensar lo que será su vida en la cárcel, un día tras otro", me dije.

Empecé desde aquel día a interesarme por su situación y la de su compañero Alberto Salam. Así descubrí que había un informe -del propio cuerpo policial que los detuvo- que avalaba su inocencia. Las piezas del rompecabezas fueron llegando poco a poco.

Un individuo se confesó autor de uno de los delitos por los que permanecían en prisión. El Supremo Tribunal anuló esa condena. El Fiscal General solicitó su indulto por "dudas razonables en conciencia" y así hasta un sinfín de informaciones que hacían prever su rápida excarcelación, incluida una petición en tal sentido del Colegio de Abogados y gestiones de políticos importantes.

Por ahora, sin embargo, el único que ya es libre de una forma irremediable, total, es Miguel Maleh. Un ataque al corazón lo sacó de la cárcel.

Miguel Maleh y yo acabamos teniendo una relación muy especial. Le visité varias veces en prisión y en el hospital penitenciario. Acudí a su velatorio y lloré su muerte. Conozco a su mujer y a sus cuatro hijos. Hablamos infinidad de veces por teléfono. Me empezó llamando "don Agustín" (me da vergüenza recordarlo) y nos acabamos tratando de "hermanos".

Un día le pregunté -Hermano, ¿por qué te decidiste a llamarme y contarme todo lo que me has contado, precisamente a mí, cuando hay tantos periodistas en el diario? Y el me contestó -Porque publicaste la noticia de mi detención, con mi foto, antes de que pasara a disposición judicial. Siempre pensé que las personas que me reconocieron en las ruedas de reconocimiento, vieron primero aquella foto-.

Posiblemente tuviera razón y esa duda me corroerá toda la vida. Yo ya ni siquiera me acordaba de aquella lejana noticia, la que hablaba de la detención de dos hombres acusados de una larga cadena de delitos. La información iba acompañada de la foto de uno de ellos, Miguel Maleh, quien con el tiempo se acabaría convirtiendo en mi hermano. Si no se lo hubiera preguntado, jamás me lo hubiera dicho. Nunca dejó traslucir hacia mí el más mínimo resentimiento, a pesar de que tenía motivos. Cuando se lo recordaba, siempre se despedía con la misma frase:

-Que Dios ponga flores de azahar en tu camino.

Que Dios ponga también flores de azahar en tu camino, Fermín.

Agustín Sanjurjo


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