9 de febrero de 2010

Mac Donald's y lo que el viento se llevó

Era el año 75. Acá era presidenta Isabel Perón. Ese verano se puso un dólar a precio especial más barato para el turismo hacia afuera, un curioso modo de distribución de la riqueza a los ricos, que sin embargo resultó un beneficio para los menos ricos

El dólar en mercado libre valía mil 300 pesos, y el turístico 900. Había que presentar un pasaje en avión en la casa de cambio, y se podían comprar hasta 3 mil dólares a precio privilegiado. La diferencia de valor hacía que el pasaje en avión resultara gratis. Quien tuviera un pariente o amigo que lo alojara, era un idiota si no viajaba. De tal manera, los que nunca hubieran soñado con viajar, de pronto tuvieron la oportunidad. Yo, uno de ellos.

La mayoría de los que viajaron ese mes de enero de 1975, no teníamos cultura turística. Ocurrieron cosas graciosas. Por ejemplo que al volver, cuando la azafata pidió que se ajusten los cinturones porque vamos a aterrizar, los noveles turistas no obedecieron y en cambio se pararon, recogieron sus bultos y empezaron a hacer cola para bajar frente a la puerta del avión, parados por supuesto, ante la desesperación de la azafata que gritaba:

¡¡¡señores esto no es un micro !!!

Así pasé yo mis treinta días en Nueva York, de sorpresa en sorpresa, de metida de pata en metida de pata. Sin darme cuenta de que tenía delante mío una sociedad que pronto penetraría en la mía para borrar para siempre una forma de vida propia y querible, crecida al calor de la protección de la industria nacional con severos impuestos a todo lo que fuera importado. Que vendría para implantar una forma de vida consumista, llena de mercaderías sorprendentes que funcionaron como los espejos de colores a los indios cuando llegaron los españoles. Faltaba un año no más, para que Martinez de Hoz abriera las compuertas de lo importado y fundiera por primera vez a la querida industria nacional, que fabricaba todo lo que necesitábamos para vivir.

Resulta que mi amiga que vivía en USA, se domiciliaba a 100 km de Nueva York, en un pueblo llamado Stamford. El nombre Stamford me trajo un problema ya antes de partir. Al pedir la visa no más, me preguntaron a cuál de los Stamford iba, a qué Estado. No sé, contesté sorprendida. Hay un Stamford en Connecticut y otro en California. Su desconocimiento es sospechoso de intento de quedarse a vivir en USA, me dijo el que me hacía el trámite. No entiendo por qué yo tendría que saber el nombre del estado en el que vive mi amiga, ella me viene a buscar con el coche al aeropuerto, sé que vive en Stamford, a 100kims de Nueva York, no sé si está en otro estado, repliqué. El tipo me miró y me perdonó, después de prenguntarme de qué vivo acá y mostrarle que tenía intereses para volver.

Al subir al Empire State me dijeron que había tres tramos de ascensores que debía tomar para llegar al observatorio. El primero iba al piso 20 parando en todos los pisos. El segundo iba directo del 20 al 40. Y el tercero directo del 40 al 80. Entré primera y apreté el botón 20, pero sentí que el botón estaba trabado, no me respondía a la presión del dedo. Apreté varias veces y no pasaba nada. Hacía fuerza con el dedo y nada. Alrededor del botón había un círculo luminoso que se encendió después de mi primer intento. En seguida pude observar que los que entraban tocaban distintos botones que se iluminaban en su perímetro después de apretarlo. Temí que tal vez yo hubiera apretado demasiado el mío y lo había dejado trabado. Estaba preocupada por si el ascensor no paraba en el piso que tenía que bajar, ya que nadie más había intentado tocar el botón 20. Fue grande mi sorpresa cuando llegamos y la mayoría de los concurrentes se bajaron conmigo. No entendí nada. ¿Cómo es que esos transeúntes no intentaron tocar el botón 20? A la vuelta me traje un televisor con un botón que encendía al solo contacto del dedo, haciendo las delicias de los sorprendidos argentinos que jamás habíamos visto semejante cosa. Me reía viendo las caras después del intento de presión fuerte y el susto de ver aparecer la imagen sin haber conseguido accionar por presión al botón.

Pero lo que viene al caso en este cuento es Mac Donald's. En Stamford, que es un pueblito hermoso, había un negocio que vendía hamburguesas, cerca de la estación de tren que yo tomaba para ir a Nueva York todos los días, se llamaba Mac Donald's. Yo estaba encantada. No había nada parecido en la Argentina. Al volver les conté a mis amigos de este particular negocio de autoservicio de hamburguesas. El asunto es que caminando por Nueva York descubro otro local de Mac Donald's y pienso: qué bueno, cómo progresó este tipo de Stamford, merecería que se lo conociera en todo el mundo. Le hago el comentario a mi amiga que me alojaba y me contesta: ¿qué decís? hay decenas de Mac Donald's en todo el mundo.

Al tiempo de volver se largó la cadena Pumper Nick.

Todavía, y por algún tiempo más iba a haber almacenes en cada cuadra, de esos que estaban abiertos hasta tarde en la noche. A los almaceneros los llamábamos Don Algo, siempre Don o Doña a la esposa. Hasta entonces nuestras salidas eran ir al cine y a comer dos porciones de muzzarella. Un día aparecieron las hamburguesas y los supermercados, y todo aquello fue lo que el viento se llevó, cuando llegó Mac Donald's.

LA PICARDÍA DE MONSEÑOR

EULOGIA Y EDUVIGES COMENTAN UN CHISME EN EL VESTÍBULO DE SU CASA

- Eulogia? - Dice Eduviges llamando a su hermana tapándose la boca como para contar una cosa no permitida, algo pícara, mientras recoge la falda de su vestido para sentarse en la silla del juego Savonarola.

-Sí, Eduviges- Dice Eulogia, sin sacar la vista de su labor de bordado en punto cruz, sentada en el vestíbulo por donde entra la suve luz del sol atrevasando los colores del vitraux, en la casona de la Avenida Callao.

-Ay Eulogia, ardo en deseos de contarte...- dice Eduviges, y se ríe con esa risita socarrona que tan bien queda en los salones.

-Bueno, contame de una vez, querés- dice Eulogia, dejando de mirar la labor para mirar a su hermana con curiosidad insoportable.

-¡No sabés lo que hizo Monseñor, Eulogia!- exclama Eduviges, llevando la voz hacia el gallito que todos festejan cuando Eduviges se pone nerviosa.

-Contame, qué hizo esta vez Monseñor- dice con voz grave Eulogia, que mira atentamente a su hermana.

-¿Te acordás de la familia esa llena de plata pero que son Socialistas, del partido de ese jovencito indecente con bigotes enormes y mujeriego, Alfredo Palacios? ¿Esos que Monseñor dice que son el demonio? ¿Cómo se llamaban? Los Ibarravia Bengoelechea- dice Eduviges.

-Sí, me acuerdo, que papá decía todo el tiempo: Socialistas, ché, socialistas...!!!- ¿Qué les hizo Monseñor? Contame que no puedo aguantar más la incógnita ! -dice Eulogia.

Bueno, resulta que Don Benito Ibarravia Bengoelechea fue internado de urgencia ayer domingo por una neumonía. ¡Y Monseñor le mandó un sacerdote con el pretexto de darle la "unción de los enfermos", nos dijo en la Iglesia, todo serio, que rogando a Dios que el cura tenga la suerte de poder darle la Extrema Unción, porque estaba seguro que Dios se iba a llevar a ese demonio y quería que la Iglesia estuviera presente cuando ese castigo ejemplar ocurriera.

-Eso es muy serio Eduviges, no sé de qué te reís- dice Eulogia.

- Lo que pasa es que eso dice Monseñor para disfrazar su envío de color religioso, pero lo escuché reirse detrás de una columna dicéndole al cura cuando volvió echado por la familia y con Don Benito sano y salvo:

¿Y? ¿Te echaron? Buenísimo. Le jugué una apuesta a mi amigo el Gral Roca que yo también sé tratar a los ateos como él trata a los indios. Mirá si Roca les iba a pedir permiso a los salvajes para mandarles el Ejército de la Patria y pasarlos a deguello. Cómo nos vamos a reir con Roca pensando en la cara que habrá puesto la Señora de Don Benito cuando vio venir al Cura sin haberlo llamado.

-Ay Eduviges, qué cosas urde este Monseñor!!!, parece una criatura con sus picardías...-dice Eulogia.