20 de febrero de 2008

Fe y fatalidad





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Tenía una clienta de algo más de setenta años, con una artrosis en la pierna que la hacía necesitar un bastón para caminar. Ella era alta y pesada, una mole. Hablaba sin parar. Y encima era bastante sorda, y era como son los sordos, que hablan sin parar porque no esperan oir lo que se les contesta. El bastón que llevaba era de color ciruela, larguísimo y gruesísimo, para soportar a la dueña. Siempre contaba cosas de una nieta que bailaba danzas clásicas en el cuerpo de baile infantil del Colón. Que había bailado en tal función, que se había comprado tal pollera de tul, y tales zapatillas, y dale y dale con la nieta, año tras año, contando detalles insportables hasta que mis oídos reventaban. Claro que entre cuento y cuento encargaba un anteojo recetado. Forzosamente yo le contestaba alguna cosa, a lo que ella contestaba ¿qué dijo?. Y yo le repetía lo que dije, y ella seguía y seguía su cuento. Una vez vino a hacerse un cambio de cristales en el acto.

Las personas que no podían quedarse sin los anteojos, esperaban en la zona de antención al público mientras yo iba a atrás, a mi pequeño taller, a sacar los cristales viejos, a cortar los cristales nuevos, a biselarlos en la moladora, y a encastrarlos en los marcos. Trataba por todos los medios de no tener que hacerlo, porque la tarea es mejor hacerla en soledad y tranquilidad. Pero no podía evitarlo si el caso lo requería. Este era el caso.

La señora gigantesca hablaba sin parar, sentada en la parte de adelante, mientras yo trataba de concentrarme en mi tarea, al mismo tiempo que tenía oir su cuento y responder a su pregunta ¿me está escuchando? Y yo tenía que gritar ¡sí, la estoy escuchando! Ella volvía a preguntar si la estoy escuchando, y yo volvía a gritar más fuerte, entonces ella continuaba el cuento de la nieta.

Temía que los nervios me hicieran romper los cristales, esa era mi mayor preocupación. En medio de la tensión terminé de biselar, coloqué el par de cristales nuevitos en la mesa del taller, encendí el calefactor para dilatar los armazones, y en ese momento la sorda me grita otra vez ¿me escucha? Mientras se calentaban los marcos, me fui un segundo adelante para que me viera la boca diciéndole que sí, que la escucho. Volví atrás, ella siguió con el cuento y yo coloqué los cristales y respiré.

Fui para adelante, ella se calzó los anteojos y siguió hablando sin decir si veía bien o mal con la nueva receta. Yo estaba estufada y tenía ganas de hacerla callar con algún argumento. Estaba hablando de Dios y de cómo ella cree en Dios y cómo Dios la escucha y guía a su nieta al éxito. Aproveché para decirle que yo no creía en Dios, y ella hizo un silencio, yo respiré y sentí que poseía un arma fatal contra esta mujer, como si hubiera encontrado una cruz de madera que mostrar a un vampiro. La señora me pagó, silenciosa, y se despidió.

Al día siguiente, la vecina del kiosco me interpela en el camino antes de llegar a abrir mi negocio, y me cuenta: ¿Sabés lo que pasó recién? Estuvo una mujer muy alta con un bastón y empezó a golpear el bastón contra la cortina de la óptica, y a gritar que vos eras una estafadora, que le habías cobrado por poner cristales nuevos y le volviste a poner los viejos que estaban todos rayados, que sólo una persona que no creía en Dios podía hacer algo tan repugnante, y gritaba y golpeaba con el bastón hasta que se cansó y se fue.

Yo trataba de entender qué pasó. Lo primero que pensé es que la vieja enloqueció del todo. Cuando fui para atrás al taller, ví el par de cristales que le saqué a los anteojos de la sorda que habían quedado sobre la mesa, y me dí cuenta de que en el atolladero, me había olvidado de devolverlos. Si se los hubiera devuelto, la vieja no hubiera dudado. ¡Qué suerte! dije para mí, acá tengo la prueba de que se los cambié.

Iba a llevárselos a su casa para que viera que eran los que le saqué, pero cuando los miré bien, vi que eran los nuevos que corté. Los nervios me habían traicionado y le había puesto de vuelta los viejos en lugar de los nuevos. Me pasó por ir para adelante a que me mire la boca. Estoy segura de que si yo no le hubiera dicho que no creía en Dios, ella no hubiera armado tal escándalo, y hubiera venido a aclarar la situación. Pero decidió enfrentar al demonio.

Fui hasta la casa con los cristales nuevos cortados para que entendiera la equivocación. Luché para que me dejara entrar y poder mostrarle la evidencia de "mi buena fe" y del error. Se lo expliqué y lo entendió. Pero se negó a darme de nuevo los anteojos, me dijo que no confiaba más en mí, que no podía confiar en alguien que no creía en Dios. Le dejé el dinero que pagó, y me fui. De alguna manera contenta, porque me la saqué de encima para siempre.

Eva Row

El embajador y su traductor


Mi óptica funciona en el Once. Es un barrio de comercio mayorista de ropa. Las avenidas están atestadas de gente. Las calles aledañas están repletas de autos estacionados. Si un auto lujoso consigue lugar sale la chusma a investigar quién es el dueño. Los vendedores ambulantes encaran sin tapujos a cualquiera que pasa. Transitan mendigos y borrachos entreverados con inmigrantes de los países limítrofes arrastrando carretillas cargadas de paquetes con mercaderías. Es común que se produzcan grescas o tumultos por algún robo. La corrida policíaca alerta al barrio entero y provoca la salida masiva de los curiosos a la calle. No es el barrio que elegiría un diplomático para hacer sus compras.

Hubo una vez un auto diplomático que llegó a mi óptica. A mí no me preocupa quién es el dueño de un auto lujoso. Nunca me paro en la puerta de mi negocio como si ésta fuera un mirador por donde escrutar a los que pasan. Es un signo de no tener nada que hacer. Sobre todo porque yo siempre tengo algo que hacer. Pero una vez hice una excepción. Era una tarde de invierno de 1976 en la que hacía mucho frío. Un sol radiante se derramaba en la vereda alcanzando la puerta de entrada al local. No pude resistir la tentación de estar al aire libre bajo ese sol unos minutos, así que me paré reclinada sobre el marco de la puerta, observando lo único que acontecía: autos que pasaban.

Mi óptica está a metros de la esquina en un cruce concurrido. Los autos disminuyen la velocidad para atravesarlo ejerciendo algún extraño magnetismo sobre la mirada de los transeúntes.
En la posición de cualquier chusma de barrio, escudriñaba yo dentro de los autos para observar cómo lucía el conductor de los modelos más caros. El ocio siempre es denigrante.
Un auto de modelo absolutamente inusual para el barrio, un Mercedes Benz color crema amarillento, detuvo su marcha por el cruce, justo frente a mi mirada. El conductor me miró, y comenzó a buscar algo en la guantera. Luego estacionó el auto contra el cordón de la vereda. Se bajó y se encaminó a mi óptica.

Se dirigió a mí en otro idioma. Apenas pudo decir dos o tres palabras en castellano que no coordinaban en ningún sentido, mezcladas con otras muchas en ruso. Lo que me dijo me resultó incomprensible. Dijo “anteojos”, yo le dije que sí. Le hablé en inglés, le hablé en francés, le hablé en italiano. Pero no hubo posibilidad alguna de comunicarse. Se dio por vencido y se fue diciendo “yo volver”. El hombre era rubio y alto. Lucía un traje elegante y nuevo. Se fue, pero a los pocos días volvió.

Volvió trayendo un séquito. Bajó del Mercedes Benz un hombre mayor rodeado de cuatro o cinco más. El hombre mayor me fue presentado por un traductor como el embajador de la Unión Soviética. El traductor era muy eficiente, servicial y amable con el embajador, en actitud de súbdito.

Conversé con el embajador a través del traductor, y me encargó sus anteojos. Estaba muy satisfecho. Se lo veía agradecido por la atención que le había dado. Al venir a retirar su anteojo me comunicó su satisfacción y que mi óptica había sido elegida como proveedor oficial para los diplomáticos de su embajada. Se fueron y no volví a ver nunca más a ese embajador viejito.

Al poco tiempo llegó otro Mercedes Benz que revolucionó el barrio. Entró a la óptica el individuo que vino la primera vez, el que hablaba ruso sin poder hacerse entender, pero no vino solo, sino acompañado por otro que hablaba castellano fluido. Imaginé que este personaje sería un diplomático y que se había traído un traductor.

El traductor se comportaba igual que el anterior que conocí, solícito, amable, traduciendo todo lo que decía el comprador, esmerándose por no dejar ni el mínimo detalle fuera de traducción. Le hacía preguntas en ruso que el otro le respondía, y cuando daba por entendida la cosa me traducía la pavada más insignificante.

Con la estúpida afectación burguesa que caracteriza a los de mi clase, queriendo establecer categorías humanas, yo me dirigía solemnemente al que creía diplomático, y conversaba más livianamente con el traductor en castellano. Este resultaba franco y dicharachero conmigo, alegre y chistoso.

Para saber si había sido verdad eso de figurar entre los proveedores oficiales de la embajada, le pregunté al traductor cómo habían llegado ellos hasta mi óptica. Me contestó “no sé, él me trajo”.
Como el hombre que elegía dudaba en decidirse, temiendo ya que se retirara sin comprar, le dije al traductor “dígale que soy proveedor oficial de la embajada, que yo le hago los anteojos al embajador”. “¿Ah, sí? “ me replicó pícaramente el traductor, “por el momento no es verdad”.

Yo me lo quedé mirando desahuciada por la vida. “Porque el embajador soy yo”, agregó disfrutando del equívoco. Apiadándose de mi estupor y sin dejar de reírse, me explicó que había habido un recambio y que él, Oleg Kvasov, había sido designado nuevo embajador de la Unión Soviética, y que el viejito no volvería más. Entonces, ¿quién sería ese personaje al que el mismo embajador de la Unión Soviética servía de solícito traductor con la actitud de súbdito?¿Sería acaso el Premier del Kremlin?

“Dígame por favor”, le dije a su excelencia Oleg Kvasov en el tono de complicidad y confianza que ya habíamos establecido entre nosotros, ¿quién es el señor que lo acompaña, es alguien muy importante? “Bueno,......... es mi chofer” me contestó alzando las cejas, sorprendido.